Todo buen profesor sabe que, en el
aula, cuando el lenguaje circula con vida entre docentes y alumnos, se
construye una visión del mundo sostenida en la subjetividad de cada uno.
La libertad es entonces la herramienta clave del aprendizaje, señala la
docente y escritora Angela Pradelli
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ESPERANZA.
"Los alumnos que leen y escriben poesía en el aula se acercan al
secreto más misterioso de la creación", supone Pradelli./revista Ñ. |
Hace cinco años, en el marco del Congreso Internacional de la Lengua
Española que se celebró en Rosario, escuché a un poeta, el escritor
nicaragüense Ernesto Cardenal, afirmar respecto a la muerte de las
lenguas: "Cuando una lengua desaparece, no son sólo palabras las que se
pierden. Cuando se muere una lengua, es una visión del mundo lo que
desaparece". Partiendo de Cardenal, podemos llegar también a la otra
orilla y preguntarnos: para que la lengua viva en las aulas, ¿qué es lo
que se enseña y qué se aprende?
Los profesores, en nuestras
clases, tenemos que valorar la vacilación de la lengua como algo
sagrado, preservarla en lo insondable de la materia que enseñamos.
Escribir una oración breve puede ser una operación compleja y
dificilísima. Se ponen en juego no sólo la circulación de las palabras,
también los silencios, las jergas, la cadencia, el fraseo. El lenguaje
corre allí con su energía creadora. La polisemia de la lengua es casi
permanente: es imposible hablar sin matices, es imposible desatender a
la vitalidad de ciertas frases y tonos. Los acentos de un poema nos
revelan un mundo y nos ocultan otros. La intensidad de una prosa que nos
afecta puede perturbarnos.
Los alumnos que leen y escriben
poesía en el aula se acercan al secreto más misterioso de la creación.
Cuando los estudiantes elaboran argumentaciones y construyen relatos
hablan también, siempre, de su propia identidad. Vivimos en un mundo que
se desborda de señales, que está repleto de mensajes. Cada gesto, cada
color, las posturas, incluso los silencios tienen algo para decirnos.
Pero
necesitamos las palabras para cargar a cada uno de ellos de cierta
significación. El punto y las comas marcan la respiración de nuestras
enunciaciones. Cuando los alumnos construyen sus textos, orales o
escritos, deciden también, en la compleja red de la sintaxis, dónde
acontecerán sus propios silencios. En la construcción de textos los
silencios ya no son sólo límites del lenguaje. En el silencio se oye el
eco de la palabra que está presente incluso allí, en su ausencia.
El
lenguaje tiene reflejos a partir de los cuales se instala en la
creación. Los discursos que acontecen en el aula, los discursos de los
otros y los propios, laten en la capacidad de su propia invención. Nada
queda fuera: los enunciados de los medios, las conversaciones entre
amigos y con las parejas, los mensajes de las autoridades de la escuela,
la historia, la filosofía, el cine, la matemática, los blogs, el
chateo, los muros del Facebook, los mensajes de texto, las canciones.
Nuestros
enunciados, personales y también sociales, nuestros discursos amorosos,
profesionales, los diálogos entre alumnos y docentes, cualquiera de
nuestros discursos opera sobre una gramática compleja y traza un mapa de
nuestra subjetividad. En los pliegues más remotos de nuestra intimidad
hay elementos sociales y públicos que inciden en ella y la determinan.
Es imposible no oír las distintas lenguas que circulan dentro de la
misma lengua.
La riqueza de una clase puede ser ilimitada si
valoramos los espacios de los diálogos "interlinguales". La capacidad
del lenguaje es tremenda. Por la lengua construimos una mirada personal
sobre el universo, nuestra propia humanidad depende de nuestras
palabras.
La respuesta a qué se enseña y qué se aprende en las
clases de lengua la encontramos también en aquel poeta nicaragüense
cuando en Rosario habló de la vida de las lenguas. Hacia allí van los
aprendizajes, hacia la construcción de una visión del mundo. En el aula,
cuando el lenguaje circula con vida entre alumnos y profesores -en las
bocas, los cuadernos, las pantallas- se construye, sobre todo, una
visión del mundo.
Aunque por momentos, o quizás por eso mismo, el
lenguaje se ponga imposible y nos haga balbucear a todos con una lengua
de trapo. "Tropezamos, dice George Steiner, en ocasiones visceralmente
con impalpables pero rígidos muros de lenguaje. El poeta, el pensador,
los maestros de la metáfora, hacen arañazos en ese muro. Sin embargo, el
mundo, tanto dentro como fuera de nosotros, murmura palabras que no
somos capaces de distinguir."
La intensidad de las palabras que
se dicen puede ser tan potente como el vigor de las palabras que se
callan. Los que hemos hecho de la lectura y de la escritura los ejes de
los aprendizajes, construimos las clases sobre estas dos columnas que
nos sostienen y nos permiten atravesar con nuestros alumnos los umbrales
siempre infinitos que nos internan en el nervio de las palabras, en la
ambigüedad, y también en la música, los sonidos y en el silencio.