El inglés Edward Rutherfurd novela el devenir histórico de la ciudad
París, visto por Atget (la fotografía formó parte en 2011 de la exposición El viejo París en la Fundación Mapfre). /Jean Eugène Auguste Atget./elpais.com |
Edward Rutherfurd
(Salisbury, Reino Unido, 1948) es un novelista de enorme éxito
internacional especializado en voluminosas novelas históricas en las que
sagas familiares ficticias corren aventuras a lo largo de los siglos en
una ciudad determinada, que queda minuciosamente descrita tanto en su
evolución física como en los acontecimientos históricos más destacados
que tuvieron lugar en ella y los personajes más influyentes de su
devenir político y social. Hasta la fecha se han publicado en España
(Roca Editorial) Londres, Nueva York, y ahora París.
Miembro de una familia de escritores (su abuelo paterno, su madre, su
tío...) y emparentado con Walter Scott (lo que tiene a gala), a los 10
años tuvo que permanecer recluido en la cama durante semanas por una
enfermedad, y sus padres le regalaron una novela de C. Forester. Ese
libro le fascinó y a continuación leyó todas las demás de la saga del
marino Horatio Hornblower, que corre mil aventuras durante las guerras
napoleónicas. Esta lectura, y a continuación la de las novelas de Conan
Doyle (autor de Sherlock Holmes) ambientadas en la Edad Media y, como
las de Forester, muy documentadas, resultaron inspiradoras para
Rutherfurd. Quiso escribir novelas como aquellas que tanto le habían
hecho fantasear, y a eso ha dedicado su vida. Tenía a su favor la
genética, como hemos dicho, y también la profesión: trabajó, de joven,
en la industria editorial, y así intuyó qué le podía interesar y qué no
le gustaba al gran público. Tuvo desde el principio el pálpito de que
con unas pocas décadas de trabajo concienzudo lograría hacerse “una
carrera de escritor”, pero no esperaba desde el principio tener un éxito
internacional tan grande como el que disfruta, y que con modestia
atribuye en parte al competente trabajo de su primer editor: “El editor
puede hacer mucho para lanzar un libro, o para matarlo”.
Para cada uno de sus libros, lo primero que hace Rutherfurd es
visitar el lugar, pasear días enteros, impregnarse de la atmósfera
particular de la ciudad. Aunque suene pretencioso sostiene que, para el
autor, el lugar tiene que parecer mágico. Luego sigue “el proceso de
educar mi propia imaginación”, la reunión de información histórica, y
entonces el proceso de “imaginar a personas en ese paisaje urbano”, que
no es poco trabajo, pues el protagonismo de sus novelas es
necesariamente coral (en París, por ejemplo, los miembros de cuatro familias de diferentes clases sociales, a lo largo de diez siglos).
A continuación, la estructura de la novela, que procura sea sólida y
bien definida “porque si sabes que vas a dedicar unos años a escribir un
libro —y para Londres, por ejemplo, estuve cinco años, mientras que París
ha sido mucho más rápido—, más vale asegurarte antes de que no te
encontrarás en un callejón sin salida”. En muchos casos consulta con
especialistas y con historiadores, sin temor a resultarles un incordio
porque desde que escribió su primer libro, ambientado en la historia de
Irlanda, descubrió que muchos académicos y profesores, una vez
comprobaban que él había “hecho los deberes”, estaban encantados de que
les preguntase tantas cosas “ya que no había mucha gente que se
interesase seriamente por su especialidad”. A esos especialistas —en
arte, vida cotidiana, música, economía, lenguaje, política, mentalidad—
vuelve a visitarlos cuando ha escrito el primer borrador de su novela,
para asegurarse de no incurrir en anacronismos flagrantes.
París, dice Rutherfurd, “es complejidad. Me enamoré de la ciudad.
Bueno, todo el mundo se enamora de París. Es romántica, y al mismo
tiempo puede ser muy fría. La monarquía francesa fue muy fría, Napoleón
fue muy frío… París es también una ciudad de revoluciones, y
políticamente la Revolución francesa, los ideales que la informan, es
todavía una obra en marcha, no ha concluido. Lo cual novelísticamente es
también romántico e interesante, como su habilidad para salir
graciosamente a flote después de toda clase de conflictos y derrotas.
Pero, como le digo, es una ciudad compleja. Tome la torre Eiffel: es un
símbolo fálico, pero también tiene una gracia femenina…”.