Uno de los fenómenos culturales más
relevantes de los últimos decenios ha sido la recuperación de obras de
arte que robaron los nazis
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Portada del suplemento Culturals del sábado 15 de mayo de 2015./lavanguardia.com |
Desde sus orígenes, el cine se ha mirado en el espejo del arte en busca
de inspiración. Los filmes se han nutrido de las imágenes y sus
trasfondos con desiguales resultados. Cinco son los grandes temas que ha
abordado: la vida del artista como un héroe romántico, la fascinación
por las falsificaciones, los robos como subgénero de acción, el
coleccionismo o la metáfora de la posesión y ahora la restitución como
recuperación de la memoria.
Entre las películas que se ocupan de
las vidas de los artistas destacan tanto las historias como los actores
que las han interpretado. Son caramelos para el lucimiento de los
intérpretes, y cuanto mejor es el actor, mejor acostumbra a ser el
resultado. Destacan tanto la remota Rembrandt (1936), con un magistral Charles Laughton, como El loco del pelo rojo
(1956), con el magnífico duelo interpretativo entre Kirk Douglas y
Anthony Quinn como Van Gogh y Gauguin, respectivamente, pasando por Los amantes de Montparnasse (1958), con Gérard Philippe interpretando a Amedeo Modigliani, o el gran Anatoly Solonitsyn en el papel del maestro del icono Andrei Rublev (1966), hasta la reciente Mr Turner (2015), con un soberbio Timothy Spall. También el arte ha llegado al cine a través de la literatura, como pasa en La Belle Noiseuse (1991), en la que Michel Piccoli se obsesiona por retratar el cuerpo desnudo de Emmanuelle Béart recreando La obra maestra desconocida de Balzac (ilustrada, a su vez, por Picasso en 1921). Sobre robos hay muchas películas -arte y delito se asocian a menudo- y van desde Topkapi (1964) a Trance (2013), pasando por Cómo robar un millón y... (1966), La trampa (1999; recordarán a la bellísima Catherine Zeta-Jones enfundada en cuero), El atraco (2009), El secreto de Thomas Crown (2011) y Headhunters (2011), por sólo citar algunas.
El
viaje de las obras de arte siempre nos ha fascinado porque en él se
condensa la historia y el azar. La literatura lo ha explotado en varias
ocasiones. Mario Praz escribió el soberbio ensayo La casa de la vida,
en el que narra su biografía a través de los muebles y objetos que
coleccionó en su palacio romano. Edmund de Waal nos explica en La liebre con los ojos de ámbar
(Acantilado) el destino de una colección de netsukes en un arco
cronológico que va del siglo XIX hasta hoy, de Viena a Kioto, pasando
por París, en un viaje estimulante entre el pasado y el presente a
través de estas pequeñas figuras japonesas de marfil, testigos inmóviles
del devenir de nuestro tiempo, trama y método literario en flashback que me ha recordado a la película británica La dama de oro de Simon Curtis, aún en nuestras pantallas.
En
1997 visité por primera vez Viena y en el Belvedere admiré el retrato
de Adele Bloch-Bauer que Klimt había pintado noventa años atrás: uno no
puede dejar de mirar el rostro sensual de esta mujer bañada en oro, la
Mona Lisa vienesa, tal como comentaba el guardián de la sala. Hace un
año estuve en Nueva York y me reencontré con este cuadro icónico en la
Neue Gallerie en mi camino al Met. ¿Qué ha pasado en estos diecisiete
años? Este itinerario es el que explica la película La dama de oro,
basada en la historia real del caso más relevante de restitución
artística a un particular de todos los tiempos.
En 1998 Maria
Altmann (Helen Mirren) enterró a su hermana en California y descubrió
entre sus papeles la procedencia del retrato que Klimt había pintado a
su tía, Adele Bloch-Bauer, una de las mujeres más bellas e influyentes
de la Viena de la Secesión. Decidió entonces emprender una batalla legal
para recuperar el cuadro y se valió de los servicios de un joven
abogado Randol Schoenberg (Ryan Reynolds), nieto del célebre compositor
vienés. La dama de oro entrelaza en flashbacks
episodios del pasado -los avatares de la familia Bloch-Bauer- con los
del presente -la batalla legal para recuperar el retrato que les
pertenece-: ellos contra el Estado austriaco, David contra Goliat. El
trasfondo de la película no es sólo el valor que tiene un cuadro -por el
que más tarde Ronald S. Lauder, empresario judío hijo de la fundadora
de la empresa de cosmética Estée Lauder, pagaria 136 millones de dólares
(casi un millón por centímetro cuadrado) para colgarlo en su museo de
la Quinta Avenida-, sino la restitución. En una escena de la película,
la señora Altmann -excelente Helen Mirren- se pregunta qué es la
restitución y responde con una definición de diccionario: "la devolución
a su original propietario de un bien perdido o robado". Durante el
Tercer Reich, cientos de miles de obras de arte fueron sustraídas a los
judíos. En rigor, la cínica maquinaria nazi consistía en financiar el
Holocausto a través de los bienes incautados a los propios judíos. La
primera generación de las víctimas de la shoah priorizó naturalmente el
factor humano y no se ocupó demasiado de la restitución. La caja de
Pandora se abrió con la segunda y ahora ya tercera generaciones, que
buscan en el pasado, a través de las obras de arte, respuestas sobre la
identidad perdida. La barbarie del nazismo no sólo acabó con millones de
personas sino que arrasó buena parte de la cultura centroeuropea. La
sociedad europea actual aún hoy sufre los efectos de la brutal
amputación humana y cultural del nazismo.
El caso de La dama de oro
es paradigmático por la importancia de la obra en sí y por colgar de un
museo público de gran relevancia. Como se sabe, se resolvió a través de
una demanda que sólo un tribunal de California aceptó y gracias a las
pruebas que permitieron conocer la voluntad del original propietario del
cuadro, que no era la propia retratada, como se creía, sino su marido,
Leopold. A través de cartas y de los testamentos de ambos se pudo probar
que la donación que Adele hizo de su retrato al Belvedere no tenía
validez, pues ella no era la propietaria legal del mismo, sino quien lo
pagó a Klimt, su marido Leopold, que lo había dejado en herencia a sus
sobrinas. Un proceso complejo que la película despacha con epidérmico
maniqueísmo: buenos contra malos. Los buenos son Maria Altmann y su
abogado y los malos no son paradójicamente los nazis, sino las
autoridades democráticas vienesas, que se niegan a devolver un cuadro
que es para ellos una cuestión de Estado. Es una pena que esta
simplificación de la trama empañe el filme porque la deja sin matices,
muy a la americana. Quien quiera conocer la verdadera historia, mejor
que vea el documental Adele's wish (2008), de Terrence Turner,
casado con una nieta de Maria Altmann. Posiblemente, la mala gestión de
las autoridades vienesas, que minusvaloraron el empeño y voluntad férrea
de la Sra. Altmann fue la causa de la resolución judicial, que abre un
precedente para otros posibles casos. Sin ir más lejos, las autoridades
alemanas gestionaron pésimamente el asunto Gurlitt, que ya comenté en
estas mismas páginas, que es un caso de restitución a la inversa; es
decir, el descendiente de un marchante que colaboró con los nazis que
atesoraba obras, algunas de las cuales fueron incautadas a los judíos.
La prepotencia alemana acabó con una donación de Cornelius Gurlitt al
Museo de Bellas Artes de Berna y la dimensión mediática del caso acabó
con su longeva y secreta vida. ¿Para cuándo otra película?