Este martes Herta Müller estará en Bogotá.El encuentro se realizará a las 7 de la noche en el Centro Cultural Gabriel García Márquez
La Nobel Herta Müller en el hotel Santa Clara, de Cartagena./Daniel Mordzinski./elpais.com |
Cartagena convierte al más gringo en un personaje caribeño. El HayFestival, además, lo acentúa. En el vestíbulo del hotel Santa Clara una fila de
escritores vestidos de blanco impoluto –guayabera y pantalón de lino, ellos;
vestidos vaporosos, ellas- espera la llegada del autobús que les llevará a la
fiesta de la ministra de Cultura de Colombia. La escritora Herta Müller (Nytzkydorf,
Rumania, 1953) deambula por el patio interior del hotel, a contracorriente. Con
camisa y pantalones negro, mochila negra y zapatos de tacón bajo, también negros,
escudriña su alrededor con esa mirada gélida que parece haberse detenido en la
Rumania de su juventud.
En una esquina del patio se encuentra
con Philipp Boehm, su traductor al inglés, y otro amigo y, entonces sí, la
Nobel de Literatura concede una sonrisa que resulta casi una exclamación en su
rostro cristalino enmarcado por una melena corta que se dispara en las puntas
hacia su interlocutor. Escoltada, Müller entra a formar parte del teatrillo. Su
presencia en esta cita cultural que se celebra hasta hoy en Cartagena,
se convierte en un recuerdo constante al pasado que aparece en sus libros. Hija
de un miembro del servicio secreto rumano durante la dictadura comunista de
Ceausescu -“que ha llegado a la tierra cantando canciones militares y ha dejado
cementerios en el mundo”-; y una madre, alienada en la represión tras cinco
años en un campo de concentración en Ucrania durante el régimen de Stalin, a
principios del siglo XX. Su vida en tránsito está marcada por el azar de la historia
de Europa Central en Rumania.
Müller no reconoce ningún manual o
proceso creativo al enfrentar una obra, aunque encuentra en el lenguaje
la
realidad, que en el cara a cara es incapaz de desentrañar. “Mi
niñera era el jardín de mi casa”, cuenta. Con sus padres todo el día en
el
trabajo y la inseguridad en el carácter, la escritora conversaba y se
comía -literalmente- sus
plantas en busca de aceptación social. “Esto es la soledad, soy como una
hormiguita, me falta tiempo para adaptarme a la eternidad”. En la
botánica y
los animales construyó el universo dictatorial que le rodeaba. “Los
grandes
árboles de los edificios oficiales eran crueles, las flores de los
funerales de funcionarios, traidoras por marchitarse tan rápido,
solo me gustaban las populares, las de la gente”.
Algo similar le sucedía con los
animales. “Alemania está llena de hombres-perro”, explica. “Hombres a los que
les encanta mandar, dar órdenes”. Los hombres-gato, por el contrario, representan la
independencia para Müller. “Dudo mucho que Hitler tuviera un gato”, ríe en una
extraña mueca.
Miembro de una minoría germana de
suabos, el lenguaje que usaban sus vecinos campesinos se convirtió en su
particular objeto de resistencia cuando dejó el colegio para trasladarse a la
ciudad a cursar bachillerato. “El dialecto era algo sospechoso que provocaba
escepticismo en la sociedad”, recordó la autora de Todo
lo que tengo lo llevo conmigo (2010). “Pronto me di cuenta de que la lengua que rechazaba tenía una
melodía, una parte poética muy interesante desde el punto de vista metafórico,
aunque en ocasiones suene dura y vulgar”.
La ciudad también le deparó el descubrimiento de las relaciones sociales.
“Yo siempre aprendí
que el silencio es una buena forma de comunicación, con los gestos y los
movimientos”, cuenta una escritora que requiere de 45 minutos para liberar sus
brazos y así acompañar sus palabras. Una mujer tan reticente al contacto que ni
siquiera el protocolo social que impone un festival en pleno Caribe, le redime
del resoplido y la queja cuando un fotógrafo, un periodista o un fan se acercan
a conversar con ella. “En nuestra casa nos comunicábamos así, sabíamos qué nos
pasaba aunque no habláramos de lo que nos ocurría”, continúa. “El silencio es
una gran dimensión, esencial en las dictaduras, muy importante al escribir”.
Desde que a finales de los ochenta se
trasladara a Alemania, Müller escribe, habla y calla en alemán, aunque sea la
lengua que durante mucho tiempo compartió por imposición con sus carceleros.
“La Securitate me robó la vida durante mi juventud y me la sigue quitando en la
actualidad acaparando mi tiempo con mis libros”. Tal es el afán de aquellos que
intentaron acallar su voz y escritura que cuando Müller recibió el Nobel en
2010 recordó que “algunos exmiembros bromearon al decir que merecían la mitad
del premio por haber contribuido a crear las obsesiones de mi mundo
literario...”