De la realidad y la fantasía
El
último libro de la sibila
Juan Jacobo Bajarlía
Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca
de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacía 1712 con el
título de Magia y leyenda, que luego
modificó cuando redactaba sus Cartas
eruditas. Pero pensándolo bien, conviene transcribirlo como prueba
irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del
siglo XVIII. He aquí la constancia:
La historia romana cuenta que habiendo llegado a Roma la Sibila de Cumas,
en tiempos de Tarquino el Soberbio, aquella le presentó nueve libros, y pidió
por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el
precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad;
despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres,
insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y
amenazando con arrojarlos al fuego como los demás en caso de ofrecerle menor
precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto
misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa
sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio, y estos
libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún
peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y
tres años antes del nacimiento de Cristo, tuvieron los tres libros la misma
desgracia que los otros seis.
Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo, es que, en realidad, uno de
los tres libros que habían quedado, se salvó del incendio. Era el último (y lo
refiere Ajiajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro sólo contenía
estas líneas:
La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.
En
la oficina
Sergio González
Salvador
Se sentó frente a la máquina de escribir con la serena disposición de todos
los días: introdujo impecablemente la hoja de papel blanquísimo tras el
rodillo, y procedió a mecanografiarlo con su habitual eficiencia:
tlac-tlac-tlac. Completaba apenas tres líneas, cuando un febril cosquilleo
corrió por todo su cuerpo: descendió de la nuca a los hombros y se proyectó,
como un escozor de anhelos suspendidos, a lo largo de sus brazos, de sus manos,
de sus profesionalísimos dedos que, incontenibles, aletearon sobre el teclado
imprimiendo azarosamente las letras metálicas sobre la hoja de papel. El
familiar compás del tlac-tlac cedió ante la irrupción de sonidos melodiosos,
escalados, que perdían su consistencia percusiva para adquirir matices de
cuerdas, de alientos, de coros encubiertos por notas perfectamente armonizadas.
Sus compañeros de trabajo, sorprendidos, temerosos, incrédulos del prodigio que
estaban percibiendo, la rodearon en silencio. Uno de ellos susurró: “es
Beethoven”. “Es música de Beethoven”, algún otro balbuceó, mientras ella,
irradiando la vehemencia de un éxtasis solitario, permitía que sus labios
dibujaran una sonrisa de triunfo. Suspiró profundamente, al tiempo que los
primeros tlacs-tlacs se dejaban oír otra vez entre la música. Dejó de teclear y
se llevó las manos a la nuca. Se levantó de su silla, y sintiendo sobre si la
muda sorpresa de sus compañeros, dijo, con cierta turbación: “¿No lo habían
notado? Siempre me sucede esto cuando estoy sentimental. Espero que no me
corran…”
El principio
Holmes Ocaña González
El principio nació una tarde que no existía y se cegó con
la luz, que era hermana de las sombras y pensaba estrangularla para siempre.
El principio se sentó en el infinito a bostezar, a pensar
en el tiempo que por las noches se distraía pintando arrugas a las aguas y
dibujando números de siglos.
Después todos durmieron y comenzó a girar la tierra y
rodó en el infinito y en el tiempo y se plegó de luz y de tinieblas y se bañó
desnuda con las aguas.
Esto sucedió aquella noche inmensa en que Dios lloró en
silencio al contemplar que estaba solo y nos regaló la angustia y la
conciencia, los colores y el perfume, y nos barnizó de mentiras y sonrisas y
nos cubrió de maldad, de llanto y con el bochornoso interrogante de la muerte.
(Seguí soñando a gritos y a mordidas y desperté receloso
en aquella blanca camilla que me llevaba al manicomio).
Mocho
René Batista Moreno
Y otra vez aquella idea, golpeándome. Yo miraba al río
dormido en las piedras, al ratón todo miedo, al majá todo hambre. Y otra vez
aquella idea, golpeándome. Mamá con la mariposa de sus pulmones enferma: papá,
borrándose en el corral de muertos, mis hermanos: todo vientre; y yo, buen
machetero, ¡doscientas cincuenta arrobas diarias a veinticinco centavos el
ciento! El repetir las mismas palabras: ¡Mamá, qué bien está usted hoy! ¡Vamos
a la cama, hermanos, para que el sueño se coma toda el hambre! Y aquella idea
otra vez, golpeándome. Y aquella idea se hizo todo cuerpo, los dientes
apretados, el sol llorándome en los ojos, las lágrimas distorsionando los
macheteros, las cañas, las carretas. Y el porrón ahora yunque. Y el ¡corta,
mocha, bajo la tercera falange! Y el cielo unido a la tierra, y el sol dando
tumbos contra las nubes, y la sangre sobre el verde de los cogollos. Y otra vez
aquella idea, golpeándome: ¡doscientos pesos el dedo índice hasta la tercera
falange!
El que no soy
Armando Pereira
Desertar de mi propia imagen, dejar de ser este que soy,
negarme a reconocerme en el que nombran los otros cuando me nombran, mirar el
vacío en lugar de la imagen cotidiana que proyecta el espejo. Salir de mí como
se abandona una casa en la que se ha vivido siempre, dejando que el moho opaque
lentamente objetos y recuerdos. Cambiar de nombre y de filiación, inventarlos.
Vivir intensamente un mundo ficticio hasta hacerlo más real que este pequeño
mundo de todos los días. No más domingos con mamá y paella y los inolvidables
recuerdos de la abuela. Sacudirse de una vez por todos los viejos amigos y las
viejas ideas, la condescendencia, los buenos días, la sonrisa a tiempo, la
oficina, el sindicato, las habituales prácticas conyugales, la tierna sonrisa
de mi hijo. Mandarlo todo por un tubo. Y saber al fin que no soy éste que soy,
éste que los otros han querido que sea.