Santiago Gamboa
La vida está llena de cosas así
Hay tardes así, llenas de sol y
viento, y a uno le dan ganas de que la vida comience otra vez como una página
en blanco, sin que nada del pasado venga a mancharnos esa franja de tiempo
feliz. Es bueno saber que hay tardes en las que se puede dejar los juegos de
mesa par después y salir a dar una vuelta por la Quince, ir al Uniclam a tomar
una leche malteada con las amigas y comentar la fiesta del viernes, mirar las
vitrinas con pereza y escándalo, ir al club a ver si Carlos está en la cancha
de golfito o tomar algo en el Limmer’s a ver si ya trajeron ese famoso juego de
sapo electrónico que tanto anuncian.
Clarita esperó a que la empleada
abriera la puerta del garaje para encender el Alpine.
—Gracias, Hortensia, dígales a mis
papás que voy a la casa de Tita y que más tarde los alcanzó en el club.
—Sí, señorita.
Avanzó hasta la esquina sintiendo
el viento en los antebrazos tostados por las tardes de sol en la terraza y, de
pronto, recordó la noche pasada con Carlos: cine en el Astor Plaza por la
tarde, luego comida deliciosa en el Rancho y en la madrugada cama en el
Estadero del Norte. Las tres C, como decían con su prima, muertas de risa.
Estaba enamorada y sus amigas tenían razón: Carlos era un poco vulgar. Pero la
excitaba, todavía tenía dentro su olor.
Doblo otra vez a la derecha para
bajar la cuesta de Santa Ana hasta la Séptima y vio pasar en moto a Freddy llevando
detrás al perro de los Zubiría, haciéndolo saltar las bardas de la residencia y
pisoteando las flores que, dos veces al día, las domésticas regaban con
manguera y podaban con tijeras de mango azul en Bima.
El hombrecito en bicicleta vino
de la calle de enfrente. Llevaba una cortadora de pasto en la parrilla y dos
rastrillos amarrados con la piola al marco. Clarita aceleró por la cuesta
mirando a Freddy y no vio al intruso hasta sentir el golpe en el capó y el
bulto que caía por delante. Pegó un
grito, frenó en seco y el motor se detuvo.
—¡Pilas, so imbécil!
Encendió otra vez el Alpine
dispuesta a seguir pero vio que el hombre no se levantaba. Entonces miró el
reloj pensando que aún quedaba tiempo, maldijo,
estacionó y fue a mirar el cuerpo tendido en el asfalto. En la otra
esquina el Mercedes de Freddy pasó sin detenerse y ella alcanzó a ver el
pañuelo de seda del congresista y su brazo velludo en la ventana. Ella lo
conocía, sabía que por ser sábado salía del club sin escolta.
-¿Le pasó algo?-Clarita se animó
a tocar al extraño con el dedo, pero no hubo respuesta.
Le dio la vuelta, lo miró por
todas partes intentando despertarlo pero vio que era inútil. Ya estaba por
entrar a la casa de los Dussan cuando lo vio abrir los ojos.
—Oiga…¿Me oye? ¿Le pasó algo?
El hombre la miraba sin
parpadear, pero no habló. Entonces Clarita, muerta de pánico, le dijo, venga deje
su bicicleta aquí y súbase al Alpine, lo llevo a un hospital. Le abrió la
puerta y, angustiada, lo ayudó a acomodarse en el puesto del copiloto.
¿Dónde había un hospital aquí
cerca? Ah, sí, se dijo, el Centro Médico de los Andes. Fue para allá y,
mientras avanzaba hacia Usaquén, vio que el hombre temblaba.
—¿Se siente mal…? Ya vamos a
llegar.
Estaba tan asustada que ni cuenta
se dio de que habría podido timbrar en la casa de los Parra y pedirle a Ernesto
que la acompañara, pero tuvo miedo de que fuera grave, de que hubiera algún problema. Por eso hizo
todo al revés y después pasó lo que pasó.
“Nunca me había pasado algo así,
doctor, se lo juro”, diría más tarde, “hacía apenas cuatro meses que tenía el
pase y sólo manejaba de mi casa al club. Bueno, de vez en cuando a Unicentro
acompañando a mamá a hacer compras o yendo a ver alguna película a los
Cinemas”.
Al llegar a la clínica se bajó y
fue corriendo a la recepción.
—Es un caso urgente…Está en el
carro.
—¿Qué tiene?-preguntó un
enfermero.
—Hubo un accidente…-no sabía qué
decir, ¿para que hablaba?
En cuanto lo internaran llamaría
a su papá para que se hiciera cargo.
Mordiéndose las uñas, entró al
hospital detrás de la camilla.
—¿La señorita es la
responsable?-preguntó la jefa de enfermeras.
—Porque el señor que está en
estado de choc, no tiene ni documentos ni medios para entrar al hospital. ¿Me
permite una tarjeta de crédito?
Pensó en la American Express,
pero sólo la metía en la billetera para los viajes.
—No tengo aquí, pero vayan
atendiéndolo mientras la traigo.
—Imposible, señorita. Sin eso no podemos recibirlo.
—¿Y entonces…?
Le vinieron lágrimas, no pudo más
y le contó todo a la enfermera. Desde el principio.
La enfermera miró al hombre. Le
levantó la cara y vio que apretaba los dientes, que tenía un leve temblor en la
quijada.
-Este señor tiene
epilepsia-ledijo a Clarita-. Lo que le pasa no tiene nada que ver con el accidente que usted me está contando.
—Sí pero…¿Qué hago?
—Vaya al dispensario de salud de
Usaquén, o sino llévelo al Hospital de San Juan de Dios. Ahí puede entrar por
urgencias sin problema. Pero le doy un consejo, señorita: déjelo rápido en algún
lado y váyase para su casa.
Clarita pidió prestado el
teléfono para llamar al papá.
-¿El doctor Montero? Sí, un
momento lo mandó a buscar…-le dijo un empleado del club.
Esperó dos segundos pero notó que
el cuerpo del hombre seguía temblando. Entonces un enfermero vino y le dijo:
—Si no lo va a internar, señorita,
haga el favor de llevárselo. Este señor va a tener un ataque de epilepsia.
Colgó afanadísima sin poder
hablar con el papá, pensando que lo llamaría en otro momento. Luego la ayudaron a subirlo al carro y ella
estuvo a punto de gritar. ¿Qué hacer?
Fue volando a Usaquén, preguntó
por el dispensario de salud pero le dijeron que era sábado, que hasta las cindo
no había turno. Entonces pensó: ¿dónde quedaba ese tal San Juan de Dios? Un
celador del Banco de Colombia le dijo:
—En la Décima con Primera. Pero
apúrese, ese señor tiene muy mala cara.
El corazón se le iba a salir del
pecho. Esa dirección quedaba al otro lado de Bogotá.
El hombre, sostenido por el
cinturón de seguridad, resbaló sobre el vidrio sin abrir los ojos. Clarita vio
su cuello tenso, las venas inflamadas y un constante temblor en la quijada.
—¿Voy por la Séptima hacia el sur?
—Sí- dijo el celador—. Y en la 26 siga por la Décima, derecho. Es
fácil, si se pierde cualquiera le indica.
Subió a la Séptima pensando:¿Por
qué me pasarán a mi éstas cosas? No podía dejarlo tirado en un andén, pero a
fin de cuentas no había sido culpa suya. Hasta la enfermera lo dijo. Pensó en
parar a llamar al club en el semáforo de Santa Bárbara, pero luego se dijo que
lo mejor era llegar al San Juan de Dios lo más rápido posible, dejarlo y llamar
al papá.
Sin saber lo que hacía, Clarita
perdió la última oportunidad de evitar lo que más adelante sólo el tiempo, un
traslado definitivo a Boston, la tranquilidad y el psicoanálisis podrían curar.
“Hay una cosa que no le he dicho,
doctor: cuando niña, en la finca de mis abuelos, enterré vivo a un patico. No
fue por maldad, se lo juro, sólo porque me gustaba verlo salir de la tierra.
Salía y lo volvía a enterrar haciendo un hueco cada vez más hondo. Pero de
pronto no salió más y yo comencé a escarbar asustada hasta que lo saqué, ya
muerto. Por la tarde todo el mundo preguntaba por el patico y yo temblaba de
miedo, callada, y cuando me preguntaron si lo había visto dije que no, que tan
raro, que debía haberse perdido. Fíjese usted es la primera persona a la que se
lo cuento.”
Al pasar la avenida Chile la
quijada del hombre comenzó a temblar con más fuerza aunque sin mover el cuerpo.
Su cabeza golpeaba contra el vidrio y una gota de saliva le escurría de la
boca.
Clarita aceleró: si le daba el
ataque de epilepsia en el carro sería muy peligroso. Daría patadas, manoteos, a
lo mejor hasta la hacía chocar.
El reloj de la avenida Chile,
esquina carrera Séptima, daba las tres de la tarde. Había un tráfico moderado y
el sol continuaba calentando el aire.
“Yo me sentía segura, sentía que
podía hacerlo. Por eso fui. Ya le explique quera un día de sol lindo, doctor,
que la noche anterior había tenido relaciones con un joven al que frecuentaba y
que más tarde tenía una fiesta sport en
el Club. Todo eso influyó. Además era
sábado, no era época de exámenes y pensaba ir a donde Tita, una amiga, y
contarle lo de Carlos, a ver si me ayudaba a tomar una decisión sobre él. Pero
claro, mientras iba hacia el sur por la Séptima yo no pensaba en eso, tan
angustiada estaba.”
Psada la 67 una nube tapó el sol
y Clarita sintió frío en los brazos. ¿Dónde había puesto el suéter? Recién ahí
se dio cuenta: lo había dejado en el Centro Médico. Tonta. Antes de ir al club
iría a la casa a cambiarse. Desde allí llamaría a Tita para que salieran
juntas.
El hombre pareció estabilizarse
en ese ligero temblor y Clarita volvió a preguntarle:
—¿Me oye? ¿Se siente mejor?
—Pero nada, no había respuesta.
Al menos con los semáforos tuvo
suerte: a partir del Carulla de la 60 todos en verde hasta la calle 26. Al
doblar hacía la Décima por el edificio de Bavaria y pasar los puentes sintió un
poquito de miedo.
“Yo había estado dos veces por
esa zona yendo al Salón Rojo del Hotel Tequendama, pero de ahí para allá nunca.
Ni siquiera la Catedral o el Palacio de Justicia. Los conocía de haberlos visto
en televisión.”
Los edificios se oscurecieron, la
calle se hizo más estrecha y Clarita comenzó a ver basuras y tenderetes en
todas las esquinas. Vio las busetas cambiando de carril, carretillas de fruta,
los gamines empujando carros de balineras y sintió mareo. ¿Cómo iba a reconocer
la Avenida Primera? Habría que mirar las direcciones. Pero no importa: la calle
avanzaba recta y ella sabía que tenía que llegar de frente al edificio del
hospital. Le habían dicho que era fácil.
A la altura de la calle doce hubo
un atasco que la puso nerviosa. Los carros no se movían, los buses se echaban
encima de todo el mundo para avanzar un milímetro y el ruido de los pitos la
volvía loca. Por los lados, el vidrio
del carro se convirtió en un mosaico de manos que le pedían limosna, que le ofrecían
cadenas robadas, cigarrillos y paquetes de Kleenex. Clarita con ojos huérfanos,
miró al hombre buscando protección, pero él seguía recostado contra el vidrio,
con el cuello rojo y las venas tensas. El tableteo de la mandíbula continuaba
y, muerta de pánico, comprobó que el ruido que oía desde hacía un rato era el
castañeteo de sus dientes. Se dijo que debía acelerar: ahora sí el ataque
estaba en un pelo.
Los carros seguían sin moverse.
Una cuadrilla del Ministerio de Obras Públicas levantaba la calzada para
cambiar el asfalto a la altura de la calle Sexta. Sólo quedaba una vía del lado
izquierdo para pasar y tres busetas se la disputaban. Sin saber qué hacer,
Clarita cometió el último y fatal error: vio una esquina, vio que el carro de
adelante doblaba para salir del atasco y, sin pensar, lo siguió. Era la calle
Octava y respiró diciéndose que no estaba lejos.
Avanzó dos esquinas mirando con
aprensión los talleres de mecánica, las tiendas, los edificios desconchados, la
gente descalza con el torso desnudo, los grupos de dos o tres sentados en las entradas de las casa tomando
cerveza y aguardiente, oyendo radio.
Una vez más doblo a la derecha y
el paisaje volvió a sobrecogerla: la calle destapada. Con cráteres llenos de
agua que hacían golpear los bajos del Alpine contra el suelo.
“Yo, doctor, si quiere que le diga la verdad, ya
ni sentía miedo. Era como si estuviera dormido el músculo del miedo, ¿me
entiende? Mi casa, el Club, el barrio, Unicentro, me parecían lugres
inalcanzables de los que había salido hacía tres vidas. El sur era para mí la
boca del lobo, ¿me va entendiendo?.”
Pasó al lado de una montaña de
escombros y vio un muro de ladrillo a medio construir que terminaba en una casa
de lona y plásticos; en la esquina, en un hidrante abierto, varias mujeres
llenaban galones de agua y una cuadrilla de niños descalzos revoloteaba
alrededor. Clarita no podía avanzar más rápido. En cada hueco se encontraba con
miradas sorprendidas. ¿Podría recuperar la Décima más adelante?
La cosa fue más bien sencilla: de
una de las casas salieron tres hombres gritando: “¡Auxilio! ¡Un carro!” La
vieron venir y le hicieron seña de parar, pero Clarita se asustó y quiso
acelerar para irse de allí. Imposible, los huecos no la dejaban avanzar.
Mientras le daba con desesperación al pedal sintió un ejército de manos
golpeando contra todos los vidrios del Alpine. ¡Pare! ¡Pare! Clarita también
gritó de pánico: “¡Váyanse! ¡Déjenme!”
Los hombres forcejearon para abrirle las puertas hasta que uno de ellos levantó
un ladrillo y pulverizó el vidrio de atrás.
—¡Ya tráiganla!-dijo una voz
angustiada.
De la casa salieron otros dos
hombres alzando a una mujer joven. Tenía el vientre inflado y las piernas
bañadas en sangre.
—Recuéstenla ahí, con cuidado—dijo el más grande señalando el asiento de
atrás.
Varias mujeres se subieron al carro con la que gritaba y un
hombre empujo a Clarita hacia el puesto del copiloto, sobre las piernas del
epiléptico que aún temblaba y que ya tenía la quijada y el cuello humedecidos por
las babas.
—Estamos yendo al hospital, mamita— dijo una de las mujeres-Tranquilita, ¿sí?
“Yo vi la escena como si no
fueran mis ojos. La mujer estaba teniendo un parto al lado mío, doctor, y le
juro, entre la sangre, los pataleos y los gritos, se lo juro, yo vi como unas
piernitas diminutas que le colgaban del sexo.”
El que se puso en el timón
aceleró a pesar de los huecos y todos saltaron dentro del carro. En la esquina
chocó contra una caneca de basuras rompiendo el faro derecho del Alpine pero
siguió acelerando hasta que volvió a la
Décima, después del atasco. En el semáforo del cruce para la Tercera volvieron
a parar.
—¡Se está desangrando! ¡El niño se
va a estrangular!
Clarita temblaba de pánico
mirando la escena. El hombre que manejaba sudaba a chorros y ella sufrió un desmayo
al sentir que el epiléptico tenía el miembro en erección.
“Y fíjese lo que me pasa doctor:
cada vez que estoy con un hombre veo al extraño temblando y echando babas, pero
no importa, le sigo contando. Cuando me desperté del desmayo estaba sola en el
carro. Es decir, sola con el epiléptico. Y entonces vi el vidrio roto del
Alpine, el mar de sangre negra en la silla de atrás y los trapos ensangrentados
que cubrían a la mujer. Ellos se habían ido”.
El epiléptico empezó a moverse y
ella cambio de posición, sintiendo esa cosa dura entre los pantalones del
hombre.
Entonces se armó de valor. Y lo
empujo contra la puerta y justo en ese instante vio un brillo y luego una forma
que la dejó sorprendida: esa cosa dura que el hombre llevaba entre los
pantalones y que sentía contra su pierna era una pistola. Fue incapaz de
hablar, de reaccionar. Simplemente la vio. Era la primera vez que veía una
pistola. El hombre buscó acomodarse y dejó caer un papel que llevaba en el puño
de la mano derecha. Clarita lo abrió y, temblando de miedo, vio escrita una
dirección y el nombre de papá de Freddy, el congresista del pañuelo de seda.
En ese momento volvió a
desmayarse sin saber que la estaban buscando.
Qué la policía había encontrado la bicicleta del jardinero tirada en la calle
y que en la bolsa de útiles, en lugar de tijeras de podar y recogedores de
pasto, había una mini Usi y una granada de mano.
Despertó en uno de los cuartos
del San Juan de Dios. Le habían dado un calmante luego de haber tenido varios
ataques, gritado y pataleado para escaparse y pidiendo que viiera su papá.
La habitación era de color azul claro. Detrás de la ventana se veía un
pedazo del cerro y más atrás, bien al fondo, el cielo y algunas nubes. Una
enfermera entró:
—La familia que
usted trajo al Hospital pudo salvar al niño y quieren darle las gracias.
—¡No los deje
entrar! —gritó, y otra vez empezó a patalear en la cama, a forcejear de aquí
para allá, pero en vano, porque la tenían bien sujeta con cinturones de cuero
agarrándole los brazos.
Al final de la
tarde, cuando los familiares llegaron para trasladarla a la clínica del
Country, Clarita seguía en estado de choc. Según supo después, la policía había
agarrado al falso jardinero en el hospital y ahora lo estaban juzgando. Por el
traslado a Boston y los problemas de salud el papá había logrado que no la
llamaran a declarar, que para ella habría sido horrible.
“No sé doctor,
no sé si es mentira de los médicos de Colombia, pero llegaron a decir que
cuando mi papá por fin llegó a recogerme
al hospital yo no lo reconocí. ¿A usted le parece posible?”
Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es un escritor, filólogo, embajador, columnista, corresponsal y periodista colombiano.Hijo de la artista y pintora Carloina Sampe y Pablo Gamboa Hinestroza. Estudió literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Luego emigró a Europa, donde vivió en Madrid (se licenció en Filología hispánica en la Complutense) y en París (donde estudió Literatura cubana en la La Sorbona).
Paralelamente, trabajó en esta última ciudad como periodista en el Servicio de América Latina de Radio Francia Internacional (1993-1997),
donde estuvo encargado de los programas literarios y de índole
cultural. El mismo año que ingresó en RFI, se convirtió también en
corresponsal de El Tiempo, el diario colombiano de mayor tiraje y con mayor influencia del país.
Su primera novela, Páginas de vuelta, la público en 1995
y la crítica consideró que rompía "todos los caminos recorridos por la
más reciente literatura colombiana". Dos años más tarde aparece la
segunda, Perder es cuestión de método, que recibió excelentes comentarios en España y América Latina, y que ha sido traducida a quince idiomas. Esta obra fue llevada al cine por Sergio Cabrera en 2005.
Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos, una narración breve, fue incluida en la antología Cuentos apátridas (1999) y sus derechos cinematográficos los adquirió la productora italiana independiente Solaris. Al año siguiente salió Vida feliz de un joven llamado Esteban.
Sobre su escritura, Gamboa comenta: "Dice el maestro Fernando Botero
que nunca ha dado una pincelada que no esté autorizada por la historia
del arte. Y lo que él dice refiriéndose a la pintura lo intento aplicar
yo a mis novelas: me gusta que los temas que elijo estén autorizados de
alguna manera por la historia de la literatura". Y "no quiero que nadie
lea un libro mío por ser latinoamericano, sino porque le gusta lo que
escribo. Yo no leo a Malraux por ser francés ni a Tabucchi
por ser italiano, sino porque me gusta lo que escriben. Es casi una
mayoría de edad que la literatura latinoamericana se merecía después del
boom.1
Gamboa ha participado en varias otras antologías de narradores latinoamericanos —McOndo, Líneas Aéreas, Cuentos caníbales—, y en algunas realizadas en Francia, Alemania y Yugoslavia.
Ha sido columnista de las revistas Cromos y Cambio; ha colaborado en Gatopardo, Planeta Humano, GQ, Perfiles, SoHo, Internazionale y en publicaciones del grupo Repubblica.
Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas y han recibido diferentes distinciones.
Ha sido diplomático en la Delegación de Colombia ante la UNESCO y en la embajada en India. Actualmente reside en Roma.1 Premios: Finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2007 con El síndrome de Ulises.Finalista del Premio Medicis (Francia) a la mejor novela extranjera con la versión francesa de esa novela.Finalista del Premio Casino de Póvoa (Portugal) con la traducción portuguesa de la misma obra.Premio La Otra Orilla en 2009 por Necrópolis. Obras: 1995 Páginas de vuelta, novela.1997 Perder es cuestión de método, novela.2000 Vida feliz de un joven llamado Esteban.2001 Los impostores, novela.2002 Octubre en Pekín, libro de viajes.2004 El cerco de Bogotá, cuentos. 2005 El síndrome de Ulises, novela. 2008 Hotel Pekin, novela breve.2009 Necrópolis, novela.2012 Plegarias nocturnas, novela.
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto: tomado del libro Variaciones en negro.Relatos policiales latinoamericanos. Editorial Plaza Mayor. Puerto Rico. 2003.Foto: archivo.