Andréi Platónov
El peso de los caídos
Una madre regresó a su casa. Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero
no pudo acostumbrarse a vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo
que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de
las fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella
había tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba
de nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos,
despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había
en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el
universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y
su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos. Ahora
se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja llevada
por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al sentir
que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a nadie,
sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera, pero ella
no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida y el lugar
en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.
En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no tocaron a
la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó la mucha
humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que muriera por su
cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una opaca luz de
extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas
malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas y
a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona prefieren
pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen, porque temen
ser vencidos por una fuerza desconocida.
Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su casa,
pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada con barro
pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la cabeza de una
persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el fuego alemán, que
sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que crece sobre las
tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había desaparecido todo el
vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste lo iluminaba todo, y
era posible ver en la lejanía a través de la tierra silenciosa. Pasaría muy poco
tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar antes habitado, los vientos
soplarían libres, los torrentes de lluvia lo igualarían y ya no quedaría huella
humana ni nadie para asimilar y heredar como un conocimiento útil todo el
sufrimiento de la vida terrestre. Este último pensamiento hizo suspirar a la
mujer, y también el dolor que sentía su corazón por tanta vida perdida y sin
memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería vivir para amar a los muertos,
para terminar los planes que la muerte había interrumpido.
Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las
manos en el polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino,
sabía que había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué
pasaría con el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si
también su corazón dejaba de respirar?
La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le acercó
su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes gorda, pero
ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus dos hijos
pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había desaparecido
en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar a sus hijos y
terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.
-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.
-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos.
Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.
Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María
Vasílievna recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a
inspeccionársela. Las dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras
una trabajaba afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó
dormida con la tranquilidad que le infundía la cercanía de una persona conocida.
-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.
-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?
-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.
-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia
satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás
les hubiera tocado la misma desdicha.
-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo
María
Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el
batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la
carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me
quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el
mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó
sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde
un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual.
Tengo la sensación de estar muerta...
-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo también vivo
así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también descansan... Sé
dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para enterrarlos, yo
estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a todos los muertos,
levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a nuestros muertos los
llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y apuntaron en el acta
cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo de asuntos y luego
empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.
-¿Y quién la cavó? -se preocupó
María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo? Una tumba
profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.
-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue su
tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los
muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se
aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No
tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por
encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar
el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...
-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron arriba, sin
aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.
-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver... Allí,
detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los verás. Yo
hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz se cae
aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...
María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó a
inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura los
espíritus tristes y enfermos.
Después, cuando cayó la tarde,
María Vasílievna se levantó. Era una mujer vieja
y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde descansaban sus
niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más allá su hija.
María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en casitas de
madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas que había
junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos remotos. Ahora
nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa superior de tierra y
la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores, o los habían cogido
como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.
La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos pasados,
al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra los había
roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un aspecto
triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...
María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles y
temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos
asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.
Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron las
estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto
habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la tierra
oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les impedía
apartar la vista de ella.
«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos muertos-, si
estuvieran vivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos destinos
podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha quedado
la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por
ustedes...? ¿Qué edad tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía dieciocho,
cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto corazón gasté
en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante, porque
murieron, no pude conservarles la vida, no
los rescaté de la muerte, mi solo
corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos, aunque
no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé: "Que vivan
solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la tierra, todavía nada está
listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por arreglarlo todo, para dejarlo a
punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir, pero tampoco tenían otro lugar
donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las madres? Paríamos hijos, ¿qué
otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido vivir...»
Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de la
tierra remaba el silencio, nada se oía.
«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la muerte
los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin mis
hijos, no quiero vivir sin muertos...»
María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que la
llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando algo
como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde
provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la
tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora su
hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía oír
su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?
María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del silencio del
universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que, de tan lejana,
sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre la esperanza y la
alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los muertos regresarían
a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se abrazarían y no se
separarían nunca más.
A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que aquello
significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la ayuda de los
vivos y no quería seguir estando muerta.
«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo
María
Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de
su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo
sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera
eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría
regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque la
muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría
ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»
La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como si
Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño y
se quedó dormida sobre la tumba.
El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el sordo
retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna despertó
y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los cañones. «Son
los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un poder
soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a la
gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a los
muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»
María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella
imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de
inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos
desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería
si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a
luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.
Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más cerca de
sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que les había
dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos
infantiles y el color de sus ojos vivos.
Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de Mitrofánievsk y
se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar combustible; habían
dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la ciudad se había
retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así librarse del combate.
Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la cual
brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba ver cómo
vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los insectos que
conocía de antes.
A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja acurrucada
sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración. Después giró el
cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse de que no latía.
«Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en silencio el rostro de la
muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como peal de repuesto-. Ya no
tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por el hambre y por la desdicha
que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»
«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No importa de
quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»
Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose angustiosamente de la
madre ajena.
«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay tiempo de
afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo entero
deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo sería en
vano.»
El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que
ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida
de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella
vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en
señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que
se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos
pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino
libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su
caída su justo peso.
Andréi Platónov, en cirílico ruso: Андре́й Плато́нов, seudónimo de Andréi Platónovich Kliméntov (en ruso: Андре́й Плато́нович Климе́нтов) (Vorónezh, 1 de septiembre de 1899 - 5 de enero de 1951). Escritor soviético, uno de los primeros que emergieron después de la Revolución rusa de 1917. A pesar de ser comunista, sus obras fueron prohibidas por su posición escéptica respecto a la colectivización. Sus obras más conocidas son las distopías Chevengur y El foso (Котлован, en:The Foundation Pit).
Hijo de un trabajador metalúrgico empleado de los ferrocarriles
rusos, fue el mayor de 10 hermanos. Nació en una aldea cerca de la
ciudad de Vorónezh.
Estudió en la escuela parroquial y a partir de los trece años empezó a
trabajar en diversos oficios para mantener a la familia. Sirvió en el Ejército Rojo durante la Guerra Civil Rusa
como corresponsal de guerra. En 1919 empezó a colaborar como poeta,
publicista y crítico literario en varios periódicos. En la década de
1920 cambió su apellido original Kliméntov por el de Platónov, un
pseudónimo basado en el nombre del padre del escritor (el patrónimo
Platónovich). En 1924 acabó la escuela politécnica y comenzó a trabajar
como ingeniero electrotécnico en diversos proyectos en la Rusia
central, donde fue testigo de los excesos y los levantamientos
campesinos causados por la colectivización forzada. En 1927 marchó a Moscú con la idea de dedicarse exclusivamente a la literatura. Fue miembro, aunque periférico, del grupo Pereval de escritores campesinos.
Escribió sus obras más importantes, las novelas Chevengur y El foso (o La excavación), entre 1926 y 1930, coincidiendo con los últimos años de la Nueva Política Económica (NEP) y el inicio del primer Plan Quinquenal
en 1928. Estas obras, que suponían una crítica implícita al sistema,
desencadenaron las críticas de los órganos oficiales y, aunque un
capítulo de Chevengur apareció en una revista, las obras nunca se
publicaron (no sería publicada completa en Rusia hasta 1988). En 1931
después de la publicación de la crónica de la vida de los campesinos
pobres Vprok, que recibió las críticas de Fadéyev y Stalin, la publicación de sus trabajos fue prohibida, con la exclusión del relato "El río Potudán", publicado en 1937.
Su hijo de 15 años fue arrestado y enviado a un campo de concentración durante la Gran Purga estalinista de la década de 1930. Liberado, pero enfermo de tuberculosis, el hijo volvió a la casa y durante la convalecencia contagió la enfermedad al escritor. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial
le fue permitido publicar por un permiso especial de Stalin. Fue
corresponsal de guerra de 1942 a 1945 y siguió escribiendo en el
periódico Estrella Roja hasta 1946.
A finales de 1946 se imprimió su cuento «El regreso», por lo que fue
nuevamente censurado y acusado de calumnia. Como consecuencia, la
posibilidad de seguir publicando desapareció por completo. La finales de
los años cuarenta, imposibilitado de seguirse ganando la vida como
narrador, se dedicó a preparar cuentos rusos y bashkirios
para ser impresos en revistas para niños. Murió el 5 de enero de 1951
en Moscú. Tiene una calle y un monumento dedicados en Vóronezh.
Aunque relativamente desconocido en su tiempo, la influencia de
Platónov en la literatura rusa es considerable. Algunos de sus trabajos
fueron publicados o reimpresos en los años sesenta en la época del
"deshielo" de Nikita Jrushchov.
La obra de Platónov esta fuertemente relacionada con autores clásicos rusos como Fiódor Dostoyevski.
Hace un uso extenso del simbolismo cristiano y de las obras de
filósofos antiguos y contemporáneos suyos, entre ellos el filósofo
cristiano Nikolái Fiódorov.
Su novela corta El foso o La excavación usa una
combinación de lenguaje rural y términos políticos e ideológicos que
crean una atmósfera de irrealidad a la que colaboran los sorprendentes
y, a veces fantásticos, hechos de la narración. Esta exploración del
sinsentido es una característica del existencialismo
y la literatura del absurdo. A pesar de la postura materialista de su
obra que niega la importancia y la existencia del alma, su estilo, muy
personal y su uso idiosincrático del léxico lo alejan de los escritores
del realismo socialista. Su publicación en la URSS no fue posible hasta 1987 al calor de la perestroika. Obras. Las esclusas de Yepifán.La ciudad Grádov. El ciudadano.Las dudas de Makar. (relato). El paso del tiempo.La patria de la electricidad. (relato, 1926). Chevengur. (novela, 1927-1928). La excavación, a veces nombrada como .El foso. (novela corta, 1929-1930).Dzhan. (novela corta, 1935).El río Potudán. (relato, 1937).El regreso. (relato, 1946). El arca de Noé (teatro).La feliz Moscú. (novela, inacabada).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com.Foto:Internet.