sábado, 16 de noviembre de 2013

Minicuentos 77




De la realidad y la fantasía                                                                                                  

El último libro de la sibila
Juan Jacobo Bajarlía

Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacía 1712 con el título de Magia y leyenda, que luego modificó cuando redactaba sus Cartas eruditas. Pero pensándolo bien, conviene transcribirlo como prueba irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del siglo XVIII. He aquí la constancia:
La historia romana cuenta que habiendo llegado a Roma la Sibila de Cumas, en tiempos de Tarquino el Soberbio, aquella le presentó nueve libros, y pidió por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad; despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres, insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y amenazando con arrojarlos al fuego como los demás en caso de ofrecerle menor precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio, y estos libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, tuvieron los tres libros la misma desgracia que los otros seis.
Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo, es que, en realidad, uno de los tres libros que habían quedado, se salvó del incendio. Era el último (y lo refiere Ajiajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro sólo contenía estas líneas:
La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.

En la oficina
Sergio González Salvador

Se sentó frente a la máquina de escribir con la serena disposición de todos los días: introdujo impecablemente la hoja de papel blanquísimo tras el rodillo, y procedió a mecanografiarlo con su habitual eficiencia: tlac-tlac-tlac. Completaba apenas tres líneas, cuando un febril cosquilleo corrió por todo su cuerpo: descendió de la nuca a los hombros y se proyectó, como un escozor de anhelos suspendidos, a lo largo de sus brazos, de sus manos, de sus profesionalísimos dedos que, incontenibles, aletearon sobre el teclado imprimiendo azarosamente las letras metálicas sobre la hoja de papel. El familiar compás del tlac-tlac cedió ante la irrupción de sonidos melodiosos, escalados, que perdían su consistencia percusiva para adquirir matices de cuerdas, de alientos, de coros encubiertos por notas perfectamente armonizadas. Sus compañeros de trabajo, sorprendidos, temerosos, incrédulos del prodigio que estaban percibiendo, la rodearon en silencio. Uno de ellos susurró: “es Beethoven”. “Es música de Beethoven”, algún otro balbuceó, mientras ella, irradiando la vehemencia de un éxtasis solitario, permitía que sus labios dibujaran una sonrisa de triunfo. Suspiró profundamente, al tiempo que los primeros tlacs-tlacs se dejaban oír otra vez entre la música. Dejó de teclear y se llevó las manos a la nuca. Se levantó de su silla, y sintiendo sobre si la muda sorpresa de sus compañeros, dijo, con cierta turbación: “¿No lo habían notado? Siempre me sucede esto cuando estoy sentimental. Espero que no me corran…”

El principio
Holmes Ocaña González
El principio nació una tarde que no existía y se cegó con la luz, que era hermana de las sombras y pensaba estrangularla para siempre.
El principio se sentó en el infinito a bostezar, a pensar en el tiempo que por las noches se distraía pintando arrugas a las aguas y dibujando números de siglos.
Después todos durmieron y comenzó a girar la tierra y rodó en el infinito y en el tiempo y se plegó de luz y de tinieblas y se bañó desnuda con las aguas.
Esto sucedió aquella noche inmensa en que Dios lloró en silencio al contemplar que estaba solo y nos regaló la angustia y la conciencia, los colores y el perfume, y nos barnizó de mentiras y sonrisas y nos cubrió de maldad, de llanto y con el bochornoso interrogante de la muerte.
(Seguí soñando a gritos y a mordidas y desperté receloso en aquella blanca camilla que me llevaba al manicomio).

Mocho
René Batista Moreno
Y otra vez aquella idea, golpeándome. Yo miraba al río dormido en las piedras, al ratón todo miedo, al majá todo hambre. Y otra vez aquella idea, golpeándome. Mamá con la mariposa de sus pulmones enferma: papá, borrándose en el corral de muertos, mis hermanos: todo vientre; y yo, buen machetero, ¡doscientas cincuenta arrobas diarias a veinticinco centavos el ciento! El repetir las mismas palabras: ¡Mamá, qué bien está usted hoy! ¡Vamos a la cama, hermanos, para que el sueño se coma toda el hambre! Y aquella idea otra vez, golpeándome. Y aquella idea se hizo todo cuerpo, los dientes apretados, el sol llorándome en los ojos, las lágrimas distorsionando los macheteros, las cañas, las carretas. Y el porrón ahora yunque. Y el ¡corta, mocha, bajo la tercera falange! Y el cielo unido a la tierra, y el sol dando tumbos contra las nubes, y la sangre sobre el verde de los cogollos. Y otra vez aquella idea, golpeándome: ¡doscientos pesos el dedo índice hasta la tercera falange!

El que no soy
Armando Pereira
Desertar de mi propia imagen, dejar de ser este que soy, negarme a reconocerme en el que nombran los otros cuando me nombran, mirar el vacío en lugar de la imagen cotidiana que proyecta el espejo. Salir de mí como se abandona una casa en la que se ha vivido siempre, dejando que el moho opaque lentamente objetos y recuerdos. Cambiar de nombre y de filiación, inventarlos. Vivir intensamente un mundo ficticio hasta hacerlo más real que este pequeño mundo de todos los días. No más domingos con mamá y paella y los inolvidables recuerdos de la abuela. Sacudirse de una vez por todos los viejos amigos y las viejas ideas, la condescendencia, los buenos días, la sonrisa a tiempo, la oficina, el sindicato, las habituales prácticas conyugales, la tierna sonrisa de mi hijo. Mandarlo todo por un tubo. Y saber al fin que no soy éste que soy, éste que los otros han querido que sea.