¿Hay otra forma de escribir cuentos? Entre la perfección del relato clásico, la experimentación y el minimalismo, el género encuentra nuevos modos de concebirse, a partir de los efectos y los soportes
Chats, posts, tweets,sms, nunca la sociedad estuvo sometida a tales cantidades de escritura y lectura. /Lisandro Ziperovich./ Revista Ñ |
Unos días atrás Ignacio Molina, un joven cuentista argentino,
comentaba en Facebook que había soñado la sanción de una ley que
prohibía los finales sorpresivos en los cuentos. Lo más perturbador del
sueño era la dislocación temporal de esa ley punitiva, que llegaba para
prohibir lo que ya nadie hacía, acaso con la paradójica intención de
alimentar esa costumbre perimida inyectándole el sabor de lo prohibido y
paraestatal (lo que, a fin de cuentas, sería un final sorpresivo para
el relato del sueño). ¿Por qué los cuentos ya no apelan a los finales
sorpresivos? ¿Se gastó el truco de tanto ejecutarlo? El final sorpresivo
del cuento que podríamos llamar “clásico” (Poe, Cortázar) dejó de serlo
cuando todos los lectores esperaban la sorpresa y se transformó en un
acto de mala fe en el que tanto el autor como el lector escribían y
leían “haciendo como si” les importara pero a sabiendas de que la cosa
pasaba por otro lado. Pero si ya es una verdad de perogrullo que los
cuentos no portan un final que cambie el sentido de todo lo que se ha
contado. ¿No se ha vuelto predecible también la falta de sorpresa? El
relato despojado se impone y clausurar su sentido ha quedado tan atrás
como las vinchas flúo. Pero si no hay sorpresa y no hay secreto, ¿hay
acaso otra vía para que prospere el cuento? En su tesis sobre el cuento,
Ricardo Piglia explica que la sorpresa del final revelador se debe a
que “todo cuento cuenta dos historias”, la historia 1, visible y la
historia 2, que se desarrolla en sus silencios e intersticios. El final
sorpresivo haría emerger de golpe la historia 2, como el iceberg que se
eleva frente al trasatlántico, resignificando todo lo que se había
escrito antes. Podemos aventurar dos hipótesis para esta extinción de la
sorpresa al final de los cuentos. Primera hipótesis: la historia dos ha
quedado sepultada y jamás se hará visible, pero el escritor la conoce y
narra como si el lector también la supiera (y acá no nos alejamos ni un
centímetro de la famosa “teoría del iceberg” de Hemingway). La segunda
hipótesis, más inquietante, sería que ya no hay historia 2, que el
cuento narra sólo una historia, o menos que una historia, o que narra
mucho más que dos, como una proliferación patológica e incesante.
La argentina es una literatura que se funda con algo así como un cuento ( El matadero ) y un poema narrativo de épica popular ( El Martín Fierro
) que pese a la boutade borgiana difícilmente podríamos llamar
“novela”. Si se quiere, agréguese un ensayo freak de hibridación de
géneros (crónica, historia, biografía, folletín) titulado Facundo
, recopilación de los posts que Sarmiento publicaba en el diario
chileno El progreso, interfaz gráfica y analógica del siglo XIX. No hay
novelas a la vista y cuando las hay ( Amalia ) son
menos objeto de la tradición productiva de un escritor que del afán
arqueológico de los historiadores de la literatura. Exceptuando a Arlt
(autor también de cuentos memorables), hubo que esperar bastante para
que la novela argentina diera el peso en una velada literaria de
categoría, mientras Borges, Bioy, Cortázar, Silvina Ocampo, Wilcock,
entre otros, escribían cuentos. Los sesenta, con el boom de la
literatura latinoamericana, cambiaron la ecuación y provocaron una
burbuja inflacionaria en las acciones de la novela que duró, más o
menos, hasta fines de los noventa.
Los grandes narradores de los
noventa fueron los poetas. Mientras la narrativa se encandilaba con “las
luces del centro” ante el desembarco de las multinacionales del libro,
los poetas se aplicaron a una deriva narrativa que les permitió contar
una época sin épica. La poesía de los noventa provocó al menos dos
consecuencias en la narrativa en dos órdenes distintos: en el plano del
texto los poetas de los noventa les enseñaron a escribir a los
narradores, es decir, les enseñaron cómo escribir. El estilo objetivista
de esos poetas, su capacidad de síntesis, su poder de observación, su
trabajo con los argots (el arte ventrílocuo de hacer hablar al otro, a
los otros), su capacidad de asimilación de los discursos de los medios
masivos hasta las consignas políticas y una educación sentimental que
pasaba más por los Sábados de Súper Acción que por las novelas de
Flaubert fueron algunos de los rasgos que los narradores del nuevo siglo
tomaron rápida nota. Las compatibilidad genética entre el objetivismo
poético y el minimalismo narrativo norteamericano (Hemingway, Cheever,
Carver) hicieron el resto.
Pero así como la poesía tuvo una deriva
narrativa en los 90, la narrativa experimentó una deriva poética en los
albores del S. XXI. Claro está, no en ampulosas “prosas poéticas” o
inflamables arrebatos líricos, sino en un modo de construcción del
relato que opera con los motivos de la historia como el poema lo hace
con las palabras, a través de resonancias internas. Ya no es la
“historia oculta” la que dicta la trama, sino las derivas de la
superficie del relato, las “asonancias” y “disonancias” de las acciones
de los personajes y el salto hipertextual de un tema a otro a través de
vínculos precarios y azarosos.
En el otro plano, el del formato y
el soporte, los 90 también marcaron un camino que los narradores
transitarían una década después: el de la creación de sus propios medios
de publicación: editoriales independientes, fotocopias plegadas,
fanzines, libros de cartón, plaquetas, todo un arsenal de guerrilla
literaria para difundir la obra. Una obra que debía adaptarse si quería
ser difundida por estos medios: una novela de trescientas páginas se
atasca al tratar de circular por estos canales en los que los cuentos
breves se desplazan como peces en un estanque.
El factor blog
El
otro día escuché en una charla de bar, en la que se debatía por qué ya
no surgían “10” clásicos en el fútbol argentino, que alguien
argumentaba: “Es que en las inferiores ya no se juega con enganche”. Si
la formación explica el modo de jugar habría que señalar que la mayoría
de los autores surgidos en los últimos años hicieron “las inferiores” en
la blogósfera. ¿Qué consecuencias podemos extraer de esto? El blog
pareció cumplir aquel célebre dictum lamborghineano: “Primero publicar,
después escribir”. La plataforma de publicación precedía a su contenido
y lo solicitaba puntualmente para la creación de un público (en
general, otros bloggeros, con lo que, de paso, se iban conformando una
red de escritores con intereses afines). La publicación en blogs
permitió superar obstáculos difíciles de salvar para los escritores
noveles de la generación analógica, brindando un acceso en tiempo real a
la publicación, la difusión y la circulación (virtualmente ilimitada,
aunque casi siempre se trataba de microaudiencias) e incluso noticias
sobre la recepción (a través de los comments ). Sin embargo, esta nueva
interfaz también imponía sus condiciones: el tiempo de lectura en
pantalla es mucho más acotado que en papel, por lo que los posts
(artículos) debían ser breves. Se competía con muchos otros blogs que
surgieron al mismo tiempo por un público acotado, por lo que el texto
debía llamar la atención desde sus primeras líneas, lo que obligaba a
una combinación de estilo con escándalo confesional y economía de
lenguaje y recursos. El relato corto y la crónica se revelaron
rápidamente como géneros privilegiados para este formato.
En La masa y la lengua,
Juan Terranova dice: “Que los blogs hayan caído en una semi-desgracia
no implica un retroceso. Twitter continúa acentuando las diferencias,
extremándolas, con la cultura textual del siglo XX”. Los blogs todavía
implicaban un soporte digital para usos propios de la cultura letrada
(el cuento, el ensayo, la crónica, el diario). Twitter parece estar ya
enteramente del otro lado de la frontera digital. En su timeline pueden
pulular personajes independizados de una trama, mientras Facebook
permite que la “figura de autor” se construya antes que la publicación
de la obra. Los nombres de los factores permanecen pero las ecuaciones
de la literatura moderna se dislocan. ¿Qué sucederá con los escritores
que se entrenan haciendo piques cortos de 140 caracteres en Twitter y
habitan una plataforma (Facebook) que parece prestarle más atención al
tercer tiempo que al partido? Todavía está por verse.
¿Literatura 2.0?
Somos
objeto de un experimento estético sin precedentes. Imaginen un mundo en
el que todos se comuniquen editando y enviándose videos unos a otros.
¿Cómo haría cine una generación formada bajo semejantes condiciones de
producción? Chats, posts, tweets, sms, nunca la sociedad estuvo sometida
a tales cantidades de escritura y lectura. ¿Es eso literatura? Por
ahora no, pero desbarata la autonomía de la disciplina anteriormente
conocida como literatura. El nombre de posautonomía con el que Josefina
Ludmer ha bautizado el fenómeno indica la intuición de algo que aún no
termina de independizarse de un estadio anterior. ¿Qué hace la
literatura con esta masa crítica de escritura? La convierte, por un pase
de magia, en obra. Títulos como Escribir en Canadá de Luciano Lutereau, Red Social de Ana Laura Caruso u Odio la literatura del yo
de Esteban Dipaola y Nuria Yabkowski recopilan entradas de Facebook,
búsquedas de Google y chats ajenos capturados en el vértigo de las redes
sociales y los publican como propios, poniendo (otra vez) la noción de
autoría en crisis. ¿A quién pertenecen esos libros que parecen celebrar
menos el perfil heroico de una pluma solitaria que la porosa
inteligencia colectiva de una red? Del autor como productor al escritor
como editor, las operaciones de selección, captura, recorte,
combinación, se vuelven mucho más cruciales que la mera y agotada
invención. En la sociedad en la que todos escriben, más importante que
saber escribir es saber leer en los intersticios de la red de
escrituras.
El e-book como soporte propone una nueva revolución.
Si con los blogs todos podían publicar, ahora todos pueden publicar un
libro (no pasará mucho tiempo antes de que aparezca un programa amigable
y prácticamente automático para diseñar libros destinados al Kindle).
Esto podría hacer pensar en la inminente extinción de las editoriales.
Sin embargo, ya ha quedado demostrado que pocos son los aventureros que
se atreven a explorar la ambigua e ilimitada selva de la red para
encontrar algún tesoro oculto. En un mundo en el que las publicaciones
se multiplican, el criterio de selección y jerarquización editorial se
torna crucial. Tal vez pasemos de lectores de autores a lectores de
editoriales y lo que es más, tal vez sean las propias editoriales las
que empiecen a dictarle a los autores un programa de escritura (algo de
eso ya está anticipado “analógicamente” por la editorial experimental
Spiral Jetty, que publica libros brevísimos reproducidos con una
impresora láser. Tras una serie de títulos iniciales, varios escritores
emprendieron la composición de “libros para Spiral Jetty” cuya
existencia nunca habían imaginado antes del surgimiento de la
editorial). De todas formas, mal que les pese a los bosques, el papel
sigue jugando todavía un rol legitimador y consagratorio. No ha surgido
aún un autor que se instale únicamente desde formatos digitales y son
muy pocas las editoriales que le dan la espalda a la celulosa para
abrazar el e-book (Determinado Rumor o Blatt y Ríos pueden ser algunas).
Como explica Juan Mendoza en Escrituras past ,
la irrupción electrónica se abre camino en la literatura o bien como
referente o bien como matriz productiva, en el primer caso, se trata de
un corpus amplio que abarca desde las pioneras La ansiedad de Daniel Link y Keres cojer? = Guan tu fak de Alejandro López hasta la reciente No alimenten al troll
de Nicolás Mavrakis, novelas y cuentos que tematizan los nuevos usos
de la tecnología a través de mails, chats y mensajes de texto. En el
segundo caso se trata de incorporar para la literatura modos de
procesamiento de archivos digitales: el loop ( Qué hacer de Katchadjian), el spam ( Poesía spam
, de Gradín) y también, a través de la proliferación hipertextual de
diferentes discursos tomados de los medios masivos, de la red e incluso
de los papers académicos, como en Sol artificial , de
J. P. Zooey. En estas obras suelen ponerse en cuestión los límites entre
realidad y ficción. La nueva literatura puede ser informe, acta,
discurso, paper , el cuento omnívoro, camaleónico, puede adoptar
cualquier registro, como el catálogo de la muestra de un artista que
nunca existió, o el testimonio del testigo inexistente de un hecho
notorio.
Para explicar este progresivo adelgazamiento de la
literatura habría que pensar la literatura dentro de una ecuación que
incluye tres variables: tiempo, ocio y privacidad. Si los adelantos
técnicos de los medios productivos incrementaron los segmentos de ocio
en el siglo XIX, fomentando la novela como un consumo posible para
atravesar esas horas sin ocupaciones, habría que pensar qué sucede ahora
que el ocio se ha vuelto intersticial (breves períodos a lo largo de un
día pleno de ocupaciones, urgencias, “conectividad” y distracciones).
Los géneros breves, como el cuento o la nouvelle, parecen más aptos para
estas pausas que la novela de trescientas páginas. Además, la lectura
va camino a perder su carácter privado, casi secreto. Muchas lecturas se
comentan en tiempo real a través de tuits o posts en redes sociales. Se
lee por recomendación, o para discutir la lectura de otro, se lee “en
red”. Es verdad que el e-book hace a toda la literatura portátil y esto
podría promover el regreso de los grandes “ladrillos”, aunque esas
grandes sagas narrativas parecen haber migrado a otros formatos más
acordes con la época (como las series) mientras que la literatura se ha
vuelto transgénica: incorpora adn de otras disciplinas, en fuga hacia
las artes plásticas (el duchampiano Aleph engordado ), la música ( Los covers
es el título de una antología de próxima aparición), el cine (las
“Mental movies”, sinopsis de películas inexistentes publicadas como
pósteres por la editorial Clase turista). En una literatura del
procedimiento, el tamaño no importa, o mejor dicho sí importa que sea
breve, y la obra deviene mero testigo del procedimiento que contiene
agazapado en su seno.
¿Y la literatura?
No
hay lugar para apocalípticos. Nada desaparece, los estratos anteriores
conviven con estos nuevos usos y apropiaciones como la pintura de
caballete convive en el mundo del arte con los tiburones en formol. Se
seguirán escribiendo cuentos clásicos, finales sorpresivos, novelas de
trescientas páginas (y de quinientas y de mil). No desaparecerá el
artesanado de la frase pulida y la palabra justa ni la trama aceitada
como un mecanismo analógico de relojería pero, mientras tanto, parte de
la literatura se hace cargo de su tiempo y lanza expediciones a las
tierras vírgenes de la era digital para ampliar el campo de batalla. “El
nuevo libro reclama un nuevo escritor. El tintero y la pluma de oca han
muerto”. La frase es del formalista ruso El Lissitsky y está fechada en
1923.