Con un inicio enciclopédico, lleno de citas literarias y referencias, Vila-Matas nos introduce al mundo de Montano, este escritor aún joven que, sin embargo, ha decidido no escribir más
Enrique Vila-Matas, autor español de El mal de Montano./revistadeletras.net |
Extraña paradoja que nos muestra las
ínfulas literarias de un personaje que podemos intuir como desengañado e
desilusionado: un individuo tipo del post-post-modernismo. Pero no
llegamos a él directamente, sino siguiendo otro artificio literario: las
palabras de un narrador testigo, el padre de Montano.
Un individuo que no tarda en reconocerse como “enfermo de literatura”.
Una enfermedad que, en un inesperado giro, el protagonista intenta
mostrar que no se trata de una dolencia suya propia sino de un achaque
universal y que, en realidad, ataca al propio virus de la enfermedad. En
otras palabras, que la literatura (la fuente de su obsesión y mal
vivir) está tocada de muerte por culpa de la masificación que ha
padecido y de las constantes intrusiones de personajes indeseables. Y,
por ello, este protagonista enfermo de literatura (víctima de lo que él
bautiza como el mal de Montano),
decide que, de hecho, su misión debe ser la de proteger a la literatura
porque “qué será de nosotros cuando, al fracasar el humanismo del que
ya sólo somos funámbulos desequilibrados de su rota y antigua cuerda,
desaparezca la literatura?”
Una vez establecidas las pautas
conductuales del protagonista, no debe sorprender al lector que produzca
reflexiones del estilo de las siguientes donde se mezcla realidad y
literatura:
“desde siempre me han gustado los jóvenes seriamente peligrosos para la sociedad bienpensante, los que encuentran estúpido el mundo y durante un tiempo quieren dejarlo pronto”, como paradigma de ello los personajes románticos clásicos (Werther), los integrantes de lageneración beat (Dean Moriarty y compañía)… pero normalmente la realidad supera la ficción y la literatura, los ideales, palidecen ante la cruda verdad y este grupo de gente “tarde o temprano acaban moderándose y uniéndose y creando arte”.
O bien, otra muestra de sus reflexiones:
“El tono estúpido poético del taxista melancólico me ha recordado que existe una actividad que podríamos llamar proustiana que consiste en recordar con sensibilidad e inteligencia hechos del pasado.”
Y, cayendo en esta burda actividad,
resulta imposible no recordar el momento de leer el instante mágico de
melancolía proustiana bañada en leche y el temor que tenía de quedar
decepcionado, que la fama fuera mayor que el texto en sí como en tantas
otras ocasiones sucede, pero no fue así. Como una ola expansiva,
devastadora, el viaje al pasado fue creciendo desde las papilas
gustativas del protagonista hasta años atrás. Quizás una de las pocas
gestas literarias que no está sobrevalorada.
Y, de repente, Vila-Matas cambia las reglas del juego.
Empieza el segundo capítulo y el
protagonista nos confiesa que buena parte de los elementos leídos hasta
ese punto son falsos, que su mujer no es directora de cine, por ejemplo,
que no tiene ninguna amiga aviadora y, principalmente, que no tiene
ningún hijo, que no existe el individuo que daba nombre al libro. Nos
plantea la duda metafísica sobre la realidad, sobre qué es real y qué no y, sobre todo, cómo podemos discernir lo uno de lo otro. Si es que se puede.
A nivel literario, Vila-Matas hace aún más: a raíz de la demostración empírica sobre las mentirasque
pueden contener los diarios personales, lista un diccionario de autores
de diarios personales que forjaron la personalidad del protagonista.
Pero, claro, quizás ellos también mentían. Quizás el protagonista nos
está mintiendo de nuevo. Y esta es la gracia. Este es el gran valor de
este giro narrativo de Vila-Matas: a partir de aquí todo es relativo. (Y, tal vez, todo sea posible)
“Unos nombres de autores que, al reforzar con sus vidas mi autobiografía, me ayudarían a componer un retrato más amplio y curiosamente más fiel de mi verdadera personalidad, hecha en parte a base de los diarios íntimos de los demás, que para eso están, para ayudar a convertir a alguien, que por sí solo sería más bien un hombre desarraigado de todo, en un personaje complejo y con cierto tímido amor a la vida.”
Entre ellos, Gombrowicz preguntándose:
“¿Quién era entonces yo? A menudo era simplemente la negación de todo
lo que afirmaba mi interlocutor”. Porque, a veces (a menudo, de hecho),
es mucho más fácil decir lo que no somos –qué no nos gusta– que afirmar
lo que sí somos.
Pero lo que se mantiene intacto es la pasión/obsesión del protagonista por la literatura y su constante defensa y alabanza.
“El tránsito instantáneo hacia otras voces y otros ámbitos es una de las secretas ventajas que tiene la literatura sobre la vida”, nos dice, “porque en la vida ese tránsito nunca es tan sencillo, mientras que en los libros todo es posible y además, muchas veces, de una forma asombrosamente fácil”.
Porque en la vida no podemos
desaparecer, por mucho que lo deseemos en determinadas ocasiones y
tenemos que afrontar cualquier situación hasta el final, cualquier
insoportable conversación hasta la saciedad de nuestro
interlocutor/monologuista.
Otro ejemplo más:
“Me pregunto también por qué debo pedir disculpas por ser tan literario si a fin de cuentas la literatura es lo único que podría llegar a salvar el espíritu en una época tan deplorable como la nuestra.”
O uno de demoledor que combina
literatura y arte: “Apagar la luz y quedarte a oscuras con todos los
personajes de Hopper”. Imagen potente; tristeza extrema, que encauza el
giro decididamente pesimista del protagonista: “a comienzos del siglo
XXI, me encuentro solitario y sin rumbo en una carretera perdida”, se
sincera. Se trata de un personaje perseguido por el pasado, por los
recuerdos, o lo que queda de ellos que se cuestiona el valor del pasado,
de la vida vivida: “sin las ruinas de esos recuerdos, sin la memoria,
sería aún más angustiosa la vida, aunque tal vez sea aún más angustioso
darse cuenta de que cuanto más crece nuestra memoria, más crece nuestra
muerte […] porque el hombre no es más que una máquina de recordar y de
olvidar que camina hacia la muerte.” Quejas existenciales con claras
resonancias heideggerianas.
En conjunto, pues, El mal de Montano es
un brillante ejercicio literario que pide a gritos la presencia de una
enciclopedia literaria cerca (para los nostálgicos) o de una conexión a
internet para poder apreciar la sutileza de todas sus referencias pero
sin estar exento de rabia directa y visceral apta para cualquier
paladar, como la crítica al día del libro: “Van en aumento los
analfabetos e iletrados en este país, pero eso parece ser lo de menos,
cada vez se celebran más días del libro”, reflexiona el protagonista
mostrando como el libro se ha convertido en un elemento puramente
mercantil. Ya no es necesario que aquellos que compran (o les regalan)
libros porSant Jordi los
lean, lo único que importa es que los han adquirido. Es la falsa
libertad del capitalismo contra la que escribían los integrantes de la Escuela de Frankfurt:
la idea que parecemos libres de poder escoger lo que queramos, de
comprar el libro que queramos, el último best-seller escandinavo, la
última biografía de alguna famosa, el último libro de recetas de un chef
reconocido mundialmente… somos libres de escoger qué comprar, pero no
somos libres de no comprar. Esta es nuestra condena.En la cuarta parte del libro, Vila-Matas ofrece
las notas transcritas del supuesto diario del protagonista (El diario
de un hombre engañado) y sigue llenando las páginas de referencias
literarias (Kafka, Gide, Sebald, Pombo, Walser, Mann,Proust, Suskind…)
combinadas con reflexiones cada vez más interesantes. Tal vez porque
cada vez son más viscerales, más dolidas, más llenas de la angustia
existencial. Por ejemplo, ante la invitación a ir a unas extrañas
sesiones de lectura al aire libre a la montaña suiza de Matz (es
inevitable que acuda a la cabeza la misteriosa isla de La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq),
el protagonista se pregunta si merece la pena realizar tan largo viaje
para volver y contar los acontecimientos vividos o si se queda “en casa y
simplemente los imagin[a]”. Es la duda sobre el valor de la realidad
pero también sobre el origen de la creación artística, sobre si nace de
las experiencias del creador o si son fruto de su imaginación. Una duda,
claro está, sin respuesta.
Un libro que anima a, e incluso parece
obligar a, que nuestra razón divague. Que se sumerja en los mundos
paralelos generados por la literatura, en los sueños de la razón de Goya y los delirios quijotescos llevándonos a otras realidades. Motivo más que suficiente para su lectura.