Cesare Pavese
Suicidios
Hay días en los cuales la ciudad donde vivo, y los transeúntes, el
tráfico, los árboles, todo se despierta por la mañana con un aspecto
extraño, usual y sin embargo irreconocible, como en esos instantes en
que uno se mira al espejo y se pregunta: «¿Quién es ese tipo?» Para mí,
son los únicos días amables del año.
Esas mañanas me escapo, si puedo, un poco antes de la oficina y bajo a las calles mezclándome con el gentío, y no me da corte mirar fijamente a cualquiera que pase, del mismo modo que, imagino, algún transeúnte me mira a mí, porque de verdad en esos momentos experimento una sensación de jactancia que me convierte en otro hombre.
Estoy convencido de que jamás recibiré de la vida nada valioso, salvo quizás la revelación de cómo podría conseguir provocar a voluntad esos instantes. Un modo de prolongarlos que a veces me ha salido es sentarme en algún café reciente, claro y acristalado, y desde allí captar el estruendo de la calle con sus idas y venidas, el relampagueo de los colores y las voces, y la calma interior que regula toda la agitación.
Yo he sufrido en unos cuantos años desilusiones y remordimientos agudísimos, y sin embargo, puedo afirmar que mi aspiración más cordial es sólo esta paz y esta serenidad. No estoy hecho para las tempestades y para la lucha: y aunque ciertas mañanas bajo muy vibrante a recorrer las calles, y mi paso semeja un desafío, repito que no pido a la vida nada sino que se deje mirar.
Y sin embargo, hasta este humilde placer me deja a veces la amargura propia de un vicio. No fue ayer cuando me di cuenta de que para vivir es necesaria una astucia, más que con los otros, consigo mismo. Yo envidio a los que consiguen — son especialmente las mujeres — cometer una mala acción, una iniquidad, o incluso sólo satisfacer un capricho, habiendo preparado tal cadena de circunstancias que su acción resulte, ante su propia conciencia, legítima. Yo no tengo grandes vicios si es que este retirarse de la lucha por desconfianza y buscar una solitaria serenidad no es el mayor de los vicios posibles—, pero tampoco sé usarme astutamente a mí mismo y poseerme, cuando disfruto con lo poco que me está permitido.
Sucede, en suma, que a veces me paro en la calle y miro en torno y me pregunto si tengo derecho a disfrutar con esa jactancia. Eso ocurre especialmente cuando mis salidas son más frecuentes. No es que robe tiempo a mi trabajo; me mantengo decentemente y mantengo en el colegio a una sobrina mía sola en el mundo a quien la vieja, que se llama mi madre, no quiere en casa. Lo que me pregunto es si no seré ridículo en ese paseo del éxtasis: ridículo y desagradable. Porque pienso a veces que en verdad no lo merezco.
O bien, como sucedió la otra mañana, basta con que asista incautamente en un café a alguna escena singular que al principio me engaña con la normalidad de sus personajes, para que vuelva a caer presa de una culpable sensación de soledad y de tantos desolados recuerdos que, cuanto más se alejan, más desvelan en su inmóvil vida significados tortuosos y terribles.
Fueron cinco minutos de bromas entre la joven cajera y un parroquiano de abrigo claro, acompañado por un amigo. El jovenzuelo gritaba que la cajera le debía la vuelta de un billete de cien y asestaba manotazos sobre la caja, pretendiendo registrarle el bolso y los bolsillos.
— Jovencita, ésta no es manera de tratar á los clientes — decía, guiñándole al amigo, cohibido. La cajera reía. El jovenzuelo inventó la historia de un viaje que iban a hacer juntos con aquellas cien liras en el ascensor de un hotel. Entre contenidos estallidos de jovialidad, decidieron que depositarían aquel dinero en un banco —cuando lo tuvieran.
—Adiós, chavala —gritó por fin al salir. —Piensa en mí esta noche.
La cajera, excitada y risueña, dijo al camarero:
—¡Qué tío!
Había observado otras mañanas a esa cajera, y a veces sonreía sin mirarla, en un instante de olvido. Pero mi paz es demasiado frágil, está hecha de nada. Me entró el remordimiento de costumbre.
Todos somos asquerosos en este mundo, pero hay una asquerosidad cordial que sonríe y hace sonreír, y otra solitaria que hace el vacío en torno a sí. Después de todo, la primera no es la más tonta.
Es en mañanas como ésa cuando me sorprende, renovada cada vez, la idea de que lo único realmente culpable que hay en mi vida es la tontería. Quizás otros causen un bonito daño con cálculo, con seguridad en sí mismos, interesándose por la víctima y el juego —y sospecho que una vida así gastada puede dar muchas satisfacciones—; lo que es yo, nunca he hecho sino sufrir por una grande e inepta incertidumbre, y debatirme, si entro en contacto con otros, en una estúpida crueldad. Porque no hay remedio —basta con que me doblegue un instante bajo el remordimiento de mi soledad, y pienso en Carlotta.
Ha muerto hace más de un año, y conozco ya todas las vías que el recuerdo de ella puede recorrer para sorprenderme. Si quiero puedo también reconocer el estado de ánimo inicial que prepara su aparición, y distraerme violentamente. Pero no siempre quiero; y aún ahora ese remordimiento me ofrece rincones oscuros, nuevos puntos, que escruto con la trémula ansia de hace un año. Fui con ella tan tortuosamente veraz que cada uno de esos remotos días me presenta a la memoria no algo fijo, sino el rostro evasivo que tiene para mí la propia realidad de hoy.
No es que Carlotta fuese un misterio. Al contrario, era una de esas mujeres demasiado simples —pobrecitas— que si se olvidan por un momento de ser fieles a sí mismas intentan un subterfugio o una coquetería, resultan irritantes. Pero mientras son simples, nadie las nota. Nunca entendí cómo soportaba ganarse la vida trabajando de cajera. Habría sido una hermana ideal.
En lo que aún no he profundizado del todo es en mis sentimientos, en mi actitud de entonces. ¿Qué decir, por ejemplo, de aquella noche en que Carlotta se había puesto un traje de terciopelo —un traje viejo— para recibirme en su pisito de dos habitaciones y yo le dije que la habría preferido en traje de baño? Era una de las primeras veces que iba a verla y aún no la había ni siquiera besado.
Pues bien, Carlotta me había dedicado una tímida mueca y, retirándose al recibidor, había reaparecido —increíble— con traje de baño. Fue esa noche cuando la abracé y la arrojé sobre el sofá; pero —una vez terminado— le dije que después me gustaba estar solo y salí de allí y durante tres días no di señales de vida y cuando volví la llamaba de usted.
Recomenzó entonces un absurdo cortejo hecho de trémulas confidencias por su parte y de escasas palabras por la mía; de repente, la tuteé, pero Carlotta me rechazó. Entonces le pregunté si se había reconciliado con su marido. Carlotta lloriqueó y me dijo: —Nunca me has tratado como me trata él.
Fue fácil hacerle apoyar la cabeza en mi pecho y acariciarla y decirle que la amaba —¿por qué, solo como estaba, no podía amar a aquella especie de viuda?— Y Carlotta se abandonó, confesándome bajito que me había querido desde el primer instante y que le parecía un hombre extraordinario, pero que ya la había hecho sufrir mucho, en el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, y a ella —no sabía por qué— todos los hombres la trataban de ese modo.
—Una de cal y otra de arena —le sonreí.
Carlotta era pálida, con unos ojos enormes un poco ajados de cansancio, y tenía pálido también el cuerpo. Esa noche me preguntó en las sombras de su cuarto si la había dejado aquella otra vez porque no me gustaba su cuerpo.
Pero tampoco esta vez tuve piedad y en medio de la noche me vestí y no alegué pretextos, dije que tenía que moverme y salir. Carlotta quería salir conmigo.
—No, me gusta estar solo —y la dejé con un beso.
Cuando conocí a Carlotta, salía de una borrasca que a punto estuvo de costarme la vida; y experimentaba una amarga hilaridad al regresar por las calles desiertas huyendo de quien me amaba. Durante mucho tiempo me había tocado a mí pasar noches y días humillado y enfurecido por el capricho de una mujer.
Ahora estoy convencido de que ninguna pasión tiene tanta fuerza como para mudar el natural de quien la padece. Se puede morir de ella, pero las cosas no cambian. Pasada la excitación, uno vuelve a ser hombre honrado o bribón, padre de familia o soltero, según era antes, y sigue su propio camino. O mejor: uno ha visto en la crisis su verdadera naturaleza, y ésta nos horroriza y la normalidad nos asquea, y a lo mejor querríamos estar muertos, tan atroz es el insulto que nos han inflingido, pero no se puede acusar a nadie más que a nosotros. A aquella mujer debo el haberme reducido a esta vida singular que llevo, al día, sin metas, incapaz de estrechar un lazo con el mundo, desaficionado del prójimo — desaficionado de mi madre a quien soporto, y de mi sobrina a quien no amo—: se lo debo todo a ella, pero ¿habría acabado mejor con otra? ¿Con otra, quiero decir, que fuera capaz de humillarme como mi natural exigía?
Entonces, no obstante, la idea de que me habían jugado una mala pasada, de que mi hembra podía calificarse de pérfida, me había dado cierto consuelo. Llegados a cierto grado de sufrimiento es inevitable, es una anestesia natural, pensar que se padece injustamente: eso devuelve vigor, según nuestros más celosos deseos, a la fascinación de la vida, nos restituye la sensación de nuestro valor frente a las cosas; adula. Lo había probado y habría querido que la injusticia, la ingratitud, hubieran sido aún más atroces. Recuerdo —en aquellas largas jornadas, en aquellas tardes de angustia —una sensación difusa y secreta como una atmósfera o una irradiación: el estupor de que todo ocurriese, de que la mujer fuera justamente la mujer, de que los delirios y congojas' fueran aquéllos, de que los suspiros, las palabras, los hechos, yo mismo, todo ocurriese de veras así.
Y hete aquí que, habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra. Del pisito de Carlotta salía de noche saciado y distraído, y me complacía callejear solo, alejando toda preocupación, disfrutando en libertad de la larga avenida, persiguiendo vagamente sensaciones y pensamientos de la primera juventud. La sencillez de la noche —oscuridad y farolas— siempre me ha acogido tiernamente, consintiéndome las más absurdas y amadas fantasías, coloreándolas con su contraste y agigantándolas. Hasta el sordo rencor que sentía hacia Carlotta por su ansiosa humildad jugaba allí libremente, liberado de cierto embarazo que la piedad por ella me hacía sentir en su presencia.
Pero ya no era joven. Para apartarme mejor de Carlotta, recordaba y analizaba su cuerpo y sus caricias. Consideraba crudamente que, separada de su marido, y joven aún y sin hijos, debía de parecerle mentira encontrar en mí un desahogo. Pero —pobrecilla— era una amante demasiado simple y quizás su marido la había traicionado por eso.
Recuerdo la noche que volvíamos del cine del brazo, vagando por las calles semioscuras, y Carlotta me dijo:
—Estoy contenta. Es bonito ir al cine contigo.
—¿Nunca ibas con tu marido?
Carlotta sonreía.
—¿Estás celoso?
Me encogí de hombros.
—Total, no cambia nada.
—Estoy cansada —decía Carlotta, apretándose contra mi brazo—, esta inútil cadena que nos ata me arruina la vida a mí y a él, y me obliga a respetar un apellido que no me ha hecho más que daño. Debería de poder divorciarse uno, por lo menos cuando no hay hijos.
—En resumen, ¿tienes escrúpulos?
—¡Oh, cariño! —dijo Carlotta—, ¿por qué no eres siempre tan bueno como esta noche? Imagínate, si pudiera divorciarme.
Aquella noche estaba enternecido por el largo contacto tibio y por el deseo.
No dije nada. Una vez que me hablaba del divorcio, había saltado:
—Hazme el favor, estás mejor que quieres. Haces lo que te peta, y apuesto a que encima te pasa un tanto, si es cierto que él te traicionó.
—Nunca acepté nada —había respondido Carlotta. —Desde ese día, trabajo —y me había mirado. —Y además, ahora, que te tengo a ti, me parecería traicionarte.
Aquella noche del cine le había cerrado la boca con un beso. Luego la había llevado al café de la estación y le había hecho beber dos copas de licor.
En la luz vaporosa de los cristales estábamos sentados en un rincón, como dos enamorados. Tomé también yo varias copas y le dije en voz alta:
—Carlotta, ¿hacemos un hijo esta noche?
Alguien nos miró porque risueña y ruborizada Carlotta me cerró la boca con la mano.
Yo hablaba y hablaba. Carlotta hablaba de la película y decía bobadas, pero bobadas apasionadas, comparándonos con el argumento. Yo bebía, sabiendo que era la única manera de querer a Carlotta.
Fuera, el frío nos reanimó y corrimos a casa. Me quedé con ella toda la noche y al despertarme por la mañana la sentí a mi lado desgreñada y soñolienta, tratando de abrazarme. No la rechacé; pero al levantarme me dolía la cabeza y me irritaba la alegría contenida con que Carlotta me preparó, canturreando, el café. Luego teníamos que salir juntos, pero se acordó de la portera y me mandó a mí primero, no sin abrazarme y besarme detrás de la puerta.
Mi recuerdo más vivo de aquel despertar son las ramas de los árboles de la avenida que se entreveían rígidos y goteantes en la niebla, detrás de los visillos de la estancia. Aquella tibieza y aquella solicitud en el interior y el aire desnudo de la mañana que esperaba, me animaron la sangre; sólo hubiera querido contemplar y fumar, yo solo, fantaseando sobre un despertar muy distinto con otra compañera.
La ternura que Carlotta me arrancaba en estos casos me la reprochaba en cuanto estaba solo. Pasaba instantes furibundos sondeándome el ánimo para liberarme de mi pobre recuerdo de ella y prometerme durezas que mantenía incluso en exceso. Debía estar claro que nos amábamos a falta de otra cosa, por vicio, por cualquier motivo salvo el único con el cual ella quería ilusionarse. Me irritaba el recuerdo de su mirada grave y feliz después del abrazo, que me indignaba verle en la cara, mientras que la única de la cual la habría querido no me la había dado nunca.
—Si me aceptas como soy, bien —le dije una vez—, pero quítate de la cabeza entrar en mi vida.
—¿No me quieres? —balbucía Carlotta.
—El poco amor de que era capaz, lo quemé de joven.
Pero a veces me encolerizaba haber admitido por vergüenza o lujuria que la quería un poco. Carlotta intentaba sonreír.
—¿Somos buenos amigos, al menos?
—Oye —le decía serio—, estos cuentos me repugnan: somos un hombre y una mujer que se aburren, y estamos bien en la cama...
—Oh, eso sí —decía aferrándome el brazo y escondiendo la cara—, me gustas, me gustas. Y no hay más.
Bastaba uno de estos coloquios, donde me parecía haber estado débil, para evitarla semanas enteras y si desde su café me telefoneaba a la oficina, responderle que tenía que hacer. La primera vez Carlotta intentó indignarse. Le hice pasar entonces una noche de angustia, sentado fríamente en el sofá —la pantalla desprendía sobre sus rodillas una luz blanca—, y sentía en la penumbra la congoja contenida de sus miradas. Yo mismo dije al fin entre la intolerable tensión: —Dame las gracias, señora: recordarás esta sesión quizás más que otras muchas.
Carlotta no se movió.
—¿Por qué no me matas, señora? Si te crees que vas a hacerte la mujercita conmigo, pierdes el tiempo. Los caprichos me los gasto yo.
Carlotta jadeaba.
—Ni siquiera el traje de baño te sirve esta noche —le dije.
Carlotta me saltó delante y vi su cabeza negra pasar en la luz blanca como un objeto lanzado. Adelanté las manos. Pero Carlotta se derrumbó a mis pies y lloraba. Le puse dos o tres veces la mano en la cabeza y me levanté.
—Debería llorar también yo, Carlotta. Pero sé que no sirve de nada. Todo eso que tú sientes, lo he sentido. Estuve a punto de matarme y luego me faltó valor. Esa es la burla: quien es tan débil como para pensar en el suicidio es demasiado débil para cometerlo... Ea, tranquila, Carlotta.
—No me trates así... —balbucía.
—No te trato así. Pero ya sabes que me gusta estar solo. Si me dejas irme solo, regreso; si no, no nos volveremos a ver. Oye, ¿querrías que te amase?
Carlotta alzó el rostro desfigurado, bajo mi mano.
—Pues entonces deja de amarme. No hay otro modo. No hay cazador sin liebre.
Escenas de este tipo sacudían demasiado a fondo a Carlotta, para que pensase en dejarme. Y además, ¿no denotaban una fundamental semejanza de temples? Carlotta era simple en el fondo —demasiado simple— y no podía advertirlo con clara visión, pero con toda seguridad lo notaba. Intentó —infeliz— atarme con bromas, y decía a veces: «Así es la vida» y «Pobre de mí».
Yo creo que si me hubiera rechazado resueltamente entonces, algo habría yo sufrido. Pero Carlotta no podía rechazarme. Si yo faltaba dos noches seguidas la encontraba con los ojos hundidos. Y si a veces me entraba ternura o compasión y me paraba en su café y le pedía que saliera, se levantaba ruborizándose y confundiéndose, incluso más guapa.
Mi rencor no se dirigía a ella; se dirigía a toda limitación y toda servidumbre que nuestra intimidad intentara crearme. Como no la amaba, su mínimo derecho sobre mí me parecía monstruoso. Había días en los que tutearla me daba asco, me abatía. ¿Quién era para mí esa mujer, para llevarme del brazo?
En compensación, me parecía renacer ciertas medias jornadas, ciertas horas que, despachado el trabajo, podía echar a andar bajo el fresco sol por las calles luminosas, libre de ella, de todo, saciado el cuerpo y aplacado el viejo dolor de antaño: tenso para ver, para olfatear, para sentir como cuando era joven. Que Carlotta sufriera de amor por mí aliviaba y debilitaba mis penas pasadas, me las alejaba un poco, como un mundo risible, y lejos de ella me encontraba intacto y más experto. Era la esponja que me limpiaba, pensaba a menudo de ella.
Ciertas noches que hablaba y hablaba, y absorto en el juego volvía a ser un chiquillo, olvidaba mi rencor.
—Carlotta —decía—, ¿cómo se vive enamorado? Hace tanto tiempo que no lo estoy... Creo, en resumidas cuentas, que es bonito. Si va bien se goza, si va mal se espera. Me han dicho que se vive al día. ¿Cómo se está, Carlotta?
Carlotta meneaba la cabeza sonriente.
—Y, además, se tienen pensamientos muy bonitos, Carlotta. Aquel a quien amamos, y que no quiere saber nada, nunca será tan feliz como nosotros. A menos que —sonreía— se vaya a la cama con cualquier otra y se lo pase en grande.
Carlotta fruncía las cejas.
—Gran cosa el amor —concluía yo.— Y nadie se le escapa.
Carlotta me servía de público. Esas noches hablaba de mí. Es el hablar más hermoso.
—Está el amor y está la traición. El amor, para gozarlo de veras, es preciso que sea también una traición. Y esto no lo entienden los muchachos. Vosotras las mujeres lo sabéis más pronto. ¿Tú traicionaste a tu marido?
Carlotta esbozaba una sonrisa tenue, enrojeciendo.
—Nosotros, los chicos, éramos más estúpidos. Nos enamorábamos escrupulosamente de una actriz o de una compañera y le ofrecíamos nuestros mejores pensamientos. Sólo que olvidábamos decírselo. Que yo sepa, ninguna chica a nuestra edad ignoraba que el amor es un problema de astucia. Parece imposible, los chicos van a las casas de tolerancia y sacan la conclusión de que las mujeres de fuera son distintas. ¿Tú qué hacías a los dieciséis años, Carlotta?
Pero Carlotta tenía otra idea. Me decía con los ojos, antes de responder, que yo era cosa suya, y yo odiaba la dureza de aquella solicitud que irradiaba su mirada.
—¿Qué hacías a los dieciséis años? —repetía mirando al suelo.
—Nada —respondía grave. Yo sabía lo que pensaba.
Después me pedía perdón, se llamaba tonta, reconocía no tener derecho, pero aquel relámpago había bastado. —Eres estúpida, ¿sabes? Por lo que a mí toca, tu marido podía volver a buscarte—. Y me marchaba aliviado.
Al día siguiente recibía en la oficina un tímido telefonazo y respondía secamente. Por la noche nos veíamos.
Carlotta se divertía cuando le hablaba de mi sobrina la colegiala y meneaba la cabeza incrédula cuando le decía que más bien habría querido encerrar en el colegio a mi madre, y vivir con la niña. Nos imaginaba como dos seres aparte que fingen ser tío y sobrina, pero en realidad tienen todo un mundo de secretos y rabietas que los contenta y los absorbe. Me preguntaba huraña si no sería mi hija.
—Claro, y me nació cuando tenía dieciséis años. Y se empeñó en ser rubia para hacerme rabiar. ¿Cómo se hace para nacer rubios? Para mí los rubios son animales como los monos o los leones. Me parecería estar siempre al sol.
Carlotta decía: —Yo era rubia de pequeña.
—Pues yo, en cambio, era calvo.
En los últimos tiempos experimentaba por el pasado de Carlotta una aburrida curiosidad que me permitía olvidar una y otra vez cuanto me hubiese contado antes. La recorría como se recorre un periódico. Jugaba a confundirla con salidas raras, le hacía preguntas crueles y contestaba yo. En realidad sólo me escuchaba a mí mismo.
Pero Carlotta me había comprendido. —Cuéntame —decía ciertas noches, apretándome el brazo. Sabía que hacerme hablar de mí era el único modo de que me mostrara amistoso.
—¿No te he dicho nunca, Carlotta —le dije una noche—, que un hombre se mató por mí? —Me miró entre risueña y estupefacta.
—No tiene mucha gracia —continué—. Nos matamos juntos, pero él la palmó. Cosas de juventud. —Qué raro, pensaba entonces, nunca se lo conté a nadie: y le toca justamente a Carlotta—. Un amigo mío, un rubito guapo. El sí que parecía un león. Las chicas no hacéis ese tipo de amistades. A esa edad ya sois demasiado celosas. Nosotros íbamos al colegio juntos, pero nos veíamos siempre por las tardes. Decíamos porquerías, como ocurre entre chicos, pero estábamos enamorados de una señora. Debe de estar aún viva. Fue nuestro primer amor, Carlotta. Nos pasábamos la tarde charlando de amor y de muerte. Ningún enamorado ha estado jamás tan seguro de ser comprendido por su amigo corno nosotros dos. Jean, se llamaba Jean tenía una tristeza jactanciosa que me hacía avergonzar. El solo creaba toda la melancolía de aquellas tardes en que paseábamos entre la niebla. Nunca hubiéramos creído que se pudiese sufrir tanto...
—¿También tú estabas enamorado?
—Sufría por estar menos melancólico que Jean. Finalmente descubrí que podíamos matarnos y se lo dije. Jean entró despacio en la idea, él, que de ordinario era todo fantasía. Teníamos una sola pistola. Fuimos a la colina a probarla, no fuera a explotar. Fue Jean quien disparó. Siempre había sido temerario, y creo que si él hubiera dejado de amar a la enamorada, hubiera dejado también yo. Después de la prueba —estábamos en un sendero desnudo, en invierno, a media ladera— pensaba yo aún en la violencia del tiro, cuando Jean se apoyó el cañón en la boca y dijo: «Hay quienes hacen...» y salió el tiro y lo mató.
Carlotta me miró aterrada.
—Yo no supe qué hacer y escapé.
Esa noche Carlotta me dijo:
—¿Y tú querías de veras a aquella mujer?
—¿A aquella mujer? Amaba a Jean, ya te lo he dicho.
—¿Y querías matarte también tú?
—Ciertamente. Y hubiera sido una tontería. Pero no hacerlo fue una gran cobardía. A veces tengo remordimientos.
Carlotta recordó a menudo aquel relato y me hablaba de Jean como si lo hubiese conocido. Se lo hacía describir y me preguntaba cómo era yo en aquel tiempo. Me preguntó si había conservado la pistola.
—No te mates, oye. ¿Nunca has pensado en matarte? —y al decir esto me escrutaba.
—Todas las veces que uno está enamorado lo piensa.
Carlotta ni siquiera sonreía.
—¿Lo piensas aún?
—Pienso en Jean, a veces.
Carlotta me daba mucha pena al mediodía cuando al volver de mi oficina pasaba por delante de las cristaleras de su café y me escondía para no verme obligado a entrar y hacerle unas carantoñas Al mediodía no volvía a casa y me gustaba demasiado estar solo en una trattoriaesa horita, entornando los ojos y fumando. Carlotta, sentada en su taburete, desprendía maquinalmente tickets y hacía gestos con la cabeza y sonreía y se amoscaba y algún parroquiano bromeaba con ella.
Estaba allí desde las siete de la mañana y se quedaba hasta las cuatro de la tarde. Iba vestida de celeste. Le pagaban cuatrocientas ochenta liras al mes. Carlotta estaba contenta de despachar todo de una sola vez, y almorzaba un tazón de leche, sin dejar su puesto. Habría sido un trabajo fácil —me decía— sin los repentinos porrazos de la puerta batida con las idas y venidas. Había veces que los sentía como puñetazos sobre el cerebro desnudo.
Desde esa época, cuando entro en un café no suelto la puerta. Conmigo, Carlotta trataba de describirme las escenitas de los parroquianos, pero no le salía mi modo de hablar, como no le salía agitarme con sus furtivas alusiones a las propuestas que algún vejestorio le hacía.
—Pues adelante —le dije—, sólo que no me lo enseñes. Recíbelo los días impares. Y ojo con las enfermedades.
Carlotta torcía la boca.
Desde hace unos días la consumía un pensamiento.
—¿Otra vez enamorada, Carlotta? —le dije una noche.
Carlotta me miraba como un perro apaleado. Yo volvía a impacientarme. Aquellas ojeadas brillantes, de noche, en la penumbra del cuartito, aquellos apretones de mano, me daban rabia. Con Carlotta temía siempre ligarme. Y odiaba incluso que ella lo pensase.
Volví a estar taciturno y grosero. Pero Carlotta ya no acogía mis arrebatos con la excitación humillada de antes. Me miraba de hito en hito inmóvil, y a veces, con un gesto cariñoso, se sustraía a la caricia que alargaba para apaciguarla.
Eso me gustó todavía menos. Hacerle la corte para tenerla, me repugnaba. Pero la cosa no se produjo de golpe. Decía Carlotta:
—¡Cómo me duele la cabeza...! ¡Aquella puerta! Esta noche nos portaremos bien. Cuéntame.
Cuando advertí que Carlotta iba en serio y se calificaba de desgraciada y exhibía remordimientos, no tuve más arrebatos violentos: simplemente la traicioné. Reviví algunas de las opacas noches de antaño, cuando de regreso de una casa de tolerancia me sentaba en un cafetucho cualquiera a reposar, sin alegría y sin tristeza, atontado. Pensaba que era justo: o se acepta el amor con todos sus riesgos o no queda sino la prostitución.
Pensaba que por parte de Carlotta había unos celos fingidos y me importaba un bledo. Carlotta sufría. Pero era demasiado simple para sacar provecho de su pena. Al contrario, como le ocurre a quien sufre de veras, se ponía fea. Lo lamentaba, pero sentía que debía abandonarla.
Carlotta previó el golpe. Una noche que estábamos en cama y yo evitaba instintivamente la conversación, me rechazó de pronto y se acurrucó contra la pared.
—¿Qué tienes? —pregunté irritado.
—Si yo desapareciese mañana —me dijo volviéndose de improviso— ¿te importaría algo?
—No sé —balbucí.
—¿Y si te traicionase?
—La vida es una pura traición.
—¿Y si volviese con mi marido?
Hablaba en serio. Me encogí de hombros.
—Soy una infeliz —prosiguió Carlotta.— Y no soy capaz de traicionarte. He visto a mi marido.
—¿Cómo?
—Ha venido al café.
—Pero ¿no se había largado a América?
—No sé —dijo Carlotta.—. Lo he visto en el café.
Quizás no quería decírmelo, pero se le escapó que con el marido estaba una señora con abrigo de pieles.
—Entonces ¿no os hablasteis?
Carlotta vaciló. —Regresó al día siguiente. Me habló y me acompañó a casa.
Debo admitir que me sentí a disgusto. Dije bajito:
—¿Aquí?
Carlotta se apretó contra mí con todo su cuerpo.
—Pero yo te quiero —susurró. — No creas que...
—¿Aquí?
—Nada, cariño. Me habló de sus negocios. Sólo con verlo he comprendido cuánto te quiero, y no volveré nunca con él, ni aunque me lo rogase.
—¿Te lo rogó, entonces?
—No, me dijo que si tuviera que casarse otra vez, se casaría conmigo.
—¿Y lo has visto más?
—Volvió por el café con ella...
Fue la última vez que pasé la noche con Carlotta. Sin haberme despedido de su cuerpo, sin añoranzas, dejé de buscarla y de verla en su casa. Permití que me telefonease y me esperase en los cafés, no todas las noches sino de vez en cuando. Carlotta llegaba cada vez y me devoraba con los ojos. A punto de separarnos, le temblaba la voz.
—No lo he vuelto a ver susurró una noche.
—Haces mal —le respondí—, deberías tratar de recuperarlo.
Me irritaba que Carlotta hubiera añorado a su marido —como sin duda había hecho—, y me irritaba que hubiese esperado atarme a sí con aquel tema. Y aquel amor blanco no valía ni los remordimientos de Carlotta ni mi riesgo.
Una tarde le dije por teléfono que pasaría por su casa. Vino a abrirme incrédula y ansiosa. Miré a mi alrededor en el vestíbulo con cierta aprensión. Carlotta iba vestida de terciopelo. Recuerdo que estaba acatarrada y no paraba de apretar el pañuelo y de llevárselo a la nariz enrojecida.
Vi en seguida que había comprendido. Estuvo dócil y taciturna y respondía a mis frases con pobres ojeadas. Me dejó decir lo que quise mirándome furtivamente por encima del pañuelo. Después se levantó y vino hacia mí y apoyó su cuerpo sobre mi rostro y tuve que abrazarla.
—¿No vienes a la cama? —dijo bajito con la voz de costumbre.
Fui a la cama, y todo el tiempo me desagradó el rostro húmedo e inflamado por el catarro. A medianoche salté de la cama y empecé a vestirme. Carlotta encendió la luz y me miró un instante. Luego apagó y me dijo:
—Márchate de una vez. —Cortado y tropezando, me fui. Temía, en los días siguientes, un telefonazo, pero nada me perturbó. Trabajé en paz semanas y semanas y una noche me entró de nuevo el deseo de Carlotta, pero la vergüenza me ayudó a vencerme. Y sin embargo, sabía que si llamaba a aquella puerta habría llevado la felicidad. Esta certeza la había tenido siempre.
No cedí, pero al mediodía siguiente pasé por delante de su café. En la caja había una rubia. Debía de haber cambiado de horario. Pero tampoco la vi por la tarde. Pensé que estaba enferma o que su marido la había recobrado. Esta idea me desagradó.
Pero me temblaron las piernas cuando la portera del paseo, mirándome con dos ojillos duros y muy mala gracia, me dijo que la habían encontrado un mes antes, muerta en la cama, con el gas abierto.
Esas mañanas me escapo, si puedo, un poco antes de la oficina y bajo a las calles mezclándome con el gentío, y no me da corte mirar fijamente a cualquiera que pase, del mismo modo que, imagino, algún transeúnte me mira a mí, porque de verdad en esos momentos experimento una sensación de jactancia que me convierte en otro hombre.
Estoy convencido de que jamás recibiré de la vida nada valioso, salvo quizás la revelación de cómo podría conseguir provocar a voluntad esos instantes. Un modo de prolongarlos que a veces me ha salido es sentarme en algún café reciente, claro y acristalado, y desde allí captar el estruendo de la calle con sus idas y venidas, el relampagueo de los colores y las voces, y la calma interior que regula toda la agitación.
Yo he sufrido en unos cuantos años desilusiones y remordimientos agudísimos, y sin embargo, puedo afirmar que mi aspiración más cordial es sólo esta paz y esta serenidad. No estoy hecho para las tempestades y para la lucha: y aunque ciertas mañanas bajo muy vibrante a recorrer las calles, y mi paso semeja un desafío, repito que no pido a la vida nada sino que se deje mirar.
Y sin embargo, hasta este humilde placer me deja a veces la amargura propia de un vicio. No fue ayer cuando me di cuenta de que para vivir es necesaria una astucia, más que con los otros, consigo mismo. Yo envidio a los que consiguen — son especialmente las mujeres — cometer una mala acción, una iniquidad, o incluso sólo satisfacer un capricho, habiendo preparado tal cadena de circunstancias que su acción resulte, ante su propia conciencia, legítima. Yo no tengo grandes vicios si es que este retirarse de la lucha por desconfianza y buscar una solitaria serenidad no es el mayor de los vicios posibles—, pero tampoco sé usarme astutamente a mí mismo y poseerme, cuando disfruto con lo poco que me está permitido.
Sucede, en suma, que a veces me paro en la calle y miro en torno y me pregunto si tengo derecho a disfrutar con esa jactancia. Eso ocurre especialmente cuando mis salidas son más frecuentes. No es que robe tiempo a mi trabajo; me mantengo decentemente y mantengo en el colegio a una sobrina mía sola en el mundo a quien la vieja, que se llama mi madre, no quiere en casa. Lo que me pregunto es si no seré ridículo en ese paseo del éxtasis: ridículo y desagradable. Porque pienso a veces que en verdad no lo merezco.
O bien, como sucedió la otra mañana, basta con que asista incautamente en un café a alguna escena singular que al principio me engaña con la normalidad de sus personajes, para que vuelva a caer presa de una culpable sensación de soledad y de tantos desolados recuerdos que, cuanto más se alejan, más desvelan en su inmóvil vida significados tortuosos y terribles.
Fueron cinco minutos de bromas entre la joven cajera y un parroquiano de abrigo claro, acompañado por un amigo. El jovenzuelo gritaba que la cajera le debía la vuelta de un billete de cien y asestaba manotazos sobre la caja, pretendiendo registrarle el bolso y los bolsillos.
— Jovencita, ésta no es manera de tratar á los clientes — decía, guiñándole al amigo, cohibido. La cajera reía. El jovenzuelo inventó la historia de un viaje que iban a hacer juntos con aquellas cien liras en el ascensor de un hotel. Entre contenidos estallidos de jovialidad, decidieron que depositarían aquel dinero en un banco —cuando lo tuvieran.
—Adiós, chavala —gritó por fin al salir. —Piensa en mí esta noche.
La cajera, excitada y risueña, dijo al camarero:
—¡Qué tío!
Había observado otras mañanas a esa cajera, y a veces sonreía sin mirarla, en un instante de olvido. Pero mi paz es demasiado frágil, está hecha de nada. Me entró el remordimiento de costumbre.
Todos somos asquerosos en este mundo, pero hay una asquerosidad cordial que sonríe y hace sonreír, y otra solitaria que hace el vacío en torno a sí. Después de todo, la primera no es la más tonta.
Es en mañanas como ésa cuando me sorprende, renovada cada vez, la idea de que lo único realmente culpable que hay en mi vida es la tontería. Quizás otros causen un bonito daño con cálculo, con seguridad en sí mismos, interesándose por la víctima y el juego —y sospecho que una vida así gastada puede dar muchas satisfacciones—; lo que es yo, nunca he hecho sino sufrir por una grande e inepta incertidumbre, y debatirme, si entro en contacto con otros, en una estúpida crueldad. Porque no hay remedio —basta con que me doblegue un instante bajo el remordimiento de mi soledad, y pienso en Carlotta.
Ha muerto hace más de un año, y conozco ya todas las vías que el recuerdo de ella puede recorrer para sorprenderme. Si quiero puedo también reconocer el estado de ánimo inicial que prepara su aparición, y distraerme violentamente. Pero no siempre quiero; y aún ahora ese remordimiento me ofrece rincones oscuros, nuevos puntos, que escruto con la trémula ansia de hace un año. Fui con ella tan tortuosamente veraz que cada uno de esos remotos días me presenta a la memoria no algo fijo, sino el rostro evasivo que tiene para mí la propia realidad de hoy.
No es que Carlotta fuese un misterio. Al contrario, era una de esas mujeres demasiado simples —pobrecitas— que si se olvidan por un momento de ser fieles a sí mismas intentan un subterfugio o una coquetería, resultan irritantes. Pero mientras son simples, nadie las nota. Nunca entendí cómo soportaba ganarse la vida trabajando de cajera. Habría sido una hermana ideal.
En lo que aún no he profundizado del todo es en mis sentimientos, en mi actitud de entonces. ¿Qué decir, por ejemplo, de aquella noche en que Carlotta se había puesto un traje de terciopelo —un traje viejo— para recibirme en su pisito de dos habitaciones y yo le dije que la habría preferido en traje de baño? Era una de las primeras veces que iba a verla y aún no la había ni siquiera besado.
Pues bien, Carlotta me había dedicado una tímida mueca y, retirándose al recibidor, había reaparecido —increíble— con traje de baño. Fue esa noche cuando la abracé y la arrojé sobre el sofá; pero —una vez terminado— le dije que después me gustaba estar solo y salí de allí y durante tres días no di señales de vida y cuando volví la llamaba de usted.
Recomenzó entonces un absurdo cortejo hecho de trémulas confidencias por su parte y de escasas palabras por la mía; de repente, la tuteé, pero Carlotta me rechazó. Entonces le pregunté si se había reconciliado con su marido. Carlotta lloriqueó y me dijo: —Nunca me has tratado como me trata él.
Fue fácil hacerle apoyar la cabeza en mi pecho y acariciarla y decirle que la amaba —¿por qué, solo como estaba, no podía amar a aquella especie de viuda?— Y Carlotta se abandonó, confesándome bajito que me había querido desde el primer instante y que le parecía un hombre extraordinario, pero que ya la había hecho sufrir mucho, en el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, y a ella —no sabía por qué— todos los hombres la trataban de ese modo.
—Una de cal y otra de arena —le sonreí.
Carlotta era pálida, con unos ojos enormes un poco ajados de cansancio, y tenía pálido también el cuerpo. Esa noche me preguntó en las sombras de su cuarto si la había dejado aquella otra vez porque no me gustaba su cuerpo.
Pero tampoco esta vez tuve piedad y en medio de la noche me vestí y no alegué pretextos, dije que tenía que moverme y salir. Carlotta quería salir conmigo.
—No, me gusta estar solo —y la dejé con un beso.
Cuando conocí a Carlotta, salía de una borrasca que a punto estuvo de costarme la vida; y experimentaba una amarga hilaridad al regresar por las calles desiertas huyendo de quien me amaba. Durante mucho tiempo me había tocado a mí pasar noches y días humillado y enfurecido por el capricho de una mujer.
Ahora estoy convencido de que ninguna pasión tiene tanta fuerza como para mudar el natural de quien la padece. Se puede morir de ella, pero las cosas no cambian. Pasada la excitación, uno vuelve a ser hombre honrado o bribón, padre de familia o soltero, según era antes, y sigue su propio camino. O mejor: uno ha visto en la crisis su verdadera naturaleza, y ésta nos horroriza y la normalidad nos asquea, y a lo mejor querríamos estar muertos, tan atroz es el insulto que nos han inflingido, pero no se puede acusar a nadie más que a nosotros. A aquella mujer debo el haberme reducido a esta vida singular que llevo, al día, sin metas, incapaz de estrechar un lazo con el mundo, desaficionado del prójimo — desaficionado de mi madre a quien soporto, y de mi sobrina a quien no amo—: se lo debo todo a ella, pero ¿habría acabado mejor con otra? ¿Con otra, quiero decir, que fuera capaz de humillarme como mi natural exigía?
Entonces, no obstante, la idea de que me habían jugado una mala pasada, de que mi hembra podía calificarse de pérfida, me había dado cierto consuelo. Llegados a cierto grado de sufrimiento es inevitable, es una anestesia natural, pensar que se padece injustamente: eso devuelve vigor, según nuestros más celosos deseos, a la fascinación de la vida, nos restituye la sensación de nuestro valor frente a las cosas; adula. Lo había probado y habría querido que la injusticia, la ingratitud, hubieran sido aún más atroces. Recuerdo —en aquellas largas jornadas, en aquellas tardes de angustia —una sensación difusa y secreta como una atmósfera o una irradiación: el estupor de que todo ocurriese, de que la mujer fuera justamente la mujer, de que los delirios y congojas' fueran aquéllos, de que los suspiros, las palabras, los hechos, yo mismo, todo ocurriese de veras así.
Y hete aquí que, habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra. Del pisito de Carlotta salía de noche saciado y distraído, y me complacía callejear solo, alejando toda preocupación, disfrutando en libertad de la larga avenida, persiguiendo vagamente sensaciones y pensamientos de la primera juventud. La sencillez de la noche —oscuridad y farolas— siempre me ha acogido tiernamente, consintiéndome las más absurdas y amadas fantasías, coloreándolas con su contraste y agigantándolas. Hasta el sordo rencor que sentía hacia Carlotta por su ansiosa humildad jugaba allí libremente, liberado de cierto embarazo que la piedad por ella me hacía sentir en su presencia.
Pero ya no era joven. Para apartarme mejor de Carlotta, recordaba y analizaba su cuerpo y sus caricias. Consideraba crudamente que, separada de su marido, y joven aún y sin hijos, debía de parecerle mentira encontrar en mí un desahogo. Pero —pobrecilla— era una amante demasiado simple y quizás su marido la había traicionado por eso.
Recuerdo la noche que volvíamos del cine del brazo, vagando por las calles semioscuras, y Carlotta me dijo:
—Estoy contenta. Es bonito ir al cine contigo.
—¿Nunca ibas con tu marido?
Carlotta sonreía.
—¿Estás celoso?
Me encogí de hombros.
—Total, no cambia nada.
—Estoy cansada —decía Carlotta, apretándose contra mi brazo—, esta inútil cadena que nos ata me arruina la vida a mí y a él, y me obliga a respetar un apellido que no me ha hecho más que daño. Debería de poder divorciarse uno, por lo menos cuando no hay hijos.
—En resumen, ¿tienes escrúpulos?
—¡Oh, cariño! —dijo Carlotta—, ¿por qué no eres siempre tan bueno como esta noche? Imagínate, si pudiera divorciarme.
Aquella noche estaba enternecido por el largo contacto tibio y por el deseo.
No dije nada. Una vez que me hablaba del divorcio, había saltado:
—Hazme el favor, estás mejor que quieres. Haces lo que te peta, y apuesto a que encima te pasa un tanto, si es cierto que él te traicionó.
—Nunca acepté nada —había respondido Carlotta. —Desde ese día, trabajo —y me había mirado. —Y además, ahora, que te tengo a ti, me parecería traicionarte.
Aquella noche del cine le había cerrado la boca con un beso. Luego la había llevado al café de la estación y le había hecho beber dos copas de licor.
En la luz vaporosa de los cristales estábamos sentados en un rincón, como dos enamorados. Tomé también yo varias copas y le dije en voz alta:
—Carlotta, ¿hacemos un hijo esta noche?
Alguien nos miró porque risueña y ruborizada Carlotta me cerró la boca con la mano.
Yo hablaba y hablaba. Carlotta hablaba de la película y decía bobadas, pero bobadas apasionadas, comparándonos con el argumento. Yo bebía, sabiendo que era la única manera de querer a Carlotta.
Fuera, el frío nos reanimó y corrimos a casa. Me quedé con ella toda la noche y al despertarme por la mañana la sentí a mi lado desgreñada y soñolienta, tratando de abrazarme. No la rechacé; pero al levantarme me dolía la cabeza y me irritaba la alegría contenida con que Carlotta me preparó, canturreando, el café. Luego teníamos que salir juntos, pero se acordó de la portera y me mandó a mí primero, no sin abrazarme y besarme detrás de la puerta.
Mi recuerdo más vivo de aquel despertar son las ramas de los árboles de la avenida que se entreveían rígidos y goteantes en la niebla, detrás de los visillos de la estancia. Aquella tibieza y aquella solicitud en el interior y el aire desnudo de la mañana que esperaba, me animaron la sangre; sólo hubiera querido contemplar y fumar, yo solo, fantaseando sobre un despertar muy distinto con otra compañera.
La ternura que Carlotta me arrancaba en estos casos me la reprochaba en cuanto estaba solo. Pasaba instantes furibundos sondeándome el ánimo para liberarme de mi pobre recuerdo de ella y prometerme durezas que mantenía incluso en exceso. Debía estar claro que nos amábamos a falta de otra cosa, por vicio, por cualquier motivo salvo el único con el cual ella quería ilusionarse. Me irritaba el recuerdo de su mirada grave y feliz después del abrazo, que me indignaba verle en la cara, mientras que la única de la cual la habría querido no me la había dado nunca.
—Si me aceptas como soy, bien —le dije una vez—, pero quítate de la cabeza entrar en mi vida.
—¿No me quieres? —balbucía Carlotta.
—El poco amor de que era capaz, lo quemé de joven.
Pero a veces me encolerizaba haber admitido por vergüenza o lujuria que la quería un poco. Carlotta intentaba sonreír.
—¿Somos buenos amigos, al menos?
—Oye —le decía serio—, estos cuentos me repugnan: somos un hombre y una mujer que se aburren, y estamos bien en la cama...
—Oh, eso sí —decía aferrándome el brazo y escondiendo la cara—, me gustas, me gustas. Y no hay más.
Bastaba uno de estos coloquios, donde me parecía haber estado débil, para evitarla semanas enteras y si desde su café me telefoneaba a la oficina, responderle que tenía que hacer. La primera vez Carlotta intentó indignarse. Le hice pasar entonces una noche de angustia, sentado fríamente en el sofá —la pantalla desprendía sobre sus rodillas una luz blanca—, y sentía en la penumbra la congoja contenida de sus miradas. Yo mismo dije al fin entre la intolerable tensión: —Dame las gracias, señora: recordarás esta sesión quizás más que otras muchas.
Carlotta no se movió.
—¿Por qué no me matas, señora? Si te crees que vas a hacerte la mujercita conmigo, pierdes el tiempo. Los caprichos me los gasto yo.
Carlotta jadeaba.
—Ni siquiera el traje de baño te sirve esta noche —le dije.
Carlotta me saltó delante y vi su cabeza negra pasar en la luz blanca como un objeto lanzado. Adelanté las manos. Pero Carlotta se derrumbó a mis pies y lloraba. Le puse dos o tres veces la mano en la cabeza y me levanté.
—Debería llorar también yo, Carlotta. Pero sé que no sirve de nada. Todo eso que tú sientes, lo he sentido. Estuve a punto de matarme y luego me faltó valor. Esa es la burla: quien es tan débil como para pensar en el suicidio es demasiado débil para cometerlo... Ea, tranquila, Carlotta.
—No me trates así... —balbucía.
—No te trato así. Pero ya sabes que me gusta estar solo. Si me dejas irme solo, regreso; si no, no nos volveremos a ver. Oye, ¿querrías que te amase?
Carlotta alzó el rostro desfigurado, bajo mi mano.
—Pues entonces deja de amarme. No hay otro modo. No hay cazador sin liebre.
Escenas de este tipo sacudían demasiado a fondo a Carlotta, para que pensase en dejarme. Y además, ¿no denotaban una fundamental semejanza de temples? Carlotta era simple en el fondo —demasiado simple— y no podía advertirlo con clara visión, pero con toda seguridad lo notaba. Intentó —infeliz— atarme con bromas, y decía a veces: «Así es la vida» y «Pobre de mí».
Yo creo que si me hubiera rechazado resueltamente entonces, algo habría yo sufrido. Pero Carlotta no podía rechazarme. Si yo faltaba dos noches seguidas la encontraba con los ojos hundidos. Y si a veces me entraba ternura o compasión y me paraba en su café y le pedía que saliera, se levantaba ruborizándose y confundiéndose, incluso más guapa.
Mi rencor no se dirigía a ella; se dirigía a toda limitación y toda servidumbre que nuestra intimidad intentara crearme. Como no la amaba, su mínimo derecho sobre mí me parecía monstruoso. Había días en los que tutearla me daba asco, me abatía. ¿Quién era para mí esa mujer, para llevarme del brazo?
En compensación, me parecía renacer ciertas medias jornadas, ciertas horas que, despachado el trabajo, podía echar a andar bajo el fresco sol por las calles luminosas, libre de ella, de todo, saciado el cuerpo y aplacado el viejo dolor de antaño: tenso para ver, para olfatear, para sentir como cuando era joven. Que Carlotta sufriera de amor por mí aliviaba y debilitaba mis penas pasadas, me las alejaba un poco, como un mundo risible, y lejos de ella me encontraba intacto y más experto. Era la esponja que me limpiaba, pensaba a menudo de ella.
Ciertas noches que hablaba y hablaba, y absorto en el juego volvía a ser un chiquillo, olvidaba mi rencor.
—Carlotta —decía—, ¿cómo se vive enamorado? Hace tanto tiempo que no lo estoy... Creo, en resumidas cuentas, que es bonito. Si va bien se goza, si va mal se espera. Me han dicho que se vive al día. ¿Cómo se está, Carlotta?
Carlotta meneaba la cabeza sonriente.
—Y, además, se tienen pensamientos muy bonitos, Carlotta. Aquel a quien amamos, y que no quiere saber nada, nunca será tan feliz como nosotros. A menos que —sonreía— se vaya a la cama con cualquier otra y se lo pase en grande.
Carlotta fruncía las cejas.
—Gran cosa el amor —concluía yo.— Y nadie se le escapa.
Carlotta me servía de público. Esas noches hablaba de mí. Es el hablar más hermoso.
—Está el amor y está la traición. El amor, para gozarlo de veras, es preciso que sea también una traición. Y esto no lo entienden los muchachos. Vosotras las mujeres lo sabéis más pronto. ¿Tú traicionaste a tu marido?
Carlotta esbozaba una sonrisa tenue, enrojeciendo.
—Nosotros, los chicos, éramos más estúpidos. Nos enamorábamos escrupulosamente de una actriz o de una compañera y le ofrecíamos nuestros mejores pensamientos. Sólo que olvidábamos decírselo. Que yo sepa, ninguna chica a nuestra edad ignoraba que el amor es un problema de astucia. Parece imposible, los chicos van a las casas de tolerancia y sacan la conclusión de que las mujeres de fuera son distintas. ¿Tú qué hacías a los dieciséis años, Carlotta?
Pero Carlotta tenía otra idea. Me decía con los ojos, antes de responder, que yo era cosa suya, y yo odiaba la dureza de aquella solicitud que irradiaba su mirada.
—¿Qué hacías a los dieciséis años? —repetía mirando al suelo.
—Nada —respondía grave. Yo sabía lo que pensaba.
Después me pedía perdón, se llamaba tonta, reconocía no tener derecho, pero aquel relámpago había bastado. —Eres estúpida, ¿sabes? Por lo que a mí toca, tu marido podía volver a buscarte—. Y me marchaba aliviado.
Al día siguiente recibía en la oficina un tímido telefonazo y respondía secamente. Por la noche nos veíamos.
Carlotta se divertía cuando le hablaba de mi sobrina la colegiala y meneaba la cabeza incrédula cuando le decía que más bien habría querido encerrar en el colegio a mi madre, y vivir con la niña. Nos imaginaba como dos seres aparte que fingen ser tío y sobrina, pero en realidad tienen todo un mundo de secretos y rabietas que los contenta y los absorbe. Me preguntaba huraña si no sería mi hija.
—Claro, y me nació cuando tenía dieciséis años. Y se empeñó en ser rubia para hacerme rabiar. ¿Cómo se hace para nacer rubios? Para mí los rubios son animales como los monos o los leones. Me parecería estar siempre al sol.
Carlotta decía: —Yo era rubia de pequeña.
—Pues yo, en cambio, era calvo.
En los últimos tiempos experimentaba por el pasado de Carlotta una aburrida curiosidad que me permitía olvidar una y otra vez cuanto me hubiese contado antes. La recorría como se recorre un periódico. Jugaba a confundirla con salidas raras, le hacía preguntas crueles y contestaba yo. En realidad sólo me escuchaba a mí mismo.
Pero Carlotta me había comprendido. —Cuéntame —decía ciertas noches, apretándome el brazo. Sabía que hacerme hablar de mí era el único modo de que me mostrara amistoso.
—¿No te he dicho nunca, Carlotta —le dije una noche—, que un hombre se mató por mí? —Me miró entre risueña y estupefacta.
—No tiene mucha gracia —continué—. Nos matamos juntos, pero él la palmó. Cosas de juventud. —Qué raro, pensaba entonces, nunca se lo conté a nadie: y le toca justamente a Carlotta—. Un amigo mío, un rubito guapo. El sí que parecía un león. Las chicas no hacéis ese tipo de amistades. A esa edad ya sois demasiado celosas. Nosotros íbamos al colegio juntos, pero nos veíamos siempre por las tardes. Decíamos porquerías, como ocurre entre chicos, pero estábamos enamorados de una señora. Debe de estar aún viva. Fue nuestro primer amor, Carlotta. Nos pasábamos la tarde charlando de amor y de muerte. Ningún enamorado ha estado jamás tan seguro de ser comprendido por su amigo corno nosotros dos. Jean, se llamaba Jean tenía una tristeza jactanciosa que me hacía avergonzar. El solo creaba toda la melancolía de aquellas tardes en que paseábamos entre la niebla. Nunca hubiéramos creído que se pudiese sufrir tanto...
—¿También tú estabas enamorado?
—Sufría por estar menos melancólico que Jean. Finalmente descubrí que podíamos matarnos y se lo dije. Jean entró despacio en la idea, él, que de ordinario era todo fantasía. Teníamos una sola pistola. Fuimos a la colina a probarla, no fuera a explotar. Fue Jean quien disparó. Siempre había sido temerario, y creo que si él hubiera dejado de amar a la enamorada, hubiera dejado también yo. Después de la prueba —estábamos en un sendero desnudo, en invierno, a media ladera— pensaba yo aún en la violencia del tiro, cuando Jean se apoyó el cañón en la boca y dijo: «Hay quienes hacen...» y salió el tiro y lo mató.
Carlotta me miró aterrada.
—Yo no supe qué hacer y escapé.
Esa noche Carlotta me dijo:
—¿Y tú querías de veras a aquella mujer?
—¿A aquella mujer? Amaba a Jean, ya te lo he dicho.
—¿Y querías matarte también tú?
—Ciertamente. Y hubiera sido una tontería. Pero no hacerlo fue una gran cobardía. A veces tengo remordimientos.
Carlotta recordó a menudo aquel relato y me hablaba de Jean como si lo hubiese conocido. Se lo hacía describir y me preguntaba cómo era yo en aquel tiempo. Me preguntó si había conservado la pistola.
—No te mates, oye. ¿Nunca has pensado en matarte? —y al decir esto me escrutaba.
—Todas las veces que uno está enamorado lo piensa.
Carlotta ni siquiera sonreía.
—¿Lo piensas aún?
—Pienso en Jean, a veces.
Carlotta me daba mucha pena al mediodía cuando al volver de mi oficina pasaba por delante de las cristaleras de su café y me escondía para no verme obligado a entrar y hacerle unas carantoñas Al mediodía no volvía a casa y me gustaba demasiado estar solo en una trattoriaesa horita, entornando los ojos y fumando. Carlotta, sentada en su taburete, desprendía maquinalmente tickets y hacía gestos con la cabeza y sonreía y se amoscaba y algún parroquiano bromeaba con ella.
Estaba allí desde las siete de la mañana y se quedaba hasta las cuatro de la tarde. Iba vestida de celeste. Le pagaban cuatrocientas ochenta liras al mes. Carlotta estaba contenta de despachar todo de una sola vez, y almorzaba un tazón de leche, sin dejar su puesto. Habría sido un trabajo fácil —me decía— sin los repentinos porrazos de la puerta batida con las idas y venidas. Había veces que los sentía como puñetazos sobre el cerebro desnudo.
Desde esa época, cuando entro en un café no suelto la puerta. Conmigo, Carlotta trataba de describirme las escenitas de los parroquianos, pero no le salía mi modo de hablar, como no le salía agitarme con sus furtivas alusiones a las propuestas que algún vejestorio le hacía.
—Pues adelante —le dije—, sólo que no me lo enseñes. Recíbelo los días impares. Y ojo con las enfermedades.
Carlotta torcía la boca.
Desde hace unos días la consumía un pensamiento.
—¿Otra vez enamorada, Carlotta? —le dije una noche.
Carlotta me miraba como un perro apaleado. Yo volvía a impacientarme. Aquellas ojeadas brillantes, de noche, en la penumbra del cuartito, aquellos apretones de mano, me daban rabia. Con Carlotta temía siempre ligarme. Y odiaba incluso que ella lo pensase.
Volví a estar taciturno y grosero. Pero Carlotta ya no acogía mis arrebatos con la excitación humillada de antes. Me miraba de hito en hito inmóvil, y a veces, con un gesto cariñoso, se sustraía a la caricia que alargaba para apaciguarla.
Eso me gustó todavía menos. Hacerle la corte para tenerla, me repugnaba. Pero la cosa no se produjo de golpe. Decía Carlotta:
—¡Cómo me duele la cabeza...! ¡Aquella puerta! Esta noche nos portaremos bien. Cuéntame.
Cuando advertí que Carlotta iba en serio y se calificaba de desgraciada y exhibía remordimientos, no tuve más arrebatos violentos: simplemente la traicioné. Reviví algunas de las opacas noches de antaño, cuando de regreso de una casa de tolerancia me sentaba en un cafetucho cualquiera a reposar, sin alegría y sin tristeza, atontado. Pensaba que era justo: o se acepta el amor con todos sus riesgos o no queda sino la prostitución.
Pensaba que por parte de Carlotta había unos celos fingidos y me importaba un bledo. Carlotta sufría. Pero era demasiado simple para sacar provecho de su pena. Al contrario, como le ocurre a quien sufre de veras, se ponía fea. Lo lamentaba, pero sentía que debía abandonarla.
Carlotta previó el golpe. Una noche que estábamos en cama y yo evitaba instintivamente la conversación, me rechazó de pronto y se acurrucó contra la pared.
—¿Qué tienes? —pregunté irritado.
—Si yo desapareciese mañana —me dijo volviéndose de improviso— ¿te importaría algo?
—No sé —balbucí.
—¿Y si te traicionase?
—La vida es una pura traición.
—¿Y si volviese con mi marido?
Hablaba en serio. Me encogí de hombros.
—Soy una infeliz —prosiguió Carlotta.— Y no soy capaz de traicionarte. He visto a mi marido.
—¿Cómo?
—Ha venido al café.
—Pero ¿no se había largado a América?
—No sé —dijo Carlotta.—. Lo he visto en el café.
Quizás no quería decírmelo, pero se le escapó que con el marido estaba una señora con abrigo de pieles.
—Entonces ¿no os hablasteis?
Carlotta vaciló. —Regresó al día siguiente. Me habló y me acompañó a casa.
Debo admitir que me sentí a disgusto. Dije bajito:
—¿Aquí?
Carlotta se apretó contra mí con todo su cuerpo.
—Pero yo te quiero —susurró. — No creas que...
—¿Aquí?
—Nada, cariño. Me habló de sus negocios. Sólo con verlo he comprendido cuánto te quiero, y no volveré nunca con él, ni aunque me lo rogase.
—¿Te lo rogó, entonces?
—No, me dijo que si tuviera que casarse otra vez, se casaría conmigo.
—¿Y lo has visto más?
—Volvió por el café con ella...
Fue la última vez que pasé la noche con Carlotta. Sin haberme despedido de su cuerpo, sin añoranzas, dejé de buscarla y de verla en su casa. Permití que me telefonease y me esperase en los cafés, no todas las noches sino de vez en cuando. Carlotta llegaba cada vez y me devoraba con los ojos. A punto de separarnos, le temblaba la voz.
—No lo he vuelto a ver susurró una noche.
—Haces mal —le respondí—, deberías tratar de recuperarlo.
Me irritaba que Carlotta hubiera añorado a su marido —como sin duda había hecho—, y me irritaba que hubiese esperado atarme a sí con aquel tema. Y aquel amor blanco no valía ni los remordimientos de Carlotta ni mi riesgo.
Una tarde le dije por teléfono que pasaría por su casa. Vino a abrirme incrédula y ansiosa. Miré a mi alrededor en el vestíbulo con cierta aprensión. Carlotta iba vestida de terciopelo. Recuerdo que estaba acatarrada y no paraba de apretar el pañuelo y de llevárselo a la nariz enrojecida.
Vi en seguida que había comprendido. Estuvo dócil y taciturna y respondía a mis frases con pobres ojeadas. Me dejó decir lo que quise mirándome furtivamente por encima del pañuelo. Después se levantó y vino hacia mí y apoyó su cuerpo sobre mi rostro y tuve que abrazarla.
—¿No vienes a la cama? —dijo bajito con la voz de costumbre.
Fui a la cama, y todo el tiempo me desagradó el rostro húmedo e inflamado por el catarro. A medianoche salté de la cama y empecé a vestirme. Carlotta encendió la luz y me miró un instante. Luego apagó y me dijo:
—Márchate de una vez. —Cortado y tropezando, me fui. Temía, en los días siguientes, un telefonazo, pero nada me perturbó. Trabajé en paz semanas y semanas y una noche me entró de nuevo el deseo de Carlotta, pero la vergüenza me ayudó a vencerme. Y sin embargo, sabía que si llamaba a aquella puerta habría llevado la felicidad. Esta certeza la había tenido siempre.
No cedí, pero al mediodía siguiente pasé por delante de su café. En la caja había una rubia. Debía de haber cambiado de horario. Pero tampoco la vi por la tarde. Pensé que estaba enferma o que su marido la había recobrado. Esta idea me desagradó.
Pero me temblaron las piernas cuando la portera del paseo, mirándome con dos ojillos duros y muy mala gracia, me dijo que la habían encontrado un mes antes, muerta en la cama, con el gas abierto.
Cesare Pavese, nacido en Santo Stefano Belbo (Cuneo) el 9 de septiembre de 1908 y fallecido en Turín el 27 de agosto de 1950). Escritor italiano, uno de los más importantes del siglo XX.
Este gran poeta y novelista italiano estudió filología inglesa en la
universidad de Turín y, tras su licenciatura, se dedicó por completo a
traducir a numerosos escritores norteamericanos, como Sherwood Anderson, Gertrude Stein, John Steinbeck y Ernest Hemingway, entre otros, así como a escribir crítica literaria que hoy se considera clásica. Al unirse con Giulio Einaudi y su amigo Leone Ginzburg,
cofundadores de la editorial Einaudi en 1933, fue uno de los cimientos
de esta famosa empresa cultural italiana desde 1937, en la que
permaneció como editor decisivo hasta su muerte y en la que trabajó con
un rigor reconocido hoy por todos (pues Leone murió torturado por los
alemanes en 1944).
Sus primeros escritos fueron publicados aparentemente con el
pseudónimo de Mârlon Zmôrda, un supuesto escritor esloveno, judío y
anarquista, aunque esta hipótesis ha sido discutida en varias ocasiones.
Posteriormente, sus escritos antifascistas, publicados en la revista La Cultura, lo condujeron a la cárcel en 1935, donde inicia sus primeras obras. Durante la II Guerra Mundial
formó parte de la Resistencia antifascista como estudioso y pensador
independiente aunque cercano a la izquierda italiana. Tras la guerra se
incorporó al grupo editor su amiga escritora Natalia Ginzburg,
mujer de su compañero de curso Leone. Durante toda su vida, Pavese
tratará de vencer la soledad interior, que veía como una condena y una
vocación. Se suicidó a los cuarenta y dos años de edad. Su gran amigo el
escritor Davide Lajolo describió, en su libro El vicio absurdo, el malestar existencial que envolvió siempre su vida.
La narrativa de Pavese trata, por lo general, de conflictos de la
vida contemporánea, entre ellos la búsqueda de la propia identidad, como
en La luna y las fogatas (1950). Pavese (que vivía con una
hermana) se suicidó en una habitación de hotel en Turín, después de
haber recibido un premio literario por su libro El bello verano (1949). Su diario se publicó póstumamente, en 1952, bajo el título El oficio de vivir, y concluye con la frase anunciadora de su decisión personal.
En el año 1957, se creó un premio literario con su nombre para honrar su memoria.
Fue importante su obra como escritor, traductor y crítico, que además de la Antología americana que coordinó Elio Vittorini incluyó también la traducción de clásicos de la literatura, desde el Moby Dick de Melville en 1932 a obras de Dos Passos, Faulkner, Defoe, Joyce y Dickens.
Su actividad de crítico, en particular, contribuyó a crear un cierto mito de América,
que repercutió en la narrativa italiana de posguerra. Mientras
trabajaba en el sector editorial (para la editorial Einaudi), Pavese
propuso a la cultura italiana escritos sobre temas diferentes, y
anteriormente raramente abordados, como el idealismo y el marxismo, así
como temas religiosos, etnológicos y psicológicos nuevos.
Pavese nació en Santo Stefano Belbo, donde su padre, procurador de tribunal en Turín, tenía una delegación. Estos son los lugares y las experiencias infantiles que mitificará el Pavese escritor.
En 1914
muere su padre, lo que le causa un primer trauma. Su madre, de hecho,
compensará la ausencia del marido educando de modo bastante rígido a su
hijo. Pavese cursa estudios secundarios en Turín con Augusto Monti, colaborador de Gobetti, narrador y pedagogo. Es su primer contacto con el mundo de los intelectuales y con personalidades como Leone Ginzburg, éste muy cercano siempre, Tullio Pinelli, Vittorio Foa (estudioso de los problemas políticos y sociales) y Norberto Bobbio.
Pero es en su época universitaria cuando Pavese se interesa por la
literatura norteamericana; en esos años, alterna su trabajo de traductor
con la enseñanza del inglés. Se licencia con una tesis sobre el poeta norteamericano Walt Whitman.
En 1935
es confinado por sus actividades antifascistas (de hecho, sólo había
conservado unas cartas comprometedoras de una activista comunista de la
que se había enamorado); tras este exilio publica un importante libro de
versos que había empezado en 1928: Los poemas de Trabajar cansa (1936) fueron muy innovadores y, junto a sus obras narrativas, atraen todavía a un público muy amplio.
En ese mismo período, empieza la composición de El oficio de vivir,
diario literario y existencial que seguirá escribiendo hasta el final
de su vida. De vuelta de su confinamiento, Pavese descubre que la mujer a
la que amaba se ha casado (lo que le ocasiona un segundo trauma); a
partir de ese momento, Pavese se angustia, temeroso de que lo ya
sucedido se pueda repetir. La angustiosa sensación del fracaso, lo
acompañará hasta la muerte.
En 1938, su relación con la editorial Einaudi se estabiliza. En 1940 termina El bello verano (con el que obtendrá en 1950 el Premio Strega) e inicia Feria de agosto; en 1941, publica De tu tierra.
Llamado a filas, se le dispensa por el asma que padece. Desde el 8 de septiembre de 1943 hasta la liberación de Italia se refugia en primer lugar en casa de su hermana, y luego en un colegio de Somascos en Casale Monferrato, sin contacto con los acontecimientos que sacuden Italia, mientras muchos de sus amigos entran en la Resistencia. Narra estas experiencias en La casa en la colina (que escribe entre 1947 y 1948).
En esta obra se pone de manifiesto el conflicto entre su elección y la
de sus amigos, muchos de los cuales murieron. Al terminar la guerra, sin embargo, quizá para compensar su anterior elección, Pavese entra en el Partido Comunista Italiano por sugerencia de una amiga.
El desengaño amoroso que sufre tras la ruptura de su relación sentimental con la actriz norteamericana Constance Dowling - a la que dedica sus últimos versos Vendrá la muerte y tendrá tus ojos - y su malestar existencial lo llevan al suicidio el 26 de agosto de 1950, en Turín.
Pavese surge como poeta en 1936, con Trabajar cansa (Lavorare stanca). La recopilación se reedita en 1943, añadiendo treinta y un poemas y suprimiendo seis. En pleno periodo hermético
Pavese toma el camino de la poesía narrativa (ritmos narrativos, tono
coloquial, ciudad...). La experiencia narrativa produce un verso
alargado y de amplia cadencia (decasílabo alargado a trece sílabas).
En su ensayo El oficio de poeta Pavese sostiene la necesidad
de que las palabras se adhieran a las cosas y rehuye la musicalidad por
sí misma. Estos primeros cánones poéticos serán posteriormente
modificados para evitar que la poesía narrativa se convierta en un
boceto naturalista. Pavese teoriza sobre una poesía que se resuelve en
imágenes. Poesía narrativa y poesía - imagen coexisten en Trabajar cansa,
obra en la que ya encontramos las constantes de Pavese: soledad como
condena existencial, incapacidad de diálogo, añoranza de la mujer, el
campo como mito desde el que se originan las primeras impresiones y la
identidad del individuo, la figura del exiliado que vuelve al lugar de
origen, buscando su propia infancia, persiguiendo la propia identidad.
Pavese une a su capacidad de fabulación una precisa conciencia crítica. La cárcel
constituye su primera obra narrativa válida (cárcel de la soledad). El
protagonista vive la experiencia del confinamiento pero se trata
fundamentalmente de una autobiografía espiritual: la vivencia del
intelectual que trata de romper la soledad, pero vuelve a ser absorbido
por ésta. Más allá de sus implicaciones políticas la novela se
caracteriza por el análisis existencial.
En 1941, publica Tus pueblos (I paesi tuoi)
y llama la atención de la crítica, que lo interpreta como una
manifestación de realismo. En realidad la descripción de un medio rural
primitivo y los temas de la pasión, de la sangre, sin olvidar un
lenguaje que se acerca al dialetto y al lenguaje hablado y la
aparente objetividad naturalista confieren una dimensión mítica y ritual
a la narración, una lectura de la realidad en clave simbólica, con
matices de los estudios antropológicos y de lo sagrado.
Su consagración del mito deriva de la idea según la cual en la
infancia se crean mitos y símbolos que forman una especie de memoria
atávica. Pavese se aleja de cualquier representación realista en el
sentido que tiene, como principio de poética, la necesidad de focalizar
el fondo mítico e irracional propio de cada individuo y que determina su
personalidad y su destino.
En el último decenio, entre 1940 y 1950,
Pavese produce obras heterogéneas en cuanto a temática y estilo. La
reflexión sobre el mito orienta a Pavese en dos direcciones,
aparentemente lejanas, pero que tienen el mismo objetivo.
Por una parte recupera el fondo mítico de su propia personalidad,
distanciándose de la realidad y refugiándose en el intelectualismo (Diálogos con Leucò) por otro lado hacia el neorrealismo, a la observación del ambiente y de los hombres (El compañero, 1946).
La misma coexistencia de intereses diversos la podemos encontrar en 1949 en La luna y la fogata y en Entre mujeres solas.
Los dos motivos se integran, en el sentido de que ponen a fuego al
hombre, alienado en el contexto urbano, buscando sus propias raíces
míticas. La narrativa de Pavese no se distingue por la complejidad de la
trama, sino que se identifica en breves capítulos potencialmente
evocadores.
Los dos textos que nos lo muestran son La casa en la colina y La luna y la fogata. La casa en la colina se publicó a la vez que La cárcel. El título del volumen era Antes de que el gallo cante
(haciendo mención al episodio evangélico en el que Cristo anuncia a
Pedro que antes de que el gallo cante él lo negará tres veces) lo que
aclara la proximidad de ambas novelas: el protagonista de La cárcel es esclavo de la soledad hasta el punto de que la ama.
Corrado, protagonista de La casa en la colina, mientras sus
amigos participan en la lucha partisana, se refugia en su propia soledad
hasta que llega a la certeza de que su aislamiento ha sido una
traición. Pavese profundiza además del tema mítico, el social y de
clase. La soledad se convierte en estado de ánimo, condición existencial
y social.
También La luna y las fogatas es una novela-balance,
atemporal, en la que Pavese introduce sus propios temas y principios
teóricos. El retorno a la infancia y el recorrido obligado para
conocerse y tener conciencia del propio destino. La novedad de la novela
está en el hecho de que la peregrinación a los lugares míticos de la
infancia concluyen constatando dolorosamente que todo se ha perdido: han
desaparecido las personas y los lugares han cambiado; la muerte es
connatural al hombre.
Correspondencia, documento fundamental para conocer su
actividad y sus relaciones humanas. Se ha escrito sobre él que Pavese
logra plasmar un mundo creativo a través del cual alcanza una
realización personal que le había sido negada en los otros planos de la
existencia. Poesía. Lavorare stanca, 1936, Trabajar cansa; edición corregida, 1943. La terra e la morte, poesía. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos 1951. Narrativa. Il carcere, 1938-39. Notte di fiesta, 1936-38, cuentos. Paesi tuoi, 1941, De tu tierra. La spiaggia, 1942, La playa. Feria d'agosto, 1944. Fuoco grande, 1946. Il compagno, 'El camarada 1947. La casa in collina 1948, La casa en la colina. Tra donne sole, 1949, Entre mujeres solas. El bello verano, 1949. La luna e i falò, 1950, La luna y las fogatas. Diálogos con Leucò, 1947. El diablo sobre las colinas. Ensayos y otros textos. La letteratura americana e altri saggi (Einaudi, 1951, con un prólogo de Italo Calvino), La literatura americana y otros ensayos. Il mestiere di vivere (1935-1950), El oficio de vivir, diarios publicados en 1952. Correspondencia. Bibliografía. Eugenio Castelli: El mundo mítico de Cesare Pavese, Pleamar, 1972. Davide Lajolo: Il "vizio assurdo". Storia di Cesare Pavese, 1960. VV.AA.: Pavese, J. Álvarez, 1969. Natalia Ginzburg: Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2004. Lorenzo Mondo: Aquel antiguo muchacho. Vida de Cesare Pavese, Sol de Ícaro, 2011.
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto: El cuento del día.Foto:Internet