Cuando todavía
persiste la idea romántica e ingenua de que el escritor es un iluminado,
alguien que de algún modo se sitúa fuera del mundo. La imagen es menos
inocente de lo que parece: está alimentada por decenas de escritores que
cuidan su pequeño espacio y que pretenden convencernos de que lo que
tienen ellos -estrellas de las sobremesas con amigos ferreteros,
psicoanalistas o comerciantes- es algo único, algo que sólo unos pocos
elegidos poseen. Desde luego, nadie puede enseñarle a otro a ser William
Faulkner o Clarice Lispector, así como tampoco es posible -por fortuna-
traducir a una fórmula los hallazgos poéticos de Miles Davis o Francis
Bacon. Las fórmulas existen, para qué negarlo, y son detestables y
pobres. Pero lo que sí es posible defender es el aprendizaje, la
transmisión. En el hemisferio Norte es algo que se ha asumido hace
décadas, aun cuando ello decante en una a veces confusa o excesivamente
programática profesionalización del oficio del escritor. Mucho antes que
eso, la posibilidad de enseñar y aprender nos aleja de la mitificación
mezquina y burda, al margen de ese terreno pantanoso -para algunos una
angustia innecesaria- que son los criterios de evaluación. Hemos
escuchado hasta el cansancio el sofisma de que Borges o Hemingway no
fueron a ningún taller literario. Una realidad sesgada, porque lo cierto
es que sí tuvieron maestros, aun cuando ese vínculo no estuviese
formalizado. Y más cerca en el tiempo, autores extraordinarios como
Raymond Carver o Marcelo Cohen atravesaron algún tipo de tutoría o
acompañamiento en su desarrollo inicial como escritores. El talento
existe, y dolorosamente no es transmisible, pero en demasiados casos no
llega a manifestarse en plenitud por diferentes razones, entre otras la
falta de perspectiva. Habrá que esperar unos años, tal vez, para
comprobar cuáles de las obras rescatables que dé la literatura
latinoamericana del futuro próximo deben algo a la enseñanza más o menos
formal de los diversos y todavía muy jóvenes programas de escritura.
Para
quienes asistimos al Primer Encuentro de Programas de Creación
Literaria y Escritura Creativa de las Américas, que se llevó a cabo en
Bogotá algunas semanas atrás, el hecho de que se celebrase en la capital
de Colombia guardaba absoluta lógica. Bogotá había sido, al margen de
los miles de talleres literarios que superpoblaban el subcontinente
entero, el primer intento serio de construir un aprendizaje estructurado
en Suramérica, acercándolo a la universidad. En ese sentido, el aire
que se respiró en Bogotá durante aquellos días lucía saludablemente
enrarecido, aun para quienes estábamos familiarizados en Buenos Aires
con experiencias como la pionera Casa de Letras -que está por cumplir
una década- o la más reciente maestría creada por la Universidad
Nacional de Tres de Febrero. Más de 500 inscriptos en el Encuentro,
mesas redondas o conversatorios a las ocho de la mañana a veces
atiborrados de gente, pequeñas multitudes que se trasladaban de un
espacio a otro con una avidez que no dejaba de sorprender. Sin embargo
había, al mismo tiempo, una fervorosa familiaridad; era el primer
encuentro de este tipo, pero para la mayoría era un paso previsible,
consecuencia natural de lo que venía ocurriendo, de lo que estudiaban y
proyectaban para sus vidas.
Hay que decir que, con todo, el
encuentro no empezó demasiado bien: el invitado estrella, Mario
Bellatín, brilló por su ausencia. Quién sabe si de verdad para mal,
porque en su reemplazo hubo una mesa en la que se discutieron cuestiones
sin duda bastante más sustanciosas que los habituales fuegos de
artificio del mexicano, y en particular, pudimos disfrutar de la
oratoria brillante de Roberto Burgos Cantor, uno de los escritores
centrales de la Colombia de hoy, además de una de las cabezas
organizativas del evento. Con su tono apocado y sus modos amables,
Burgos defendió con énfasis -más enfático aun desde esa calma que
evidencia convicción- la idea de transmisión y de aprendizaje, situando
con inteligencia esas instancias en su punto de partida, en el escritor
que transita una búsqueda y no en las certezas que lo limitan o acaban
con él. El verbo es, aunque parezca insólito, preciso: se trató de una
defensa -aunque incluyera de algún modo en voz alta el interrogante
esencial respecto de si la escritura puede enseñarse-, ante los embates
de alguna voz crítica demasiado preocupada por decir algo ingenioso y
lucir original, uno de los fastidiosos males de este tipo de encuentros
que ciertos invitados aprovechan a veces para sacar trapitos al sol.
En
la antítesis de esos gestos altisonantes, parte de lo más interesante
del Encuentro fue el contacto con episodios medulares pero modestos, la
confirmación en escenarios bien concretos de que la literatura sí puede
servir para cambiar vidas. En ese sentido, el testimonio de los
integrantes de la red de talleres de escritura Relata, que se extiende
por todo el país, resultó ejemplificador no sólo por la función social
que cumplen esos talleres sino también por sus instancias de
descubrimiento: aquellos a quienes la literatura se les revela, de
improviso, con una fuerza inusitada, y a partir de allí se lanzan a
algún tipo de abismo.
Por supuesto, fundamentalmente se trató de
discutir qué se enseñaba, cómo, a quiénes. Pero también hubo, en los
conversatorios, intercambios valiosos, como el contrapunto entre Liliana
Heker y la colombiana Aleyda Gutiérrez en una mesa que para la
argentina llevaba un título incómodo: "Memoria y reconciliación". Heker
empezó planteando que era imposible, para ella, reconciliar lo que nunca
había sido conciliado; pero luego Gutiérrez, a partir de la particular
experiencia de su país en el que casi todo el mundo tenía familiares y
amigos tanto en la guerrilla como en los grupos paramilitares, habló de
su necesidad de reconciliarse para -lo dijo bellamente, pero a muchos
nos quedó hasta cierto punto atragantado- no vivir "mil años de
soledad".
De lo que dejó el Encuentro, acaso lo más palpable sea
la fundación de una red de escuelas de escritura: Programas de Escritura
de las Américas (P. E. A.), que incluye a miembros de tres
universidades norteamericanas: NYU, Iowa y El Paso (Texas), así como
también escuelas de México, Chile, Bolivia y Cuba, más cuatro entidades
colombianas y por la Argentina, las citadas Untref y Casa de Letras. Los
objetivos de la red apuntan naturalmente al crecimiento y al
intercambio, no sólo de programas, alumnos y docentes sino también de
las literaturas de cada región. A la vez, quedó entre los argentinos el
deseo de que una próxima edición pueda tener lugar en nuestro país. Y
por encima de ello, que podamos vivirlo no como un milagro, sino como
una batalla ganada, un territorio definitivamente ocupado...