Enero de 1900. El joven estudiante James Joyce, días antes de
cumplir dieciocho años, lee ante la Sociedad Literaria e Histórica del
University College de Dublín su ponencia “Drama y vida”: “¿Vamos a poner
la vida –la vida real– en el escenario? No, dice el coro filisteo, pues
no tendrá atracción. Qué mezcla de vista desbaratada y comercialismo
petulante. (...) ... de la gris monotonía de la existencia puede
extraerse cierta medida de vida dramática. Hasta los más ordinarios, los
más muertos de los vivos, pueden desempeñar un papel en un gran drama.
(...) La gran comedia humana donde cada cual tiene su cuota ofrece un
campo ilimitado al verdadero artista, hoy como ayer y como en tiempos
idos. Las formas de las cosas, como la corteza de la tierra, han
cambiado. (...) Pero las pasiones inmortales, las verdades humanas que
así hallaron expresión entonces, son inmortales, en el ciclo heroico o
en la era científica”. Vemos allí esbozado ya un plan de acción que
desembocaría en Ulises , catedral de la novela moderna, capaz de albergar en un único edificio estilos múltiples y de abrirse, como la Divina comedia , a varios niveles de lectura.
Entre
medio, Joyce experimentó todos los géneros, con libros que tardaron en
hallar editor. Conferencias, reseñas (para un diario proinglés, como
hace el protagonista del cuento “Los muertos”), artículos (en italiano),
reunidos post mórtem en Estudios críticos . Poemas como los de Música de cámara . Los cuentos de Dublineses
, entre los que en 1906 imaginó incluir uno titulado “Ulises”,
inspirado en un judío irlandés cornudo, germen de la novela homónima
iniciada en 1914. La novela Retrato del artista adolescente , donde aparece el otro coprotagonista del Ulises , Stephen Dedalus. La pieza teatral Exiliados , que tematiza la infidelidad a manera de libertad: sexual, intelectual, política.
Llegó
entonces la hora de la novela monumental, con dedicación exclusiva
permitida desde 1915 por diversos mecenazgos. Cobró así vida Leopold
Bloom, el ordinario Ulises moderno transmigrado de Itaca a Irlanda en
clave judía: el judío gobernado por no judíos que habla una lengua no
judía, símil del irlandés que, entonces gobernado por ingleses, habla
inglés. No un antihéroe, sino un no héroe. Hasta defeca en escena, como
cualquier persona ordinaria, real, en el teatro del mundo cotidiano.
Nada más alejado de aquel Ulises que en la Odisea masacra a los
pretendientes de su mujer: éste consiente al amante de la suya. Su
Telémaco en busca de figura paterna, Stephen, no pasa de ser una joven
promesa de las letras locales, profesorucho de escuela vestido con ropa
ajena. No hay heroísmos ni proezas. Hay epopeya de la escritura.
Un día cualquiera como el narrado en Ulises
tiene inexorable cronología, pero carece en sí de plan narrativo:
incluye nimiedades, rutina, desorden, imprevistos, yuxtaposiciones,
baches. ¿Cómo narrar esa amorfa pobreza fáctica sin caótico tedio? Pues
valiéndose de todas las formas habidas de narración, y apoyando esa
construcción multifacética sobre los cimientos estructurales de una
epopeya que, casi tres milenios antes, había sentado las bases de la
novela futura: la Odisea , la vida como viaje. Ese apoyo
estructural fue un recurso compositivo del autor; no es para nada
imprescindible que el lector lo conozca y tenga en cuenta. Una
puntillosa conciencia del homérico catálogo de estilos empleados tampoco
es requisito de lectura, aunque, claro, hay allí un muestrario de
herramientas para escritores, de vastísima influencia posterior.
Aunque desde 1918 aparecieron capítulos en revistas, los primeros ejemplares de Ulises salieron de imprenta el 2 de febrero de 1922, día en que Joyce cumplía cuarenta años. Unos meses después aparecía La tierra baldía
de T. S. Eliot, aplicación del “método mítico” joyceano a la poesía:
fragmentos de vida cotidiana ordinaria que, cargados de citas,
referencias y alusiones, se estructuran vagamente sobre la base de un
mito, en su caso medieval pero de antiquísima raigambre. Eliot debió
agregar notas para sumar páginas hasta alcanzar el mínimo requerido por
un libro. Esas notas contribuyeron a la fama del poema, a desviar del
poema en sí la atención de las lecturas críticas y a desalentar por su
carga a muchos lectores. Algo similar ocurrió con el esquema
estructural-estilístico del Ulises que Joyce entregó a Stuart Gilbert, quien lo reflejó en un estudio publicado en 1930.
Joyce en general, y Ulises
en particular, producen efectos curiosos en los lectores. Nunca fue de
lectura masiva, pero siempre fue una referencia destacadísima en los
diversos ambientes de la casa literaria (escritores, críticos,
investigadores). Filas de lectores potenciales se desalientan de
antemano por la profecía de la dificultad. Muchos se atreven, pese a
todo, pero abandonan a las pocas páginas con el peso de la profecía
autocumplida, quizá en su mayoría en el tercer capítulo, puro monólogo
interior en “asociación libre” salpicada de multilingüismos. Pero entre
quienes superan esos escollos, o simplemente no los ven como tales sino
como estimulantes desafíos, suelen despertarse devociones peculiares.
Entre escritores, por ejemplo, que están en situación privilegiada para
constituirse en “el buen lector” postulado por Nabokov, el que no se
identifica con los personajes sino con el autor (cita esto Ricardo
Piglia en el capítulo final de El último lector , magnífica puerta de entrada al Ulises ).
Pero
también en gente externa a los primeros círculos del eje literario. Por
todo el mundo proliferan grupos que se reúnen a leerlo, a menudo con
alguien que los guía: una especie de yeshivá , donde devotos leen
juntos el Libro asistidos por un maestro. Dentro de esa especie de
religión, hay santidades heroicas, entre las que se destacan las de
quienes afrontaron la epopeya de la traducción.
El protohéroe es
el argentino José Salas Subirat, que entregó la primera traducción
castellana en 1945, cuando la bibliografía de apoyo no sumaba ni la
décima parte de la hoy disponible y, por supuesto, no había Internet
donde encontrar en segundos toda referencia. Pese a entendibles errores y
tropiezos, continuó siendo hasta hoy la mejor entonada y más legible de
este lado del Atlántico. Siguieron dos españolas, la de José María
Valverde en 1976 y la de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas
en 1999, cada una con sus logros pero un tanto ajenas a nuestro oído.
Hoy celebramos otra argentina, la del bahiense Marcelo Zabaloy, con la
colaboración de Edgardo Russo y revisiones de Teresa Arijón, Anne
Gatschet y Eugenio Conchez, coautor de las notas. Cierto nacionalismo
irlandés abogaba, en tiempos en que transcurre Ulises , por
volver a la antigua lengua irlandesa, desplazada en casi todo el país
por el inglés del invasor. Joyce, que emigró en parte por ese acoso
nacionalista, era de la idea de que no podía implantar en su mente una
lengua en la que no había nacido y que ya pocos hablaban. Su declaración
de independencia irlandesa consistió en superar a los ingleses en la
escritura del inglés. Un inglés, claro, invadido de irlandesismos. Por
lo tanto, según desde dónde se mire, no está mal que la traducción tenga
un dejo foráneo. Algo de eso sentirán en la traducción de Zabaloy
quienes desde fuera de la Argentina se encuentren con “pava”, “pampa”,
“toscazo”, “percanta”, “matungo”. Pero nadie con algo de oído dejará de
percibir allí una musicalidad y un tono muy acordes a la empresa. Ya
habrá tiempo y lugar para estudiar con más detalle y hondura su hazaña.
Hoy estamos de fiesta y le erigimos un altar en la catedral.
*P. Ingberg es poeta y traductor. Es autor, entre otros, de Nadie atiende los llamados.