Como extensión del segundo mandamiento —“No te harás imagen ni
ninguna semejanza de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra”— los judíos no se autorizan
a creer en los actos de magia. El Talmud afirma que el Mago es
Uno y sólo Él puede realizar milagros de prestidigitación, el no menor
de los cuales fue la creación del mundo. Tal interdicción presenta un
grave problema para el escritor judío. ¿Cómo inventar historias y
personajes sin contravenir la terrible orden autoral? ¿Cómo responder a
la advertencia talmúdica que afirma que, después de la muerte, quien se
haya atrevido a construir una semejanza de algo de carne y hueso tendrá
que darle vida y, al hacerlo, será castigado por terribles demonios.
“Todo lo que no es ley es frivolidad”, reconoce uno de los personajes de Cynthia Ozick (Nueva York, 1928), atrapado entre la implacable prohibición de crear y el irresistible impulso de hacerlo.
Quizás detrás de la orden divina yazga un reconocimiento de la pobreza del lenguaje. “La palabra humana”, confesó Flaubert,
“es como una olla cascada sobre la cual tamborileamos melodías para
hacer bailar a los osos, mientras que lo que deseamos es enternecer a
las estrellas”. Esta ansiedad frustrada, este valiente persistir, esta
maravillosa invención de un Autor celoso que no permite competidores son
las inquietantes nociones sobre las cuales Ozick ha construido casi
toda su ficción. Si bien en sus obras mayores —en novelas como El Mesías de Estocolmo, La galaxia caníbal, El chal—
se exploran estas cuestiones creativas, es en sus cuentos donde Ozick
halla su voz más cáustica y más directa, más trágica y más cómica a la
vez. La diferencia, novela o cuento, la dicta, según la escritora, el
argumento que lo inspira. “Pienso que es una simple cuestión de elegir
un tema, o dejar que el tema se elija a sí mismo, y dejarlo dictar su
extensión”, confesó en una entrevista en la Paris Review. “No
me interesa mi propia voluntad, si de eso se trata. ‘El rabino pagano’,
por ejemplo, es un cuento que escribí hace mucho, y explora un tema muy
vasto: el compromiso estético opuesto al compromiso moral. Incluso un
tema tan profundo puede cernirse a un espacio pequeño”.
‘El rabino pagano’, una de las 19 piezas que integran esta asombrosa
colección publicada por Lumen, es quizás el cuento que mejor expone las
preocupaciones de Ozick y su exquisito estilo, vertido al castellano,
con inteligencia, por Eugenia Vásquez Nacarino. El rabino que
protagoniza esta historia se siente atrapado en las mismas preguntas que
Job lanza a su Dios pero, al contrario de su lejano y sufrido
antepasado, encuentra un cierto consuelo en nociones más antiguas,
anteriores al monoteísmo de Moisés. Preguntándose por qué debemos
recurrir “a la filosofía, a la religión, a todas nuestras fabulaciones”
para encarar nuestra condición humana, el rabino propone la siguiente
respuesta: “La razón es simple, y es nuestra tragedia: llevamos el alma a
cuestas, el alma nos habita, somos su receptáculo, cuando ahondamos en
el interior del alma debemos ahondar en nosotros mismos. Ver el alma,
hacerle frente, en eso consiste la sabiduría divina. Y aun así, ¿cómo
podemos ver el interior de nuestro oscuro ser? El ser de las otras
especies está dispuesto de otro modo. El alma de una planta no reside en
la clorofila, puede vagar a su antojo si lo desea, puede elegir
cualquier forma o molde que le plazca. De ahí que las otras especies,
gracias a que tienen un alma libre y son capaces de contemplarla, pueden
vivir en paz. Ver la propia alma es saberlo todo, saberlo todo es ser dueño de la paz que nuestras filosofías tratan inútilmente de concebir.
En la tierra residen dos categorías: el alma libre y el alma que mora
en el interior. A los seres humanos nos maldijeron con un alma que mora
dentro de nosotros”.
Porque es prisionera, porque necesita expresarse, nuestra alma busca
la palabra, incierta, ineficaz, mentida, pero, al fin y al cabo, nuestra
única herramienta. Ozick, heredera de aquella antigua lengua germánica,
el yidis, hace que varios de sus personajes (en ‘Envidia’, ‘Del
cuaderno de notas de un refugiado’, ‘Usurpación) se pregunten si es
posible continuar usando el idioma de sus antepasados, idioma que, como
ellos, fue víctima de los pogromos y de las cámaras de gas. Ozick,
ciudadana anglófona de Estados Unidos, sugiere que tal vez el nuevo
yidis sea el inglés y se pregunta si el inglés americano no haya
permitido la resurrección del yidis bajo una máscara diferente, dando
nueva vida a una forma de pensar y de sentir el mundo de aquel pueblo
que inició su viaje de expulsado en el jardín del edén y lo prosiguió
hasta la Europa del siglo XX, pasando por la Babilonia de Nabucodonosor,
el Egipto de los faraones, la España de los almohades y de los Reyes
Católicos, la Rusia de los zares. “Cualquiera que mantenga vivo el yidis
está muerto”, dice un personaje en ‘Envidia’. Ozick demuestra, contra
los argumentos de su ficción, que esta afirmación es una mentira.
Dado que, como afirma el Talmud, Dios dio el poder de la
palabra tan sólo a los seres humanos (ni a los otros animales ni a los
ángeles), con el yidis, con el inglés, con cualquiera de las lenguas
heredadas después de Babel y a pesar del segundo mandamiento, los
escritores han intentado, una y otra vez, recrear la vida a través del
lenguaje. Ozick compara la audaz y conmovedora empresa de la literatura a
la de los cabalistas, como aquel rabino de Praga, creador del fatídico golem.
Y dado que estos discípulos del Autor del universo han sido siempre
hombres, Ozick inventa para nuestro siglo una cabalista femenina, la
asombrosa Ruth Puttermesser, cuya biografía cuenta en cinco episodios
que recorren su asombrosa vida. Publicada por primera vez en 1997, muy
bien vertida ahora al castellano por Ernesto Montequín, Los papeles de Puttermesser es una de las mejores novelas de Ozick, es decir, una de las mejores novelas de la literatura norteamericana contemporánea.
Cynthia Ozick. Cuentos reunidos. Traducción de Eugenia Vásquez Nacarino. Lumen. Barcelona, 2015. Los papeles de Puttermesser. Traducción de Ernesto Montequín, Mardulce. Buenos Aires, 2014.