sábado, 28 de junio de 2014

El cuento negrísimo


Rubem  Fonseca

El enano              


Poco importa que diga cómo fue que un empleado bancario desempleado como yo conoció a una mujer como Paula, pero voy a contarlo. Me atropello con su carrazo y me llevó al Miguel Couto y me dijo en el camino, la culpa fue mía, estaba hablando en el teléfono celular y me distraje, mi marido odia que maneje. Al llegar al hospital le dije a todo el mundo que la culpa era mía. Ella suspiró aliviada y dijo muy bajo, muchas gracias. Me operaron la pierna, le pusieron un montón de tornillos y me dejaron en una camilla en el pasillo, pues el hospital estaba lleno y no había lugar en los cuartos.

Al día siguiente por la mañana ella vino a visitarme. Me preguntó si había pasado la noche en el pasillo, aquello era un absurdo, dijo que me iba a llevar a un hospital privado. Le expliqué que estaba bien, no necesitaba preocuparse. Yo quería que se fuera pronto, me habían puesto una bata que si me daba vuelta en la cama, digo, camilla, mi culo quedaba de fuera. Me dejó una caja de chocolates que yo le di a la chica que me cuidaba, Sabrina, creo que era sirvienta pero le gustaba fingir que era enfermera.

Unos días después la mujer volvió con otra caja de chocolates. Ni siquiera pudo decir nada pues Sabrina apareció y le preguntó, cómo pudo entrar usted hasta aquí y ella dijo que tenía permiso del director y que se sentía responsable por mí pues me había atropellado, que yo tendría que usar muletas y que ellas iba a traérmelas. No es necesario, dijo Sabrina, ya tiene y retírese por favor pues es la hora de la revisión. La mujer me preguntó si yo quería que se fuera y le dije que sí y se fue y Sabrina me cogió la pierna y siempre que Sabrina me cogía la pierna se me paraba, ahora que la pierna me dolía menos. La caja de chocolates de esa frívola ociosa la tiras a la basura, ¿eh?

Ese mismo día por la tarde Sabrina apareció y me dijo que era un tipo con suerte o bien era amigo del alcalde pues iba a ser trasladado a un cuarto. Cuando Sabrina llegaba mi corazón latía apresurado y cada día me parecía más atractiva y se me paraba cuando ella me tocaba, pero todas las noches soñaba con la mujer que me había atropellado, sus cabellos negros largos finos y el cuerpo blanco como una hoja de papel. Y ese mismo día Sabrina me dio un recorte del periódico con el retrato de la mujer, mira, aquí está tu ricachona asesina. Fue ahí donde me enteré que se llamaba Paula. Es seguro, idiota, que no sabías su nombre, no te lo iba a dar por miedo a que pidieras una indemnización, lo que más les gusta a los ricos es el dinero, mejor te da chocolatitos que cuestan una miseria para que no hagas nada contra ella, rompe pronto esa foto.

Escondí la foto y seguí soñando con Paula y quedándome con el palo tieso cada vez que Sabrina me agarraba la pierna y mirando la foto de Paula cuando Sabrina no estaba cerca. Cuando me dieron de alta Sabrina me preguntó si quería que me llevara a casa y le dije que no era necesario, que me iría solo. Insistió y yo fui duro, no es necesario, y ella se quedó desilusionada y yo me puse triste, Sabrina había cuidado de mí, me había enseñado a andar con muletas y yo la trataba de aquella manera.

Subir las escaleras de mi casa en Catumbi fue muy difícil, sufrí endemoniadamente. Por la tarde golpearon en la puerta y una mujer vestida de blanco entró y dijo que era fisioterapeuta del Miguel Couto y que la habían mandado para que se ocupara de mí. ¿Fue Sabrina quien la mandó? Sí, sí, y la mujer movió mi pierna para allá y para acá y dijo cómo eran los ejercicios que yo tenía que hacer y que regresaba mañana.

Después de quince días de fisioterapia Sabrina apareció en mi casa con un casete de Tim Maia de regalo. Le conté que una fisioterapeuta del hospital venía un día sí y un día no para darme masaje en la pierna. Permaneció callada un tiempo y luego dijo, ¿fisioterapeuta?, el hospital no mandó ninguna fisioterapeuta, si no tenemos dinero para comprar gasas, ¿crees que íbamos a tenerlo para mandar fisioterapeutas a domicilio?, el medio está lleno de charlatanes, yo misma te haré la fisioterapia y empezó a mover mi pierna y vio cómo se me paraba y dijo ¿qué es eso?, agárrala y veras le dije, la agarró, siempre te ponías así cuando te agarraba la pierna, ¿crees que no me daba cuenta?, no te muevas que me voy a subir encima de ti, quédate quietecito, y se me subió encima y se la metió dentro y estuvimos cogiendo, fue algo grande.

Sabrina volvió al día siguiente, un poco antes que la fisioterapeuta. Cuando la mujer apareció Sabrina le preguntó, ¿a usted la envió el hospital? Si señora, el hospital me envió. Sabrina apretó los dientes y se quedó viendo a la mujer que hacía los ejercicios conmigo hasta que ya no aguantó y dijo, puedes incluso ser fisioterapeuta, pero no del Miguel Couto, YO SOY del Miguel Couto y conozco a todos los fisioterapeutas del hospital, ¿quién te mandó aquí? No puedo decirlo. Vamos, es mejor que lo digas. Un alma caritativa, respondió la mujer bajando la mirada. Nadie hace caridad a un cajero desempleado, carajo, gritó Sabrina, fue aquella riquilla apestosa que cree que el dinero lo compra todo, ve y dile que Zé no acepta limosnas, ¿no es así, mi amor? La mujer vestida de blanco se defendió, me pagaron por adelantado y tengo que terminar mi trabajo, todavía faltan... Se acabó, se acabó y no vuelves a entrar aquí, ¿verdad, mi amor?, haz lo que quieras con el dinero que te dio aquella puta pero aquí no vuelves a entrar, anda Zé, dile que no que aquí no volverá a entrar. Intenté manipular la situación, dije, mira Sabrina. Que no entra más aquí, carajo, si ella entra yo no vuelvo a poner un pie en esta casa. La fisioterapeuta cogió su maleta y salió enojada y un poco asustada y Sabrina se subió encima de mí y cogimos.

No fue porque Sabrina tenía los cabellos oxigenados que empezó a gustarme menos, quiero decir, me gustaba coger con ella, nosotros los empleados de banco somos muy calientes, vivimos con la verga dura, debe ser porque agarramos dinero todo el día, por lo menos eso era lo que ocurría conmigo, me daban ganas de cogerme a cualquier mujer que se acercara a la caja, quiero decir, a las bonitas, pero no necesitaban ser muy bonitas y a veces quería cogerme hasta a las feas, me quedaba perturbado y me equivocaba en el cambio y todo eso me lo descontaban a fin de mes, el banco no perdonaba, y tantas hice que me corrieron y hasta fue bueno pues creí que al dejar de agarrar tanto dinero aquella calentura loca terminaría y podría vivir en paz. Pero me atropellaron al día siguiente de que fui despedido y empezaron a ocurrir todas estas cosas, Sabrina, Paula, el enano.

Cuando Sabrina se iba yo me acostaba y soñaba con Paula. Para no olvidar cómo era veía su retrato todo el tiempo. Mi pierna fue sanando y ya podía subirme encima de Sabrina y podía rodar en la cama y podía salir a la calle y la primera cosa que hice fue enmicar el retrato de Paula pues el papel del periódico se estaba deshaciendo. Cuando doña Alcira, la dueña del departamento que vivía en la planta baja, me dijo que ya estaba pagada la renta pensé que había sido Sabrina, fue entonces cuando me fastidié. Habíamos acabado de coger, yo aún estaba encima de ella cuando le dije gracias por la renta pero te pagaré todo no me gusta deberle nada a nadie y menos a la mujer de la que estoy enamorado. Sabrina me empujo con fuerza, se quitó de abajo de mí, me golpeo en la pierna, la que tenía los clavos de metal y gritó fue aquella puta, tú estabas con ella el viernes que vine aquí y habías desaparecido, estabas cogiendo con aquella vaca, si te vuelves a encontrar con ella te voy a cortar la verga cuando estés dormido, como aquella americana lo hizo con su marido, y voy a meter tu verga en el molino para carne, no va a haber un médico en el mundo que te haga el reimplante. Juré que no había visto a Pa... a aquella mujer. Hijo de puta, ibas a decir su nombre, y Sabrina volvió a golpearme la pierna de los clavos de metal. Intenté bromear, ¿si pasas mi verga por el molino para carne te lo comerás después como hamburguesa? Más golpes en la pierna con clavos.

No se puede vivir con una mujer así. Siempre que cogíamos, las veces en que cogíamos el día entero y me aventaba dos o tres sin sacársela, no estoy presumiendo, fue el maldito tiempo que me pasé contando dinero en el banco, en esas ocasiones, cuando acabábamos de coger, Sabrina me preguntaba ¿cómo fue con las otras?, ¿la misma locura? Y yo, que no soy tonto, decía, no, no, sólo contigo. ¿Me lo juras? Sí, que se muera mi madre si alguna vez cogí así con otra mujer. Tu madre ya está muerta, hijo de puta. Juro que quiero ver a mi madre viva si no fuera verdad que sólo cojo así contigo. Esto nos daba risa, nos carcajeábamos, es bueno reír entre una cogida y otra, pero Sabrina no se reía nunca, sólo le gustaba coger. Si ella hubiera agarrado tanto dinero nuevo y viejo durante tanto tiempo no sé qué habría ocurrido con ella. Sabrina era obstinada, seguro recuerdas su nombre completo, infeliz, anda, confiésalo, uno de estos días voy a buscar a la Paula esa para ajustar cuentas. Más juramentos míos, más golpes en la pierna con clavos.

A quien Sabrina realmente buscó fue a doña Alzira. Mi casera dijo que el dinero había llegado por correo, una hoja mecanografiada en la que estaba escrito, para paga la renta. Con letra de computadora, dijo Sabrina, la desgraciada tiene una computadora.

Sabrina no salía de mi casa. Trajo una maleta con cosas, ropa, discos de Tim Maia. Empecé a sentir rabia hacia ella, rabia hacia Tim Maia, pero aun así cogíamos, cogíamos, maldito banco, malditos billetes nuevecitos recién salidos de la Casa de Moneda. Yo sabía a qué hora llegaba Sabrina y antes de que llegara agarraba el retrato de Paula y me hacía dos puñetas para que no se me parara en la cama y que ella se decepcionara de mí y me dejara en paz. Pero Sabrina sabía cómo hacer para que se me parara y allá íbamos, era una locura. Y tenía que tomar vitaminas que Sabrina me empujaba por el gaznate, y sopas de avena, polvo de guaraná y un brebaje de yerbas que ella me preparaba en la cocina.

Si Sabrina supiera que algunas veces cuando salía de la casa el carro que me atropelló estaba parado en la esquina y mi corazón latía tan fuerte que hacía sonar las medallitas que cargo en un cordón y que me dio mi madre poco antes de morir, hijo mío nunca separes de tu pecho estas medallitas de Nuestra Señora, y yo veía el carro de vidrios oscuros sabiendo, porque yo lo sabía, que Paula estaba ahí dentro con aquellas maneras finas de ella, y las medallitas hacían plimplim y yo no quitaba los ojos del carro plimplimplim y el carro se iba y yo me sentaba en la orilla de la banqueta con ganas de llorar porque extrañaba a Paula. Si Sabrina lo supiera mi verga iría directo al molino de carne.

Un día tenía que ocurrir. Tocaron en la puerta. Abrí, era Paula. Nos quedamos mirando uno al otro, ella estaba aun más blanca, incluso con la peluca rubia, y yo debía estar de su color, y sus maneras eran finas aunque su voz era firme, ¿hay aquí alguna cosa por la que sientas un cariño especial?

Puse una silla encima de la mesa y saqué su retrato del agujero que había en el forro del techo, Sabrina nunca dudaría de aquel escondrijo, menos aún después de que le dije que había visto un ratón que entraba en aquel agujero. Vámonos, dijo Paula. Cuando abrimos la puerta para salir Sabrina estaba llegando y al verme con Paula pareció que se desmayaba. Paula la miró como quien ve a la muchacha que empaca verduras en el supermercado y caminó en dirección a la escalera llevándome del brazo. Sabrina salió de su estupor y vino tras nosotros. ¿Te vas? Sí, sé feliz. Ella se tiró al piso y agarró mi pierna, la de los clavos, por favor, perdóname, no me abandones, te amo. Cada paso que daba arrastraba a Sabrina por el suelo y ella aullaba como un animal y en medio de los aullidos y gemidos suplicaba, déjelo conmigo, usted es rica y puede conseguir al hombre que quiera, él es todo lo que tengo en el mundo, por el amor de Dios, haré lo que usted quiera, seré su esclava por el resto de mi vida, déjelo conmigo, y cuando llegamos a la parte alta de la escalera sacudí la pierna y me solté y Sabrina rodó escaleras abajo, quedó tirada junto a la puerta de la calle. Intenté reanimarla pero ni siquiera respiraba. Paula le tomó el pulso, dijo la pobrecita está muerta y mejor nos vamos porque no hay nada que podamos hacer.

Subimos al carro y nos fuimos en silencio por las calles, en silencio entramos al túnel, en algún momento yo había deseado la muerte de Sabrina y de Tim Maia pero no era en serio y yo me estaba muriendo de pena por ella. Yo también lo lamento, dijo Paula, pero tú no tuviste la culpa, yo tampoco, no fue culpa de nadie.

Quiero volver, dije, no voy a dejarla muerta ahí. Paula aceptó, está bien, tal vez así sea mejor. El carro se detuvo en la esquina, mañana en la tarde vengo a verte, me esperas, y Paula se fue. Había una multitud en la puerta, curiosos, un policía que informó que ya venía la ambulancia. Doña Alzira me recibió con una granizada de palabras, ah, llegaste, tu amiga se cayó de la escalera, yo estaba viendo la televisión cuando oí el barullo y corrí es decir primero me puse la bata con este calor nadie anda completamente vestido en casa y la puerta de la calle estaba abierta y la chica tirada en el suelo y en eso me di cuenta que estaba muerta, yo sé cuándo una persona está muerta, he visto mucha gente muerta en mi vida, no soy una niña, cuando murió mi hermana se quedó con la cara igual a la de esa chica y el policía quiere hablar contigo. El policía sólo me dijo tendría que ir a la delegación para declarar. Los curiosos se fueron, doña Alzira se fue a ver la telenovela y sólo nos quedamos yo, el policía, la pobre Sabrina cuyo cabello parecía aún más oxigenado, esperando a los peritos y la ambulancia.

En la delegación dije un montón de mentiras, había salido a comprar el periódico deportivo y a mitad del camino me di cuenta que no llevaba dinero y regresé y encontré a mi novia tirada al final de la escalera y doña Alzira me dijo que oyó el barullo y llegó enseguida. No está bien eso que doña Alzira dijo, dijo el detective, ella dijo que fue a ponerse una ropa y perdió algún tiempo en eso, y otra cosa, ¿por qué la muerta dejó abierta la puerta de la casa, la de arriba?, ¿tenía prisa?, ¿salió corriendo?, ¿a dónde iba? Expliqué, probablemente Sabrina, sabiendo que yo no tenía llaves, bajó para abrir la puerta de la calle y resbaló. ¿Y quién abrió la puerta de abajo? Quizá ya estaba abierta. ¿Ustedes pelearon? ¿Nosotros? Nunca, ella era una santa, puede preguntarle a doña Alzira si alguna vez peleamos, me iba a casar con ella, era una santa, se hizo cargo de mí cuando me rompí esta pierna que está llena de clavos metálicos, me hizo la fisioterapia todos los días durante no sé cuánto tiempo, era una santa. Mientras no se casan con nosotros todas son unas santas, dijo el detective, y dijo que quería oírme de nuevo otro día que ahora podía irme.

Al día siguiente Paula apareció con la peluca rubia y lentes oscuros, dijo vas a hacerte esos exámenes no confío en el hospital del gobierno y me dio un montón de papeles con solicitudes de exámenes, había examen de heces, de orina, de sangre, examen eléctrico del corazón y de la cabeza, y dijo que el laboratorio ya había recibido instrucciones para realizar los exámenes, que no me preocupara por el dinero y que ella volvería en quince días.

Quince días después volvió todavía con la peluca y los anteojos pero se quitó pronto la peluca y me dijo que los exámenes habían resultado muy buenos y se quitó los anteojos oscuros y agarró mi pierna y preguntó si me dolía y se me paró, aquellos billetes todos nuevecitos de la Casa de Moneda. Le dije que lo que me dolía era el corazón, que soñaba todas las noches con ella. Nos quitamos la ropa, su cuerpo era aun más blanco de lo que yo hubiera podido imaginar y sus cabellos más negros y cogimos cogimos cogimos.

Y cogimos cogimos cogimos al día siguiente toda la tarde y todos los días de la semana, toda la tarde, y el viernes me dijo que sólo me vería el lunes y me preguntó si con las otras mujeres yo también era así. Yo no era tonto y le di mi palabra de honor de que no nunca me había ocurrido algo así, era ella quien hacía que aquello ocurriera, ella me gustaba como a un niño le gusta el helado de chocolate y la amaba como una madre ama a un hijo y estaba locamente enamorado de ella y por eso cogía con ella como un tigre coge con una onza. Y nos reíamos en los intervalos y comíamos sandwiches de queso caliente con Coca-Cola y no estaba mintiendo, con las otras mujeres era un simple rebote de los billetes de la Casa de Moneda estallando en mis manos, pero con Paula era pasión, dolía me elevaba me inspiraba sangraba. No podemos contarle esto a nadie, me decía, y esa sería la última cosa que yo haría en el mundo, sabía que estaba casada con el dueño del banco donde yo había trabajado y ella sabía que yo lo sabía pues su nombre completo estaba escrito debajo de la foto del periódico y era más fácil que yo muriera a que lo contara.

Pero yo tenía que desahogarme y se lo conté al enano. Salí un día del fin de semana pensando en ella, muriendo de añoranza pues sábado y domingo no nos veíamos, entonces vi al enano husmeando en el bote de basura de una lonchería y me dijo como disculpándose de zopilotear en la basura, a veces rescato un sandwich casi entero y la vida no está fácil. Respondí, es cierto y le enseñé el recorte enmicado del periódico con el retrato de Paula. Qué mujerón, dijo. Más respeto, enano de mierda. Lo agarré por el brazo y lo sacudí y lo arrojé contra un automóvil que estaba parado y él hizo una cara tan triste que me dio pena y lo invité a tomar un cafecito. Le enseñé de nuevo el retrato, estoy muy enamorado, pienso en ella noche y día, es blanca como un lirio, y el enano oyó muy atento dando pequeños gruñidos como les gusta hacer a los enanos, por lo menos a aquel enano.

Paula inventaba cosas, trajo un enorme hule que coloqué encima del colchón y cada día traía una cosa, aceite de oliva, puré de tomate del que la gente pone encima de la pasta, miel, leche y me pedía que lamiéramos nuestros cuerpos desnudos y cogíamos rodando en la cama completamente untados. Y reíamos en los intervalos y cogíamos un poquito más debajo de la regadera y encima de la mesa, ella sentada en la orilla con las piernas abiertas y yo de pie. Un día trajo una máquina pólaroid para tomar fotos de mi verga y yo sacaba fotos de su coño y de su trasero y de sus pechos y del rostro, que era la parte de su cuerpo que más me excitaba, y luego rompíamos todas las fotos. Todas menos una, de ella desnuda riendo para mí, que no tuve el valor de romper.

Todos los sábados me encontraba con el enano y le pagaba el almuerzo con el dinero de mi indemnización y el enano oía gruñendo que le contaba que estaba muy enamorado, que Paula era la mujer más bonita del mundo, que un día habíamos cogido nueve veces viniéndonos los dos en todas, y que se iba a su casa con dolor de piernas. Las mujeres tienen piernas fuertes, dijo el enano, pero me parece que no creyó lo que le dije. Ese sábado le pagué todo al enano el día entero y en la noche fuimos a cenar y nos emborrachamos y llevé al enano hasta donde vivía, no muy lejos de mi casa, en una barraca a la orilla de la ciudad nueva, cerca del Piranhão, que es la cede del ayuntamiento, así llamada porque había sido barrio de putas. Cuando desperté las fotos de Paula habían desaparecido, la del periódico y la de la pólaroid, me puse como loco y fui al lugar donde nos habíamos emborrachado pero nadie había hallado las fotos y fui a la barraca del enano y no estaba y me pasé el resto del domingo desesperado y toda la noche despierto dándome de topes contra la pared.

El lunes Paula llegó y no se quitó la peluca ni los anteojos oscuros ni dejó la bolsa ni me dio un beso y me dijo un tipo llamado Haroldo me telefoneó hoy por la mañana a mi casa alegando que era tu amigo y que tenía una foto mía, desnuda, y que quería dinero para devolverla, ¿guardaste una de aquellas fotos? Me arrodillé a sus pies y le pedí perdón y besé sus zapatos y le dije fue aquel enano de mierda y le conté todo y le pedí perdón nuevamente y me acordé de Sabrina arrastrándose agarrada a mi pierna con clavos. ¿Y ahora?, ¿qué vamos a hacer?, dijo Paula. Déjamelo a mí, le dije, y Paula se fue salió sin haberse quitado la peluca sin haber dejado la bolsa sin haberse quitado los anteojos oscuros y sin haberme dado un beso rodé por el suelo como un perro rabioso maldiciendo al enano hijo de puta.

Fui a buscar al enano a su casa y cuando me vio trató de correr y le dije, quédate quieto, vine para decirte que el negocio está cerrado y la doña te va a dar la lana que quieres, es más, te va a dar el doble y la mitad será para mí, ¿estamos de acuerdo? ¿Estás encabronado conmigo? ¿Seguro? Eres mi hermano, cabrón, lleva las fotos hoy por la noche a mi casa y la doña te dará la lana. Nos apretamos las manos solemnemente como dos comerciantes y me fui y atravesé la calle Constitución y compre una maleta vieja de cuero y llegué a casa y me tiré a rodar un poco más en el suelo echando espuma por la boca como un epiléptico.

El enano llegó a las ocho de la noche y al verme sólo en la sala me preguntó ¿y la mujer? Señalé la puerta cerrada del cuarto y le dije está adentro y no quiere hablar contigo, dame las fotos para cambiarlas por la lana, y me dio las fotos, la del periódico y la de ella desnuda y linda riendo para mí. Agarré al enano por el pescuezo y lo levanté en el aire y él forcejeó y me hizo tropezar por la sala golpeando en los muebles hasta que caímos al suelo y puse las rodillas en su pecho y apreté mis manos hasta que me dolieron y vi que estaba muerto. Y después apreté de nuevo su pescuezo y coloqué la oreja en su pecho par ver si su corazón latía y apreté otra vez y otra vez y otra vez y me pasé el resto de la noche apretando su pescuezo. Cuando amaneció lo coloqué en la maleta y cerré la maleta y abrí la ventana y aspiré el aire de la mañana con la voracidad con que aspiraba el aire que salía de la boca de Paula cuando cogíamos.

Al día siguiente Paula llegó y le di las fotos, la del periódico también, y dije, descubrió quién eras por la foto del periódico, todo está resuelto, no te preocupes, y ella rompió las dos fotos en pedacitos pequeños y colocó todo dentro de la bolsa y se quedó con la bolsa en la mano y los anteojos en la cara y la peluca en la cabeza y no me dio un beso y me dijo estoy embarazada de mi marido, de mi marido, de mi marido, creo que es mejor que no nos volvamos a ver y vio la maleta y me miró a mí y salió corriendo.

Me quedé solo, sin la mujer a la que amaba locamente, sin Sabrina que estaba enterrada en Caju y sin el único amigo que tenía en el mundo que era el enano muerto dentro de la maleta y la noche cayó y como ya no tenía su retrato para mirarlo me quedé viendo la maleta hasta el amanecer, entonces agarré la maleta y me puse a andar con ella en la sala de un lado a otro.

Texto: Los mejores relatos.Rubem   Fonseca. Editorial Alfaguara. 1998. Foto:internet