"Lo único cierto para mí son las canciones de los Rolling, la revolución cubana y cuatro amigos".Con algunos de esos amigos y dos nuevos libros que incluyen
desconocidas cartas y su faceta periodística, descubrimos otras caras de
la personalidad de Gabriel García Márquez
El escritor, con su mujer Mercedes Barcha en Barcelona en 1969./elpais.com |
Eligio García Márquez, el hermano del premio Nobel de Literatura al que todos llaman Gabo, contó en 1971, en un texto periodístico que luego entró en un libro (Así son,
publicado por primera vez por La Oveja Negra, 1982), lo que el más
famoso de los escritores de lengua española del siglo XX dijo cuando
empezaron a atosigarle con las consecuencias de la gloria. Lo que él
quería ser era pianista en Zúrich.
La historia fue como sigue, según Eligio. Ya le buscaban de todas partes, porque su novela Cien años de soledad,
publicada cuatro años antes, había tenido un éxito abrumador y le daban
premios que para él eran castigos. Así reaccionaba ante la gloria:
“Pienso que más valiera estar muerto”, le dijo a Armando Durán. “Lo peor
que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito
literario, y en un continente que no está acostumbrado a tener
escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como
salchichas”.
Como salchichas en todas partes; ya García Márquez estaba marcado por
esa gloria que lo martirizaba. Y decía: “Me he negado a convertirme en
un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las
conferencias, la vida intelectual, y he tratado de encerrarme dentro de
cuatro paredes, a diez kilómetros de mis lectores, y sin embargo ya me
queda muy poca vida privada: mi casa, tú lo has visto, parece siempre un
mercado público”.
Había renunciado a premios en Italia y en París, “no solo por pudor,
sino porque pienso que también esto es mentira”; quería dedicarse tan
solo a “las canciones de los Rolling Stones, la revolución cubana y
cuatro amigos”.
Fue entonces cuando le preguntaron: “Y si no hubieras sido escritor,
¿qué habrías querido ser?”. Contestó: “El otro día, entre dos trenes, me
refugié de una tormenta de nieve en un bar de Zúrich. Todo estaba en
penumbra, un hombre tocaba el piano en la sombra, y los pocos clientes
que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera
escritor, habría querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie
le viera la cara, solo para que los enamorados se quisieran más”.
Se tuvo que conformar con ser el escritor más famoso del
mundo y con escuchar el piano en las grabaciones de Mozart o Bach. Se
defendía del acoso de los admiradores y de los periodistas emitiendo
carcajadas grabadas, para romper el hielo, instaladas en el quicio de la
puerta de su casa en Barcelona, cuando vivió allí por aquel entonces,
deglutiendo la gloria, y se curó poco a poco haciéndose más reservado y
más solitario, más alejado de las apariciones públicas, de las
entrevistas y de las lecturas multitudinarias.
Esa búsqueda de la soledad no fue en García Márquez una decisión
repentina, ni tampoco fue un meditado abandono de la luz pública; él era
así antes, lo que pasa es que entonces huía del éxito y antes huía del
gentío, de las amistades e incluso del periodismo, el oficio de su
pasión, para dedicarse a su vocación más seria: la literatura.
Ahora se publican dos libros en los que aparecen esos dos Gabo, uno
haciendo periodismo de día y el otro haciendo literatura de noche, como
si fuera destejiendo en un sitio y tejiendo en otro, agarrando por los
pelos la realidad (“torciéndole el cuello al cisne”, como le aconsejó un
maestro que había que hacer para hacer buen periodismo) y agarrando los
sueños por donde más se desvanecen, es decir, contando historias que
nunca pasaron o que pasaron porque él las contó.
Un libro es Gabo periodista, que ha juntado en torno al oficio de García Márquez a algunos de sus colegas (escritores o periodistas), a los cuales la Fundación para el Nuevo Periodismo, que él fundó (y que dirige Jaime Abello), les pidió que buscaran en la ingente producción periodística del autor de Relato de un náufrago lo que más les impresionara. El resultado –un libro que han publicado la fundación de Gabo y el Fondo de Cultura Económica con el apoyo fundamental de la Organización Ardila Lülle–
es abrumador, pero no por la cantidad, sino por la evidencia de que
este escritor de periódicos que no dormía ni comía cuando aún ni era
famoso ni tenía un peso ha escrito el mejor periodismo en español de
este siglo.
El otro libro es Gabo. Cartas y recuerdos, que ahora publica en España Ediciones B, de uno de los primeros amigos de García Márquez, el periodista y escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza,
con quien viajó por América Latina y por Europa cuando ambos eran unos
chiquillos, como decía el propio Gabo, “felices e indocumentados”. Este
libro ya conoció una versión anterior, en 2000; ahora cuenta Mendoza
que, de acuerdo con el hijo de García Márquez, su ahijado Rodrigo,
Plinio ha añadido algunas cartas que tienen que ver, sobre todo, con la
aventura de escribir Cien años de soledad.
En la carta que aquí se reproduce, Gabo es tan minucioso, por citar
un caso, como Malcolm Lowry cuando le comenta a Jonathan Cape sus
impresiones de lector de su propia obra, Bajo el volcán. En el
caso de García Márquez, recién publicada su obra cumbre (la primera
edición salió el 5 de junio de 1967), halla tiempo en medio de la
vorágine para decir cómo es “el mamotreto por dentro”. Cien años de soledad
había hecho un largo recorrido, “en realidad (…) fue la primera novela
que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La casa,
y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande”.
Plinio y Eligio cuentan por separado, uno ahora y el otro en 1971, el
trayecto de esa novela en los momentos finales. Dice Eligio en aquel
libro, Así son: “Un día de enero de 1965, mientras guiaba su
Opel por la carretera de Ciudad de México a Acapulco, surgió íntegra en
su mente la novela que venía imaginando pacientemente desde su
adolescencia. En una decisión suicida dejó la economía de la casa en
manos de Mercedes, su mujer, y se encerró a escribir el libro que le
daría prestigio, pero también soledad”. En 1967, después de aquella
carta que Plinio recoge, Cien años de soledad apareció en la
Editorial Sudamericana de Buenos Aires y ya desde entonces no dejó de
ser reimpresa hasta pulverizar récords editoriales.
Pero mientras se hizo, lo revela el propio Gabo, fue un dolor de
cabeza, acentuado por el hambre que pasaban él y su familia, como
recuerda Mercedes Barcha, su mujer, al frente de una aventura de
subsistencia de la que él procuraba no enterarse. Ella se lo cuenta en
una entrevista rara –porque ella no suele hablar en público de la obra
de su marido– que le hizo Héctor Feliciano en México y en Cartagena de
Indias y que aparece como uno de los colofones del libro Gabo periodista.
“De Mercedes, en realidad, se sabe poco”, informa Feliciano en el
preámbulo de esta conversación. “Hasta ahora ha concedido dos cortas
entrevistas que datan de los años ochenta. Conversó solo una vez con el
biógrafo inglés de su esposo [Gerald Martin] y luego no quiso verlo”.
Aquí, en presencia de Jaime Abello, el director de la fundación, y de
otras personas de su círculo más íntimo, Mercedes sí habla, aunque poco,
cada vez que lo estima pertinente. Ella asistió a aquel parto
literariamente sublime, el de Cien años de soledad, pero no
quiso leer ni una línea hasta que el manuscrito, que ella misma envió a
la editorial, en dos paquetes, para que el envío saliera más barato,
fuera el libro cuya cubierta diseñó Vicente Rojo.
Cuando le mandaron el trabajo ya impreso desde Sudamericana, le
cuenta Mercedes Barcha a Héctor Feliciano, “lo leí en la cama y Gabito
estaba acostado al lado mío, a ver cómo reaccionaba. Lo leí avorazada”.
Esa voracidad (avorazada es un “adjetivo costeño”, del Caribe
colombiano, aclara Feliciano) la llevó a leerlo tres veces y a
considerar, entonces y ahora, que es el mejor libro de su marido. “Es
una maravilla. Ese capítulo de la lluvia y de la peste. ¡Esa Úrsula! La
pobre Úrsula es una maravilla”. ¡Y la novela entera! “¡Es que es como un
torrente! Uno pasa de capítulo y no se da cuenta. Cuando vas de un
capítulo a otro, tú no lo notas”.
Su marido sí lo notaba. Y también que estaba escribiendo el libro que
soñó de adolescente, y sabía que podría ser excepcional. Se lo dijeron
enseguida. Él le cuenta a Plinio el 17 de marzo de 1967, algo después de
que cumpliera 41 años (nació el 6 de marzo de 1926): “El problema de Cien años de soledad
no era escribirla, sino que pasara el trago amargo de que la lean los
amigos que a uno le interesan. Ya faltan pocos, afortunadamente, y las
reacciones han sido mucho más favorables de lo que yo me esperaba. Creo
que el concepto más fácil de resumir es el de la editora Sudamericana:
contrataron el libro para una primera edición de 10.000 ejemplares, y
hace quince días, después de mostrarles a sus expertos las pruebas de
imprenta, doblaron el tiro”.
Había como una intuición internacional a favor del libro aun antes de
que este se hiciera carne y habitara entre nosotros. La agente del boom, Carmen Balcells, se estaba encargando de lo más delicado, ponerle patas a Cien años de soledad,
hacer que caminara por el mundo; Mario Vargas Llosa, que ya era uno de
los autores más prominentes de la literatura en español, también toca a
rebato. Ahí lo cuenta García Márquez, que informa en una de las cartas a
Plinio: “El libro sale en mayo en español. En francés ya lo tomó Les
Éditions du Seuil, y en los EE UU está sucediendo algo con lo cual no
pude ni siquiera soñar durante mis hambres parisinas: Harper & Row
tiene la opción, pero Coward McCann (a quienes Vargas Llosa hizo creer,
en una carta, después de leer mi libro, que era el mejor que se ha
escrito en muchos años en lengua castellana) está dispuesto a quedarse
con él. Mi agente (…) ha citado en Londres a los representantes de las
dos editoriales, a ver quién da más”. Gabo salía del frío del hambre, y
veía un mundo de cifras que entonces le estremecía: “El precio que les
lleva me parece escalofriante: 10.000 dólares, como anticipo de
derechos. Yo me amarro los pantalones y trato de poner una cara muy
natural”.
Esa carta en la que ya la suerte parece echada acaba muy al estilo Caribe: “Muy bien, compadre, se acabó el carbón”.
Y ya no habría más carbón; ese libro lo cubrió de oro. Algo antes,
cuando Gabo y Vargas Llosa fueron juntos a Bogotá, a festejar el premio
que este acababa de obtener, el Rómulo Gallegos que le concedieron en
Caracas por La casa verde, la fiesta era enorme, pero García
Márquez, recuerda Mendoza, estaba a un lado, “en la escalera, con un
plato en la mano, hablando de literatura”, él y su amigo Plinio
“olvidados de todos”. Pensó Plinio, y lo deja por escrito: “Si supieran
la bomba que este ha fabricado…”.
La bomba estalló. La carrera ya fue firme, hasta el Nobel. En aquella
conversación de Héctor Feliciano con Mercedes Barcha interviene de vez
en cuando el marido de esta. Dice García Márquez: “El Nobel me volvió
viejo. Llegó en un momento en el que uno se convierte en viejo. Ya no me
dejo tocar”. Mercedes lo vivió. Le dice a Feliciano: “Era antes peor.
El Nobel era la culminación del alboroto. Fue entonces cuando se
alborotó el paraco”, frase costeña, aclara el entrevistador, que alude
al “cabello alborotado y rebelde”.
Al final de la ceremonia del Nobel, a la que acudieron, ruidosos,
todos sus amigos, después de las solemnidades en las que él desafió el
protocolo yendo de liquilique, Plinio le escuchó decir a su amigo Gabo:
“Mierda, ¡esto es como asistir uno a su propio entierro!”.
Antes y después del Nobel, García Márquez buscó esos refugios a los
que aludía su hermano Eligio. ¿Melancólico, quizá, solitario? Lo es en
grado sumo, pero él lo gradúa. Durante años, en su juventud y más
adelante, compartió viajes y trabajos, en Europa, en Venezuela, en
Colombia, con Plinio Apuleyo Mendoza, y este lo refleja en sus recuerdos
(Aquellos tiempos con Gabo, que reaparece ahora con las cartas
añadidas y algunas impresiones nuevas). ¿Esa melancolía ha existido?
Dice Mendoza: “Francamente no. Los nacidos en el altiplano colombiano,
mundo de vientos fríos y montañas brumosas, tenemos ese rasgo, pero no
los nacidos en la costa Caribe, como Gabo. Más bien son hombres alegres.
Si viven algún drama, saben ocultarlo”.
Hubo un drama que hizo saltar por los aires algunas relaciones y puso en peligro otras. El boom
de la literatura latinoamericana, explosión que tuvo su epicentro en
las obras de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García
Márquez, vivió una tragedia disgregadora, el caso Padilla, por el proceso abierto en la Cuba de Castro contra el poeta Heberto Padilla, encarcelado en marzo de 1971 a raíz de la lectura pública de un libro suyo, Provocaciones,
estimado por el régimen como una provocación del escritor. Vargas
Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza, Juan Goytisolo y muchos otros se
manifestaron a favor de Padilla y, por tanto, contra Castro, en una
primera carta a la que también se adhirió Julio Cortázar, que luego se
desgajó de ese grupo de firmantes. En esa primera carta aparecía la
firma de García Márquez, que en realidad no firmó. Plinio añadió su
rúbrica, creyendo que su amigo, al que no pudo localizar, no tendría
inconveniente. Lo tuvo; se lo explicó por carta, desde América (Plinio
estaba en París). Aquel fue un suceso que abrió muchas heridas. Le
pregunté ahora a Mendoza qué repercusiones personales tuvo aquel
incidente en los componentes del boom y sus aledaños: “Sin
duda, esas repercusiones fueron inevitables. La solidaridad y estrecha
relación que unía hasta entonces a los escritores del boom
quedó rota cuando aparecieron posiciones opuestas a propósito del
régimen cubano. No de inmediato, es verdad. Luego de la detención en La
Habana de Heberto Padilla, en las oficinas de la revista Libre
–que se editaba en París y de la cual yo era jefe de redacción–, Mario
Vargas Llosa, Goytisolo, Cortázar, Semprún y otros cuantos escritores
redactamos una primera carta dirigida a Fidel Castro expresándole
inquietudes en torno a esa detención, sin anticipar juicios
condenatorios al régimen. Pensábamos, con evidente ingenuidad, que la
detención de Padilla no había sido autorizada por Fidel. Y, claro, nos
equivocamos. Al recibir la carta, Fidel nos atacó públicamente con una
ferocidad muy suya. Cortázar quedó muy lastimado, pues era un
incondicional de la revolución y no esperaba semejante ataque. Por
cierto, se negó a firmar una segunda carta de ruptura con el régimen
redactada por Vargas Llosa y firmada por varios de nosotros. En cuanto a
Gabo, como lo cuento en mi libro, no firmó ni la primera ni la segunda
carta. De modo que ahí quedó establecida una clara ruptura entre los
escritores del boom, aunque no necesariamente surgieran enemistades personales”.
En el libro no aparece la carta que le envió García Márquez a Plinio
Apuleyo Mendoza diciéndole que no firmaba la carta. Le he preguntado
cómo afectó a su relación con Gabo el hecho de que incluyera su nombre
en la protesta más sonora de aquellos tiempos. “En mi caso”, dice el
autor de Gabo. Cartas y recuerdos, “aunque tomamos caminos muy
opuestos en relación con Cuba, no hubo ningún distanciamiento personal.
Nuestra amistad no se rompió, aunque yo cometí un desliz imperdonable.
Cuando redactamos la primera carta, traté infructuosamente de
localizarlo en busca de su firma. Se encontraba, fuera de todo alcance,
en Aracataca, su Macondo natal. Creyendo en ese momento que él compartía
con todos nosotros la misma inquietud sobre la detención de Padilla,
hice incluir su firma en el [primer] mensaje dirigido a Castro. Días
después de publicado con gran estrépito por la prensa internacional, sin
que él hiciera una rectificación pública, recibí una carta personal
suya, escrita desde un hotel de Caracas, diciéndome que no estaba de
acuerdo con ese mensaje que habíamos suscrito. Creo que seguía
considerando la revolución como algo que era necesario defender por
encima de cualquier tropiezo”.
De hecho, lo decía. En aquella crónica que Eligio García Márquez incluye en Así somos, el hermano del autor de La mala hora
reproduce lo que decía su hermano precisamente en 1971: “Lo único
cierto para mí son las canciones de los Rolling Stones, la revolución
cubana y cuatro amigos”.
Sobre “el desliz” sigue comentando Mendoza: “Recuerdo que de
inmediato me dirigí a las oficinas de la agencia cubana Prensa Latina en
París y le dije a su director, Aroldo Wall: “Aroldo, vas a saltar de
alegría en una sola pata cuando oigas lo que voy a contarte. Gabo no
firmó la carta que acaba de ser publicada incluyendo su nombre. La culpa
es mía, solo mía, no vayas a culpar a Vargas Llosa ni a Goytisolo en
tus despachos”.
Lo cierto es que ahí el boom se hirió, pero, afirma Plinio,
no la amistad entre estos dos colombianos, uno del gélido norte, otro
del cálido sur. “Incluso nos hacíamos bromas. ‘¿Todavía andas de amigo
del barbuchas? [por Castro]’, le preguntaba a veces. ‘¿Y tú, qué?’, me
respondía, ‘¿te estás pasando a la derecha?”.
Cien años de soledad fue su consagración; su júbilo fue
pronto deseo de ocultarse. Años atrás, en La Habana, se había
encontrado, en la otra acera, con Ernest Hemingway; consciente desde
mucho antes de su propia gloria de que la fama te rodea de una espuma de
la que no te puedes salvar, se limitó a gritarle al Nobel de El viejo y el mar:
“¡Maestroooooo!”.
Desde que salió ese libro que tanto sudor le costó y tanto éxito le
produjo, se ha sentido acosado y ha querido quedarse “con los cuatro
amigos” de los que habla también en el curso de esa conversación que
Héctor Feliciano le hizo a Mercedes Barcha. Al final del retrato que
compone Eligio de cuando Gabriel estaba en el cénit de su fama, en 1971,
escribe el hermano menor del Nobel: “Alguien le propone que lo acompañe
al centro de Bogotá. ‘¿Salir a la calle? ¿Estás loco? En Barranquilla
lo hice y hasta los bomberos me reconocieron’. Pero inmediatamente
cambia de tono, feliz: ‘Lo lindo fue que me saludaron gritando:
¡Gabooooo!”.
Quizá quería que Gabriel García Márquez fuera pianista en Zúrich,
para que lo quisieran más, pero a Gabo lo quería inventando en las
calles de cualquier parte, donde le querían todos.
Carta de Gabo a Plinio
22 de julio de 1967
Compadre:
Me ha dado una gran alegría lo que me dices del capítulo de Cien años de soledad. Por eso lo publiqué. Cuando regresé de Colombia y leí lo que llevaba escrito, tuve de pronto la desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser afortunada que catastrófica. Para saber cómo lo veían otros ojos, le mandé entonces el capítulo a Guillermo Cano, y convoqué aquí a la gente más exigente, experta y franca, y les leí otro. El resultado fue formidable, sobre todo porque el capítulo leído era el más peligroso: la subida al cielo en cuerpo y alma de Remedios Buendía.
Ya con estos indicios de que no andaba descarrilado, seguí adelante. Ya les puse punto final a los originales, pero me queda por delante un mes de trabajo duro con la mecanógrafa, que está perdida en un fárrago de notas marginales, anexos en el revés de la cuartilla, remiendos con cinta pegante, diálogos en esparadrapo, y llamadas de atención en todos los colores para que no se enrede en cuatro abigarradas generaciones de José Arcadios y Aurelianos.
Compadre:
Me ha dado una gran alegría lo que me dices del capítulo de Cien años de soledad. Por eso lo publiqué. Cuando regresé de Colombia y leí lo que llevaba escrito, tuve de pronto la desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser afortunada que catastrófica. Para saber cómo lo veían otros ojos, le mandé entonces el capítulo a Guillermo Cano, y convoqué aquí a la gente más exigente, experta y franca, y les leí otro. El resultado fue formidable, sobre todo porque el capítulo leído era el más peligroso: la subida al cielo en cuerpo y alma de Remedios Buendía.
Ya con estos indicios de que no andaba descarrilado, seguí adelante. Ya les puse punto final a los originales, pero me queda por delante un mes de trabajo duro con la mecanógrafa, que está perdida en un fárrago de notas marginales, anexos en el revés de la cuartilla, remiendos con cinta pegante, diálogos en esparadrapo, y llamadas de atención en todos los colores para que no se enrede en cuatro abigarradas generaciones de José Arcadios y Aurelianos.
Mi principal problema no era solo mantener el nivel del primer capítulo, sino subirlo todavía más en el final, cosa que creo haber conseguido, pues la propia novela me fue enseñando a escribirla en el camino. Otro problema era el tono: había que contar las barbaridades de las abuelas, con sus arcaísmos, localismos, circunloquios e idiotismos, pero también con su lirismo natural y espontáneo y su patética seriedad de documento histórico. Mi antiguo y frustrado deseo de escribir un larguísimo poema de la vida cotidiana, “la novela donde ocurriera todo”, de que tanto te hablé, está a punto de cumplirse. Ojalá no me haya equivocado.
Estoy tratando de contestar con estos párrafos, y sin ninguna modestia, a tu pregunta de cómo armo mis mamotretos. En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La casa, y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella, de tratar de verla mentalmente, de buscar la forma más eficaz de contarla, y puedo decirte que el primer párrafo no tiene una coma más ni una coma menos que el primer párrafo escrito hace veinte años. Saco de todo esto la conclusión que cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando solo en la cabeza durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse a la máquina, o se corre el riesgo de ahorcar a la esposa.
Lo más difícil es el primer párrafo. Pero antes de intentarlo, hay que conocer la historia tan bien como si fuera una novela que ya uno hubiera leído, y que es capaz de sintetizar en una cuartilla. No se me haría raro que se durara un año en el primer párrafo, y tres meses en el resto, porque el arranque te da a ti mismo la totalidad del tono, del estilo, y hasta de la posibilidad de calcular la longitud exacta del libro. Para el resto del trabajo no tengo que decirte nada, porque ya Hemingway lo dijo en los consejos más útiles que he recibido en mi vida: corta siempre hoy cuando sepas cómo vas a seguir mañana, no solo porque esto te permite seguir mañana, no solo porque eso te permite seguir pensando toda la noche en el principio del día siguiente, sino porque los atracones matinales son desmoralizadores, tóxicos y exasperantes, y parecen inventados por el diablo para que uno se arrepienta de lo que está haciendo. En cambio, los numerosos atracones que uno se encuentra a lo largo del camino, y que dan deseos de suicidarse, son algo así como ganarse la lotería sin comprar billete, porque obligan a profundizar en lo que se está haciendo, a buscar nuevos caminos, a examinar otra vez todo el conjunto, y casi siempre salen de ellos las mejores cosas del libro.
Lo que me dices de “mi disciplina de hierro” es un cumplido inmerecido. La verdad es que la disciplina te la da el propio tema. Si lo que estás haciendo te importa de veras, si crees en él, si estás convencido de que es una buena historia, no hay nada que te interese más en el mundo y te sientas a escribir porque es lo único que quieres hacer, aunque te esté esperando Sofía Loren. Para mí, esta es la clave definitiva para saber qué es lo que estoy haciendo: si me da flojera sentarme a escribir, es mejor olvidarse de eso y esperar a que aparezca una historia mejor. Así he tirado a la basura muchas cosas empezadas, inclusive casi 300 páginas de la novela del dictador, que ahora voy a empezar a escribir por otro lado, completa, y que estoy seguro de sacarla bien.
Yo creo que tú debes escribir la historia de las tías de Toca y todas las demás verdades que conoces. Por una parte, pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien. Por otra, la única posibilidad que se tiene de escribir bien es escribir las cosas que se han visto. Tengo muchos años de verte atorado con tus historias ajenas, pero entonces no sabía qué era lo que te pasaba, entre otras cosas porque yo andaba un poco en las mismas. Yo tenía atragantada esta historia donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan tomando tazas de chocolate, las bobas suben al cielo en cuerpo y alma, los maricas se bañan en albercas de champaña, las muchachas aseguran a sus novios amarrándolos con un dogal de seda como si fueran perritos, y mil barbaridades más de esas que constituyen el verdadero mundo donde tú y yo nos criamos, y que es el único que conocemos, pero no podía contarlas, simplemente porque la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno. Lo único que permite subir una señora en cuerpo y alma es la buena poesía, que es precisamente el recurso del que disponían tus tías de Toca para hacerte creer, con una seriedad así de grande, que a tus hermanitas las traían las cigüeñas de París.
Yo creo por todo esto que mi primera tentativa acertada fue La hojarasca, y mi primera novela, Cien años de soledad. Entre las dos, el tiempo se me fue en encontrar un idioma que no era el nuestro, un idioma prestado, para tratar de conmover con la suerte de los desvalidos, o llamar la atención sobre la chambonería de los curas, y otras cosas que son verdaderas, pero que sinceramente no me interesan para mi literatura. No es completamente casual que cinco o seis escritores de distintos países latinoamericanos nos encontremos de pronto, ahora, escribiendo en cierto modo tomos separados de una misma novela, liberados de cinturones de castidad, de corsés doctrinarios, y atrapando al vuelo las verdades que nos andaban rondando, y a las cuales les teníamos miedo; por una parte, porque nos regañaban los camaradas, y por otra parte, porque los Gallegos, los Rivera, los Icaza, las habían manoseado mal y las habían malgastado y prostituido. Esas verdades, a las cuales vamos a entrar ahora de frente, y tú también, son el sentimentalismo, la truculencia, el melodramatismo, las supersticiones, la mojigatería, la retórica delirante, pero también la buena poesía y el sentido del humor que constituyen nuestra vida de todos los días.
Un gran abrazo,
Gabo
Esta y otras desconocidas cartas que Gabriel García Márquez envió a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza están incluidas en el libro ‘Gabo. Cartas y recuerdos’, que Ediciones B publica la próxima semana.