Escritor
crítico y agudo columnista, Óscar Collazos le confesó al docente Darío
Henao que se sentía más vallecaucano que chocoano. Lo hizo en una
conversación, la última que tuvieron, hace quince días, en la que cerró
el ciclo de una amistad de 30 años. “Deseo que mis libros lleguen a los
más jóvenes”, dijo.
Sus orígenes
Óscar Collazos adoraba la música
antillana de la vieja guardia, la que escuchó en la Buenaventura de su
infancia y juventud: la Sonora Matancera, Cortijo y su Combo, Pérez
Prado, los Matamoros y cantantes como Rolando la Serie, Daniel Santos,
Benny Moré y Celia Cruz. Esos aires musicales los alternaba con el
currulao y las primeras grabaciones de Peregoyo y su combo Vacaná. Fue
justamente con los negros del Puerto que aprendió a tirar paso y a
cocinar con la mágica sazón de las gentes del Pacífico.
Hizo
el bachillerato en el Pascual de Andagoya y en su biblioteca cultivó la
pasión por la literatura. Había nacido en Bahía Solano (1942), de
padre caleño y madre chocoana, y desde muy niño lo llevaron a
vivir al puerto de Petronio Álvarez. Fueron años duros, de llevadera
pobreza, recreados en sus primeros cuentos, en su primera novela, ‘Los
días de la paciencia’, y en los relatos de ‘Biografía del desarraigo’.
“Nuestra
casa (en un azoroso barrio de estibadores y pequeños empleados
públicos, rodeada de construcciones de paja, robándole tierra al mar,
resaca, un profundo olor a porquerías arrastradas por la última
marejada) nuestra casa daba al matadero municipal”, se lee en unos de
sus relatos, en donde el testimonio, la poesía y la imaginación se unen
para decir la nostalgia del escritor que porfía en adquirir el lenguaje
de su pueblo.
Justamente ese era el Collazos que más me llegaba. “Eran
los tiempos de los negros en cumbiambas. / Luz de velas prendidas en
las noches. Un horizonte de naufragios / la esperanza en todas partes.
“Si pudiéramos irnos, buscar más horizontes” / Si la vida nos fuera
menos inclemente” (…) tantas cosas junto al mar / Sueños imaginarios/
viajes al fondo del océano/ (…) Nosotros hijos adoptivos de la miseria/
nietos de la esclavitud / sobrinos de la ignorancia/ acudimos a todas
las citas propuestas por una alegría / que siempre resultó un poco corta
/ tal vez apenas alegría”.
Y es que de ese Pacífico
recóndito salió Óscar a poetizar, con la dignidad y entereza aprendida
en esos duros años que forjaron su ser.
De Buenaventura para el mundo
Cuando
los amigos parten de este mundo, nos quedan muchas formas de
comunicación con sus vidas en los meandros de la memoria y en los
recovecos del espíritu.
Regresan por misteriosos motivos
imágenes, palabras y vivencias que siempre nos mantendrán en contacto.
Eso me sucede con Óscar Collazos y nuestra amistad de muchos años y mi
trato como lector juvenil de sus primeros libros en la década de 1970. Cómo
no recordar ‘El verano también moja las espaldas’ (1966) y ‘Son de
máquina’ (1967), dos colecciones de cuentos escritos durante su periplo
caleño y su relación con el TEC y el maestro Enrique Buenaventura, con quien trabajó como asesor de dramaturgia, y quien se convirtió en una clave para su formación de escritor.
En
la última visita que le hicimos con Jaime Galarza y Roberto Burgos
Cantor se confesó más valluno que chocoano. Es que a Cali venía a pasar
vacaciones donde unas tías en el barrio San Antonio para luego
instalarse acá una vez terminado su bachillerato. Fueron años
definitivos para su vocación y la publicación de sus primeros libros.
Luego vendrían Medellín, Bogotá, París, La Habana, Barcelona y Cartagena
ciudades en las cuales vivió y escribió la mayor parte de su obra. En
todas estas estableció diálogo con sus gentes, con intelectuales,
artistas y escritores que le aportaron a la dimensión universal de su
obra.
Sus años en Cartagena
A finales de los años 90 e
inicios del 2000 tuve la fortuna de hospedarme en su apartamento del
barrio Crespo, en Cartagena de Indias. Allí conocí sus rutinas sagradas:
sentarse a escribir día tras día desde muy temprano hasta la 1 de la
tarde cuando se levantaba para almorzar.
De tarde leía o
iba a encontrarse con amigos en la ciudad amurallada, en especial en la
librería Ábaco, donde conoció a Jimena Rojas por ese entonces su
administradora. Se enamoró de esa linda joven bogotana y con ella vivió
la última década de su vida. Ya era un escritor reconocido y vivía de sus libros y de sus columnas de opinión.
Tuvimos,
cómo olvidarlo, memorables conversaciones, sobretodo en dos momentos
del día: durante las caminatas en la playa de Crespo hasta Marbella y
mientras asistíamos a la puesta del sol desde el pequeño balcón de su
apartamento. Difícilmente encuentra uno una persona tan enterada del
caótico mundo que habita. Él era una de ellas. Hablaba con propiedad y
conocimiento profundo de literatura contemporánea, actualidad
internacional y nacional, cine, arte, música. Además, claro, de su
vocación de novelista para enterarse de la vida de la gente.
Sus
reportajes a niños de familias desplazadas en el barrio Nelson Mandela,
‘Los desplazados del futuro’ (2003), son una muestra de su sensibilidad
y preocupación por las realidades sociales del país. Una de esas
historias fue, de hecho, el origen de ‘Rencor’ (2006), un libro estremecedor sobre el fenómeno del desplazamiento forzado a las ciudades. La historia de Keyla Baloyes Rio, de Turbo, Antioquia, la
niña a la quien entrevistara 3 años atrás, vuelve a ser recreada cuando
la reencuentra con 15 años y ha iniciado el camino de la prostitución en
las calles del centro histórico de Cartagena. Ese lado cruel y
miserable de la ciudades colombianas, en medio de la corrupción, la
violencia y el desgobierno que tanto criticó como columnista de opinión,
lo fueron llevando a los temas de sus últimos libros: ‘Señor sombra’ (2009) sobre el fenómeno del paramilitarismo; ‘En la laguna más profunda’ (2011) sobre el alzheimer; y ‘Tierra quemada’ (2013), una
estremecedora alegoría del conflicto armado en Colombia.
La última conversación
Hace
15 días lo visité en el Hospital Cardio-Infantil de Bogotá. Estaba
recluido por una enfermedad incurable: la esclerosis lateral
amiotrófica, conocida como ELA, que afecta progresivamente las células
del sistema nervioso que controlan la actividad motora.
Con
un programa de voz instalado en su iPad hablamos dos horas, no con poca
dificultad por los fuertes accesos de tos que iban y venían. Tanto él
como Jaime, Roberto y yo, sabíamos que esta sería nuestra última
conversación. Al indagarlo sobre sus memorias, que alguna vez
me había dicho empezaría a escribir, respondió que había desistido.
“Tenía que ser sincero y hay gente viva a la que haría daño. Si no son
sinceras, no hay memorias. Por eso no me sentí capaz”, respondió. De
allí se desprendió una charla sobre las biografías. Alabó ‘Señas
particulares’, de Roberto Burgos. Y sobre ‘Vivir para contarla’, de
García Márquez, opinó que las había comenzado a escribir muy tarde. “La
edad ideal para escribirlas es entre los 50 y los 60”.
Terminamos
hablando del destino de los libros. Hizo un comentario jocoso sobre las
librerías de viejo: “los libros son el saldo que seremos”, dijo.
Entonces habló del destino de su biblioteca. “Hoy los hijos no quieren
las bibliotecas de sus padres. Ya no quieren tener tantos libros. Sobre
mi biblioteca quiero que vaya a lugares públicos. Aunque a Jimena y a mi
hija Laia les gusta la lectura, ellas decidirán qué hacer con todos mis
libros. A mí me gustaría que mis libros y los de mi biblioteca los
pudieran leer los jóvenes”, anunció con nostalgia.
Llega la hora
de despedirnos. Dice que le hemos calentado el día. Es un momento de
emoción contenida. Jaime toma la iniciativa de la despedida, a lo caleño
viejo: “Bueno querido Óscar, como decimos en Cali, nos vemos mompita”.