Publicamos el prólogo de la edición
conmemorativa con motivo de los diez años de una de las novelas
colombianas más leídas y más traducidas
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El Síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa, es esa gran
novela del destierro en la que muchos de los colombianos se podrán
reflejar”, dice Abad. /elespectador.com |
“El extranjero lleva siempre
una herida dentro. No hablo
de oídas: También he
estado en tierra extraña”.
Calímaco (Siglo III a.C.)
Cada
día es más común, en esta época dura y fascinante que nos tocó en la
lotería del tiempo, que haya más y más personas que no vivan en el mismo
sitio donde nacieron y crecieron, ni donde nacieron y crecieron sus
padres. La nacionalidad, esa respuesta que responde a la pregunta, “¿de
dónde es usted?” o, más aún, “¿qué es usted?” es una sensación que no
tiene que ver con el lugar de nacimiento –un azar que sólo es importante
para los astrólogos-, sino con la memoria de la infancia y de la
juventud. Ser de un sitio es tener los recuerdos acumulados de un clima,
un aire, un paisaje, unos sabores, unos sobreentendidos, un idioma...
Pero así como la lengua que mejor hablamos se nos instala en la cabeza
en los primeros años, y al empezar la adolescencia el módulo cerebral
del lenguaje se sella para siempre (y ya nunca más aprenderemos otro
idioma con la misma fluidez de la lengua materna), así mismo, el sitio
al que sentimos que pertenecemos, y que tiene mucho que ver con el
acento de nuestros padres y de nuestros amigos, es una sensación que
queda establecida, creo que para siempre, al final de la juventud. Puede
haber reemplazos, patrias adoptivas, pero casi nunca es lo mismo: vivir
en otro país, en otra cultura, será muy conveniente, pero es tan
difícil, tan incómodo como vivir en un idioma que no es el que
dominamos, o, mejor dicho, en un idioma que no es el que nos domina. Si
alguien vive en Colombia hasta el final de sus años de formación, por
toda la vida cargará con la dicha o con el estigma de ser colombiano. Y
lo mismo sucede con marroquíes y sudaneses: si queremos que gane el
equipo de fútbol con nuestra bandera, o que pierda (por la pica), es por
esa sensación irracional, pero muy honda, de que somos de allí.
La
facilidad de movimiento -pero también la dificultad de movimiento: lo
arriesgado que es entrar, lo duro o lo imposible que es salir o volver-
ha producido un mundo de desarraigados, desplazados, refugiados,
exiliados... Ese es el mundo de hoy, y el mundo que describe desde
adentro esta gran novela. Una novela que no es sobre París, sino en
París, pero no en la París de Rayuela o de los turistas (no la París del
Louvre, de la Torre Eiffel o de los Campos Elíseos), sino en una París
que es como la de ese hotel que se acaba de incendiar hace poco, donde
se quemaron vivos varios inmigrantes, y el hecho no es casual porque los
sin papeles tienen que vivir hacinados en madrigueras.
Si
somos de un sitio, o eso creemos y eso nos sentimos, cuando vivimos en
otra parte es como si camináramos con zapatos prestados, que nos quedan
muy anchos o muy estrechos, y se nos salen o nos torturan los pies. No
son sólo los zapatos; también el camino: uno en otra parte tiene siempre
la sensación de estar perdido, de que tomó un rumbo equivocado. Y no es
raro que nos quememos dentro de un cuchitril, o que nos tiremos por la
ventana para evitar la llamarada del incendio, o el propio infierno
interior de la conciencia atormentada.
Esta
novela es tan buena, tan dura y tan importante, porque registra desde
adentro esa desolada sensación de orfandad y desarraigo que da el
destierro, sobre todo si es obligatorio, pero incluso el destierro
voluntario. El extranjero se extraña y en ese extrañamiento se vuelve
extraño hasta para sí mismo. Hace lo que no haría en su país, se mete
con quienes no se metería, es mejor y peor de lo que habría sido en caso
de haberse quedado en el sitio de su crecimiento.
Santiago
Gamboa, con uno de los mejores recursos que tenemos los seres humanos
para reflexionar sobre lo que nos pasa, es decir, aterrizando las ideas
mediante historias concretas, mediante la narración de situaciones
insólitas y cotidianas, nos mete de lleno en las sensaciones y las
actuaciones de quienes viven el drama de buscarse la vida en otra parte,
sin un peso, con amigos inciertos, sin un trabajo estable, casi siempre
con múltiples amoríos desesperados que no consiguen reemplazar al
amor.
Sus personajes, dolorosos y tiernos,
siempre en busca de algo que no encuentran, no pueden volver a sus
países ni por la agonía de un padre, ni por la locura de una esposa, ni
por la muerte de un hijo. En París viven medio escondidos, por miedo a
la policía y a la deportación. Pero no pueden volver al lugar de la
nostalgia, porque al pisar su propia tierra los matarían o los meterían
en la cárcel. Los personajes de este libro podrían suicidarse en París
como un acto de libertad, porque en sus propios países hasta el
suicidio está prohibido. Las mujeres llegan de fuera, en esta novela,
como bacteriólogas, y acaban como receptoras de virus y bacterias, en la
prostitución.
O llegan como gallinas
casaderas, hijitas de papi que vienen a hacer en francés un curso
prematrimonial, pero como no quieren arrepentirse después, cuando sean
grandes, de no haber vivido nada, se desbocan con la más increíble furia
uterina; una furia que las salva del tedio y las acerca a cierta poesía
de la vida. Esta especie de emigrantes, sin embargo, son las que mejor
se adaptan, y las que más fácilmente tejen relaciones, porque la
burguesía es una clase internacional idéntica en todas las ciudades del
globo.
En esta novela hay hombres que huyen de la
violencia, que ya no la quieren volver a sufrir ni volver a ejercer,
pero descubren que tal vez esa violencia ya se les metió por dentro
definitivamente, y la llevan como una glándula más, como una ruina más,
según el famoso poema de Kavafis. Viven con una oscura sensación de
culpa, por haber caído tan bajo, pero también con una sed desmedida de
diversiones que nunca acaban de compensar la desolación. A veces llaman,
o reciben cartas de sus parientes lejanos, tan sólo para comprobar que
aquellos que se quedaron en el propio país, tienen también la sensación
de estar incompletos.
El Ulises de Homero, aun
seducido por la bella hechicera Circe, no se siente cómodo en la isla, y
le toca ver el horror de sus amigos convertidos en cerdos. ¿Basta la
encantadora Calipso para sentirse bien en tierra extraña? Es un gran
deleite estar a ratos con ella, pero Ulises en silencio les ruega a los
dioses que lo liberen de esa cárcel de amor. Ulises quiere volver a
Ítaca, y recuperar a Penélope y volver a ver a su hijo y a su perro. El
protagonista de esta novela, a diferencia de Ulises, no quiere volver, o
al menos todavía no. Podría regresar a Bogotá, si quisiera, pero hay un
pundonor que se lo impide: volver por miedo o por comodidad y con las
manos vacías, sería una derrota, un acto de cobardía. Por eso decide
averiguar de qué es capaz, o mejor, como dice él mismo, resuelve recibir
los golpes a ver cuántos aguanta. Después de haberse enamorado sin
éxito de una mujer, no juega su corazón al azar, ni al amor, sino a una
vocación, a la voluntad de escribir. Y no sabemos si en esa selva se
salva, salvo si concluimos que esta novela es el testimonio de su
salvación, hipótesis que no se puede descartar.
Al
fin y al cabo, El Síndrome de Ulises se plantea como novela de
formación del protagonista y en este sentido es una especie de
continuación ideal de otra novela de Gamboa, la Vida Feliz de un joven
llamado Esteban. No se vale contar las novelas que se presentan, pero
puedo decir lo que el narrador principal siente al principio: su corazón
ya no tiene corazonadas, sino que tiene dos certezas: la del abandono y
la del desamor. Y resuelve que esa víscera tiene que ser capaz de
volver a latir sola, sin ayudas.
Como en muchas
grandes novelas, aquí, con un ritmo vertiginoso que no nos permite dejar
de leer, se entretejen varias historias de personajes entrañables de
muchos rincones del mundo. El artificio para cambiar de narrador es la
transcripción de las historias que el protagonista les oye. Al final la
telaraña se va armando con varias tramas: una íntima, una policíaca,
otra sentimental, otra literaria, otra desesperada. La fauna del mundo,
las nacionalidades, las lenguas, las religiones, las culturas, nuestras
miserias pero también nuestros pequeños heroísmos, desfilan por esta
novela dura y triste, alegre y conmovedora.
El
Síndrome de Ulises es esa gran novela del destierro en la que muchos de
los colombianos del exilio, cuatro millones, se podrán reflejar. Y no
sólo los colombianos, pues esta es una novela que, gracias al
conocimiento directo que Santiago Gamboa tiene del mundo entero, se mete
en las culturas de todos los continentes, quizá con la única excepción,
muy elocuente, del mundo norteamericano y anglosajón. Creo que por esta
y las otras virtudes que señalé antes, será una novela muy bien acogida
y muy leída en cualquier parte del mundo.
Por
último quiero señalar un leit-motiv del libro que a mí me fascinó y que,
lo sé por experiencia, es también una de las obsesiones de su autor.
Sin ser musulmán (aunque los musulmanes del norte de África tienen su
buena tajada en este libro) el narrador nos cuenta, desde el principio,
una de sus búsquedas más imperiosas, una de sus carencias más punzantes,
y una de sus felicidades más hondas: el agua. Como en un recurrente
proceso de purificación, el Esteban de este libro va en pos de duchas
públicas, se pone feliz por un trabajo gracias a los baños, se mete en
las bañeras de las amigas, ocupadas o no, y cura sus borracheras y sus
excesos sexuales con repetidas abluciones, como en un largo y rutinario
ritual pagano. Yo no sé qué es lo que toda esa agua significa. No lo
interpreten mal, pero les cuento que cada vez que veo a Santiago, él me
invita a un turco, a un sauna, a una piscina, a un chorro, a un lago, a
un río. De tantas invitaciones, solo una vez, hace ya como diez años, lo
pude acompañar, en los maravillosos baños del Hotel Gaelert de
Budapest. No sé por qué cuento esto. Tal vez porque pienso que estas
lluvias incesantes de Bogotá en abril, son el momento y la circunstancia
más propicios para bautizar esta novela líquida, que es y será el
resumen gracioso, melancólico y trágico de este nuevo mundo que estamos
viviendo: el del desarraigo y la emigración.
Gamboa básico
Santiago
Gamboa (Bogotá, 1965) estudió Literatura en la Universidad Javeriana de
Bogotá y en la Universidad Complutense de Madrid, donde obtuvo el
título de licenciado en Filología Hispánica. Entre 1990 y 1997 vivió en
París, y cursó un doctorado sobre literatura cubana en la Universidad de
la Sorbona. Su primera novela, Páginas de vuelta (1995), fue
considerada por la crítica como el resurgimiento de la novela urbana
colombiana.
También es autor de Perder es cuestión
de método (1997; llevada al cine en 2005 por el director Sergio
Cabrera), Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos (1999), Vida
feliz de un joven llamado Esteban (2000), Los impostores (2001), Octubre
en Pekín (2002), El cerco de Bogotá (2004), El síndrome de Ulises
(2005; finalista del premio Rómulo Gallegos 2007, finalista del premio
Medicis 2007 a la mejor novela extranjera en Francia y premio Casino de
Povoa 2008 en Portugal), Hotel Pekín (2008), Necrópolis (premio La Otra
Orilla, 2009), Plegarias nocturnas (2012), Océanos de arena (2013) y Una
casa en Bogotá (2014).
El año pasado incursionó en el ensayo
con Guerra y paz, una reflexión histórica acerca del conflicto y la
reconciliación. Sus libros han sido traducidos a al menos 16 idiomas.