El escritor colombiano, nominado al Independent Foreign Fiction Prize, habló sobre su obra y su última novela
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El escritor Tomás González dice que sus novelas parten de una idea fija
que no se le va. Esta imagen fue tomada en su finca en Cachipay,
población cercana a Bogotá./Marcela Riomalo./eltiempo.com |
La música, el agua, la palabra precisa. Tomás
González es eso en Primero estaba el mar, el libro por el que está
nominado al Premio Independent Foreign Fiction (importante
reconocimiento británico), y también en Niebla al mediodía, su última
novela.
“Y él lo sentía también así, ilusionado que
estaba, pero el nevado se volvió humo, ella misma se volvió nada, se
volvió agua, se volvió lodo, se volvió niebla. Hay que quedarse quieto
para verlo. Te mueves un poco y las cosas se aferran a su ilusión de
sólido”, escribió en su finca en Cachipay (Cundinamarca) desde donde
también le respondió por escrito a EL TIEMPO:
¿Cómo recibe la nominación al premio?
Me alegró. Están nominando a un joven escritor
de 33 años, los que yo tenía cuando terminé el libro, y es como si se
estuvieran produciendo cambios en mi pasado. Recién terminado el libro
pensé, sin demasiada modestia, que iba a ser traducido a muchos idiomas.
Y eso está ocurriendo, pero decenios después de lo que yo esperaba.
¿Qué significa ese libro en su vida?
Lo escribí llevado de la necesidad de entender
la muerte de mi hermano Juan. Con ese libro me di cuenta de que iba a
dedicarme el resto de la vida a escribir.
En los últimos años ha publicado a un
ritmo mucho más acelerado. ¿Cree que la velocidad en la creación
artística puede afectar la calidad de las obras?
Creo que hay que trabajarle al escrito hasta
que quede lo mejor posible, no importa el tiempo que se tome. Lo que
ocurre en mi caso es que ya no tengo que trabajar para ganarme la vida y
puedo dedicarme de tiempo completo a la escritura. Si hubiera tenido
que trabajar para ganarme la vida, La luz difícil me habría tomado
cuatro años, no dos, lo mismo cada uno de los tres libros que siguieron.
¿Qué significó para usted hacer Niebla al mediodía?
La escribí por necesidad, como todos mis
libros. Me divertí escribiéndola, es cierto, pero no lo hice por
diversión sino porque tenía que escribirla.
¿Por qué después de Temporal y El lejano amor de los extraños quiso hacer una novela negra?
Soy muy aficionado a Chandler, Cain y Hammett.
Cada cierto tiempo vuelvo a leerlos. No soy teórico y, aparte de decir
que gozo mucho con su humor y su eficacia en el uso del lenguaje y en la
creación de personajes, no se me ocurre más para decir sobre ellos o
sobre la novela negra. Dudo que mi novela pertenezca estrictamente a ese
género, pues no tengo detective mujeriego, aficionado a comer y beber, y
solo aparecen dos policías, que no vienen persiguiendo asesinos sino
persiguiendo y recibiendo sobornos. Pero tengo muerta, u occisa, eso sí,
y hay asesino. A eso del humor y la economía del lenguaje venía
trabajándole desde Primero estaba el mar y aún antes, llevado
seguramente por mi afición por los escritores de novela negra y otros
escritores, como Rulfo o Hemingway, a quienes también les gusta la
palabra precisa.
La musicalidad es determinante en su
obra. Le confieso que lo leo en voz alta para encontrar el ritmo y
adivinar qué música oía...
También yo leo los textos en voz alta. En voz
baja, mejor dicho, y me han dicho que de lejos se oye como si estuviera
rezando o recitando mantras. En todo caso es un placer oír que las
palabras están quedando bien puestas –bien “colocadas” diría un
personaje de habla fina que tengo en la novela–. Las palabras son entes
muy bellos de por sí, aunque describan “lo aciago, lo crispante, lo
fatal, lo lóbrego”, que dice César Vallejo. En esto de la música, para
mí ha sido importante distinguir entre lo bello y lo bonito, pues
siempre hay la tentación de azucarar el asunto. Yo aspiro a una
musicalidad con algo de azúcar –Celia Cruz me vino a la mente–, pero
nunca demasiada.
Con ‘La luz difícil’ volvió a escuchar vallenatos, ¿cuál fue la música de ‘Niebla’?
Boleros, baladas, tangos y también vallenatos
románticos, es decir, lo mismo que había oído mientras escribía los
cuentos de El lejano amor de los extraños. Oía también música clásica,
jazz, pero durante ese tiempo la música romántica y la de despecho
estuvieron en primera línea.
Se siente como una novela sobre el amor y la muerte. ¿Cuál tema pesó más?
Es una novela de amor y desamor. Viene a ser
continuación de la serie de cuentos de El lejano amor de los extraños,
solo que es más larga y es novela. También tiene por tema la muerte,
como dices, que en ella pesa tanto como el amor. Un desgarrón brutal
como el que sufrió Raúl puede matar y la novela narra ese acercarse de
él al abismo.
¿Es imposible desligar el amor de la muerte?
Parecería que no. Por eso se los menciona
juntos con tanta frecuencia. Debe ser que cuando aparece el amor entre
dos personas hay siempre la posibilidad de que al final se produzcan
heridas como la de Raúl y asome la cariflaca, de capucha negra y armada
de guadaña. También en el lenguaje romántico popular, el amor y la
muerte aparecen muy cerca el uno de la otra: “Me muero por ti”. “Me
matan tus ojos”. “Mátame con tus besos, traicionera”.
¿Qué tipo de amor le interesaba narrar aquí?
Difícil ponerle nombre a ese tipo de amor. Es
un amor malsano, sin sustentabilidad, como dicen los sociólogos y los
economistas, sin futuro. La persona sabe que el otro en realidad no lo
quiere o dejó de quererlo, es consciente de los defectos monumentales de
la otra persona, a ratos detesta a la otra persona, la aborrece,
quisiera asesinarla, y cree que no puede vivir sin ella. “Ni contigo ni
sin ti”. Él mismo no entiende cómo puede estar en esas. Y cuando al
final se produce el abandono, ya tú ves. Tal vez sea pertinente repetir
aquí la respuesta del boxeador Pambelé cuando le preguntaron por su
estado civil. “Encoñado”, dijo.
En la novela los hechos se
reconstruyen a través de múltiples voces y, sin embargo, nunca se sabe
la verdad. ¿Es la realidad siempre tan difícil de captar en la novela?
La verdad es siempre esquiva. Aquí donde vivo
hay unas mariposas de alas transparentes ribeteadas de azul, mariposas
espejo las llaman, que aletean muy rápido, vuelan con movimientos cortos
y bruscos, y no se posan casi nunca, de modo que resulta muy difícil
mirarlas. La verdad se les parece. En mi novela se necesitaron cuatro
personas, una de ellas desde el más allá, para medio tocar la verdad de
lo ocurrido, y también para tocar lo insondable de lo ocurrido. La
verdad exige estabilidad, y la estabilidad de nuestro mundo es siempre
precaria. Por eso vive mucho más cerca de la verdad un músico que un
filósofo o un físico.
Vuelve a estar presente la fuerza del entorno...
Nosotros somos la naturaleza. Es imposible
crear un personaje sin mostrar la forma como su entorno se manifiesta en
él. Y si habláramos de cambio de entorno, tendríamos que narrar la
forma como ese personaje se relaciona con ese nuevo entorno y lo
interioriza para que forme parte de él. Si no lo logra, empieza a sufrir
terriblemente y entonces, o escapa o se muere. A Raúl, el abandono le
trastornó el entorno y, al cambiárselo, lo dejó a la deriva.
¿Y el agua? ¿Le sirve para marcar los ritmos o es un personaje en sí mismo?
El agua es símbolo de la fluidez del mundo.
Fluidez y musicalidad. “El ruido del agua dice lo que pienso”, decía el
taoísta Chuang Tze. Pero es más que eso. El noventa y no sé cuánto por
ciento de nuestro organismo es agua. Estamos hechos de agua, somos agua.
En Niebla al mediodía es un elemento esencial de la narración. Aparece
desde el título y su sonido es permanente a lo largo del relato. Julia
nos habla desde el agua.
El personaje de Julia (poetisa) es egocéntrico. ¿Era un retrato del mundo literario en Colombia?
Mi intención no fue retratar ese mundo. Los
novelistas y cuentistas colombianos que conozco son personas bastante
centradas en ellas mismas, igual que yo, pues eso parece ser propio de
los escritores de todas las latitudes, pero trabajan con sentido crítico
de su propia obra, son exigentes con su propio trabajo y con el de los
demás, y es por eso que en este momento se está produciendo en Colombia
una obra narrativa sin precedentes. Tampoco era mi intención retratar el
mundo de los poetas, pues no lo conozco muy bien.
También hay una burla a la mala poesía. ¿Cómo ve el lugar de la poesía hoy?
En algún momento la poesía perdió a sus
lectores y creo que la culpa la tuvieron los mismos poetas, que
permitieron que se rompiera el vínculo. Cayeron en el facilismo tal vez,
no sé. Empezó a faltar la música. El caso es que uno ya no lee a los
poetas, y la necesidad de poesía la satisface en la prosa de los buenos
narradores. García Márquez, Rulfo, Cortázar son para mí grandes poetas.
También Joyce, Carson McCullers, Marguerite Duras. Los poetas se
pusieron prosaicos y los narradores, poéticos, y ahora la mayor
exigencia que se le hace a un narrador es que tenga poesía. Si no tiene
eso, dicen, nunca va a ser un narrador de primer orden. Yo estoy de
acuerdo.
¿Qué importancia tiene la poesía en su prosa?
Decir lo que es la poesía nunca ha sido fácil.
Cuando se la define por su forma vertical no hay problema. Pero ahora
hablamos de la poesía en la prosa y cada persona podría definirla de
distinta manera. Para mí está en la belleza de las imágenes (así plasmen
el horror) y en la musicalidad del discurso o del flujo de la
expresión. No hablo solo de consonancias, aliteraciones y demás
‘fierros’ de la poesía tradicional –que también son válidos, por
supuesto– sino de que haya armonía en los sonidos, y esa armonía puede
ser seca y cortante, amusical, o también musical en el sentido
tradicional del término. Mejor dicho, todo vale. Lo importante es que el
escritor sea consciente de los sonidos que produce y que el tono de la
novela quede resonando al final, cuando el lector haya leído la última
palabra. Es más fácil decirlo que hacerlo, lo sé demasiado bien, pero
esa ha sido mi ambición.
En Manglares escribió este poema: “La
fama, que ya no logré, ya no la quiero./ Mejor quedarme quieto aquí,
pensé,/ en el centro del jardín,/ (...) Alucinado con moderación, como
los gatos,/ y a cada instante, y siempre/ alejado por completo de mí y
de mi nombre”...
La fama es una sustancia de perfume fuerte,
ligeramente repugnante, muy adictiva. Así la definiría hoy. Otra cosa es
el reconocimiento.