No es el primer detective de la literatura, pero sí es el más universal e influyente. El género policiaco arranca con Auguste Dupin
Arthur Conan Doyle tiene la suya en el 221B de Baker Street también tiene la suya./elpais.com |
Las
célebres placas azules redondas, que señalan las casas en las que vivieron o
pasaron temporadas personajes históricos, desde escritores a políticos, se han
convertido en uno de los signos distintivos de Londres. El Parlamento propuso
su creación hace ahora 150 años y la primera se instaló en 1867 en la casa
natal de Lord Byron, aunque el edificio, en Cavendish Square, fue demolido en
1889. La placa más antigua que sobrevive data de ese mismo año y conmemora la
estancia de Napoleón III en King Street, Saint James. Uno puede pasear por la
capital británica y toparse con las casas en las que vivieron George Orwell,
T.S Elliot, Lawrence de Arabia, Carol Reed o descubrir que Friedrich Engels
residía en el muy exclusivo barrio de Primrose Hill. Naturalmente, el médico
escocés y novelista Arthur Conan Doyle tiene su placa, desde 1973, en el 12 de
Tennison Road. Y el 221B de Baker Street también tiene la suya.
Aunque
no fue instalada por English Heritage –no aparece en su base de datos– sino por
el Ayuntamiento de Westminster en medio de una polémica sobre la ubicación
exacta de la mítica dirección, es difícil distinguir la diferencia (salvo que
uno sea Sherlock Holmes, que tardaría segundos en hacerlo). Lo curioso es que
este reconocimiento vital a un personaje de ficción no produce un gran
desconcierto, ni mucha extrañeza. Al principio puede parecer irónico o una
promoción del museo que alberga ese número, innecesaria por otra parte porque
el último tramo de la calle londinense siempre está lleno de turistas que hacen
cola para fotografiarse disfrazados con una lamentable imitación del gorro del
detective y una sobada pipa de plástico, junto a un Bobby que no engañaría ni a
Lestrade. La razón de la naturalidad con la que se contempla la placa es
sencilla: Sherlock Holmes existe.
No
es el primer detective de la literatura, pero sí es el más universal e
influyente. El género policiaco arranca con Auguste Dupin, que Edgar Allan Poe
creó en 1841 en el relato Los crímenes de la calle Morgue. De hecho en Estudio
en escarlata, la primera novela de Holmes publicada en 1887, aparece citado
Dupin en un nada disimulado homenaje, teñido de ironía. “No me cabe duda de que
usted cree hacerme una lisonja comparándome con Dupin. Pero, en mi opinión, era
un hombre que valía muy poco”, asegura el pretencioso Holmes cuando le explica
a Watson la ciencia de la deducción. También se anticipó Wilkie Collins a
Arthur Conan Doyle con La piedra lunar, una de las obras maestras de la
literatura británica y considerada la primera novela policial de la historia,
que se publicó por entregas a lo largo del año 1868 en la revista All year
round, que dirigía su íntimo amigo Charles Dickens. La relevancia literaria
de Poe y Collins es superior a la que nunca alcanzó Conan Doyle. Sin embargo
Sherlock Holmes es más famoso y más universal que cualquiera de ellos tres.
No
se trata sólo de que sus libros sean reeditados constantemente –recomendaría la
edición completa de Cátedra, a cargo de Jesús Urceloy, tanto por las traducciones
como por el orden de los relatos y los suplementos, como un diccionario de
personajes–, ni siquiera de las constantes adaptaciones cinematográficas, –en
los últimos tiempos ha sido llevado al cine por Guy Ritchie y José Luis Garci,
lo que demuestra que el arco es casi infinito– o televisivas –es estupenda la
serie de la BBC de seis capítulos, que lleva a Holmes y Watson hasta el siglo
XXI–, se trata de la inmensa influencia que ha ejercido el mundo holmesiano.
Desde
El nombre de la rosa hasta la serie House, los análisis sesudos de
semiótica (ambas disciplinas estudian los signos, como queda demostrado en el
estupendo ensayo coordinado por Umberto Eco y Thomas A. Sebeok, El signo de
los tres, Lumen, 1989), las adaptaciones en todos los formatos imaginables,
la obsesión de los aficionados por cada mínimo detalle de la serie (sólo
comparable a la que padecen los tintinólogos), los personajes de Arthur
Conan Doyle son infinitos. Prueba de ello son las variaciones y los falsos
Holmes. Me quedo con Elemental doctor Freud, Solución al 7 por ciento en
su título original, que retrata el encuentro entre un rompedor médico vienés
que empieza a ser famoso en Europa y el detective que trata de desintoxicarse
de su adicción a la cocaína y con El caso del anillo de los filósofos,
de Randall Collins, en el que Holmes se las ve con Keyness, Wittgenstein,
Russell y Ramanujan.
Es
difícil encontrar una respuesta única a esta incombustible fascinación. A lo
largo de todos los años que estuvo publicando historias de Holmes, entre 1887 y
1927 (quiso matarlo pero se produjo tal rebelión entre los lectores que no le
quedó más remedio que resucitarlo), Conan Doyle sentó las bases del género
policial que, básicamente, se han seguido hasta ahora. Cambian los detectives,
cambian los países, cambian los ángulos y los personajes, pero los principios
se mantienen: ocurre un crimen o un misterio y un tipo más listo que los demás
lo resuelve porque ve allí donde los otros están ciegos. Además, parafraseando
fuera de contexto la frase de Albert Camus, “entre la justicia y su madre,
eligen siempre la justicia”. Hasta los más cínicos, como Sam Spade o Philip
Marlowe, al final hacen lo que creen que es justo. Sin embargo, Holmes, y por
extensión el género policial, ofrece algo más. Como escribió el filósofo John
Gray en un artículo con motivo de la nueva adaptación para la BBC, “Holmes es
un mito porque es capaz de encontrar orden en el caos utilizando métodos
puramente racionales. Demuestra el poder imborrable de la magia”. Pero, en
realidad, el detective muestra el poder que puede tener un mundo en el que se
ha acabado la magia, en el que los huecos inexplicados de la vida son
reemplazados por respuestas en un momento en que la humanidad todavía no sabía
que iban a venir muchas más preguntas detrás.
Los
personajes de Arthur Conan Doyle nacen en el paso del siglo XIX al XX cuando,
con la técnica, el mundo estaba cambiando a mayor velocidad que nunca. De
hecho, Watson conoce a Holmes cuando este último está investigando en un
laboratorio nuevos métodos de criminología. Es un periodo en el que los avances
técnicos todavía no están emponzoñados por sus defectos, una época de confianza
casi ciega en la razón, que empezaría a perderse con la primera Guerra Mundial
y con los grandes totalitarismos que desembocarían en la segunda. Sherlock
Homes simboliza esa fe en la razón, lo que quiere decir en lo que mejor de
nosotros mismos. Eso es lo que le convierte en infinito y le hace tan real o,
por lo menos, deseamos que lo sea.