Patricia Highsmith
La tortuga
Víctor
oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo
y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá
y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el
sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en
la cerradura.
-¡Vííííctor! -gritó su madre,
agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa grande de
papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui adonde mi
editor y al mercado y a la pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás
jugando? ¡Es un día lindísimo!
-Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío.
-¡Uf!
-la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del
vestíbulo-. Debes de estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre!
He visto a todos los niños jugando en la vereda. Hasta ese nene que te
gusta, creo, ¿cómo se llama?
-No lo sé -dijo Víctor.
De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención. Metió
las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban,
y empezó a caminar sin rumbo por la sala, mirándose los zapatones
gastados. Su madre podría haberle comprado zapatos que le quedaran bien
por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían las suelas más
gruesas que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito
levantada, como botas de alpinista. Víctor se detuvo frente a la ventana
y miró el edificio de enfrente, de color tostado. Vivía con su madre en
el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al otro lado de la
calle era aún más alto que el de ellos. A Víctor le gustaba más el
departamento donde habían vivido en Riverside Drive. También le gustaba
más la escuela de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la
otra se había cansado de reírse de él.
-¿No quieres
salir? -preguntó su madre, entrando en la sala mientras se secaba las
manos con energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj!
¡Qué olor horrible!
-No, mamá -dijo Víctor con paciencia.
-Hoy es sábado.
-Ya lo sé.
-¿Ya sabes los días de la semana?
-Por supuesto.
-¿A ver?
-No
quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años
que los sé. Hasta nenes de cinco años saben los días de la semana.
Pero
su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de
dibujo en un rincón de la habitación. Había estado trabajando hasta
tarde la noche anterior. Víctor estuvo en su sofá cama en el rincón
opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando ella fue
a acostarse en el sofá cama.
-Ven acá, Víííctor. ¿Ves esto?
Víctor
se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No,
ni siquiera había echado un vistazo al tablero esa mañana; no había
querido.
-Este es Pedro, el burrito. Lo inventé
anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene mexicano que lo monta.
Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están perdidos, pero
Pedro sabe cómo volver a casa todo el tiempo y...
Víctor
no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había
aprendido al cabo de muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la
frustración -sabía lo que quería decir la palabra frustración; había
leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre los hombros,
sentía el odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a
punto de estallar en su interior. Había tenido la esperanza de que su
madre captara la alusión cuando le dijo que tenía frío en sus estúpidos
pantaloncitos cortos. Había tenido la esperanza de que su madre
recordara lo que le había contado días antes, que el chico que había
querido jugar, que parecía tener su misma edad, once años, se había
reído de sus pantalones cortos el lunes por la tarde. "¿Te hacen usar
los pantalones de tu hermano o algo así?" Víctor se había alejado lleno
de mortificación. ¿Qué habría pasado si el otro se hubiese enterado de
que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un par de
pantalones largos, aunque fueran vaqueros? Su madre, por alguna razón
disparatada, quería que pareciera como un francés y le hacía usar
pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y camisas tontas con cuellos
redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años toda su
vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. "Víctor es mi tabla de
armonía -les decía a veces a sus amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de
inmediato si a los niños les gustarán o no." A veces Víctor simulaba
que le gustaba algunos cuentos que en realidad no le gustaban o dibujos
que sentía que le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su
madre y porque ella se ponía de mejor humor si él le decía esas cosas.
Ya estaba cansado de las ilustraciones de cuentos infantiles, si es que
alguna vez le habían gustado -en realidad no podía acordarse- y ahora
tenía dos preferidos: las ilustraciones de Howard Pyle en algunos de los
libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan en los de Dickens.
Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona
a la que su madre pedía opinión, pues simplemente odiaba las
ilustraciones infantiles. Y era un milagro que su madre no se diera
cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender
ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar
de ese libro cuya sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba
ubicado en el estante central de la biblioteca en un espacio libre, para
que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó ese
libro. Su madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo
que quería que ella dibujase, la había observado hacer cada dibujo, le
había dado su opinión y, en fin, la había guiado totalmente. Víctor
tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el cuento era de
otra persona y había sido escrito antes de que su madre hiciera los
dibujos y, naturalmente, los dibujos debieron adaptarse a la historia.
Desde entonces, su madre sólo había publicado unas pocas ilustraciones
para revistas infantiles y preparado calabazas y gatos negros de papel
para Halloween, la fiesta de las brujas, aunque siempre llevaba su
carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero. Era
un rico hombre de negocios que vivía en Francia, un exportador de
perfumes. Su madre decía que era muy rico y muy apuesto. Pero él se
había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía interés en él, ni
siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un
francés con algo de polaco y su madre era húngara francesa. La palabra
húngara le hacía pensar a Víctor en gitanos, pero cuando una vez le
preguntó a su madre, ella replicó enfáticamente que no tenía nada de
sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa
pregunta.
-¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? "En todo
México no había un burro más inteligente que Miguel, el burrito de
Pedro." O si no: "Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de
todo México."
-Creo... que prefiero la primera.
-¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración.
Víctor
trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba
mirando las marcas de lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo
colorido del centro no le interesaba en absoluto. No estaba pensando.
Esa era una sensación frecuente y familiar en él; había algo emocionante
e importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a
encontrar algo que hablara sobre eso -quizá con otro nombre- en la
biblioteca pública o en los libros de psicología que había en su casa y
que él hojeaba cuando su madre no estaba.
-¡Víííctor! ¿Qué estás haciendo?
-Nada, mamá.
-Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera?
Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los pensamientos, acerca del no pensar.
-¡Pero
estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su
tono era desafiante. ¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de
todo?
-¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados entrecerrados.
-El no pensar.
Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas.
-¿Sabes,
Víííctor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo
mentalmente. Y eres un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que
tienes la mentalidad de un nenito de cinco años -dijo con lentitud,
acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de los sábados
encerrado. Quién sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero
es por eso que te quiero, mi pequeñito Víííctor. -Le pasó el brazo
sobre los hombros y lo atrajo hacia ella. Por un instante, la nariz de
Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y suave. Ella llevaba
su vestido color piel, el que se transparentaba un poco a la altura del
busto.
Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba reír o llorar.
Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás.
-¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja!
Entonces
las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como
si estuviera disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no
pudiera verle los ojos. Luego la miró repentinamente.
-¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué tienes que burlarte?
-Un neniiito que llora -continuó ella, riendo.
Víctor
salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y
se arrojó de cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones.
Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero sin llorar, de
una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca
abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en
cierto modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que
nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en
el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre,
el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y
alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un
escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar.
Luego, volvió a respirar y a oír la voz de su madre.
-¿Me
oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que
te laves la cara y que te pongas una camisa limpia. Y también que le
recites algún versito. ¿Qué verso vas a recitarle?
-Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada poema de El jardín de versos infantiles.
Víctor dijo el primero que se le cruzó por la cabeza, pero eso le causó
problemas porque ya lo había recitado en la última visita.
-¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor.
-¡No
me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una
bofetada antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Quedó
apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de
rodillas huesudas extendidas. "Está bien -pensó-, si así son las cosas,
así son las cosas." La miró con odio. No iba a hacerle ver que la
bofetada le había dolido, que aún le dolía. "Basta de lágrimas por hoy
-juró-, basta de no llorar." Terminaría el día, soportaría el té como
una piedra, como un soldado, sin pestañear siquiera. Su madre caminaba
por el cuarto, toqueteándose los anillos sin cesar, mirándolo de vez en
cuando, desviando la mirada rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija
en ella. Él no tenía miedo. Ella podía golpearlo otra vez, pero a él no
iba a importarle.
Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño.
Víctor
se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un
cuarto propio para poder estar solo. El departamento de Riverside Drive
tenía tres ambientes: la sala, su cuarto y el de su madre. Cuando ella
estaba en la sala, él podía estar en su dormitorio o viceversa, pero
luego decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era
algo en lo que le gustaba pensar.
De pronto recordó dónde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente humana,
por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor
no lo devolvió al estante donde estaba, entre un libro de astrología y
otro de cómo dibujar. A su madre no le gustaba que leyera libros de
psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo los que tenían
historias clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban
con naturalidad. Nadie les daba órdenes. Víctor pasaba horas en la
biblioteca del barrio, hojeando los libros de psicología. Estaban en la
sección para adultos, pero al bibliotecario no le molestaba que se
sentara allí porque se comportaba decentemente.
Víctor
fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie
bebiendo, oyó un crujido en una de las bolsas de papel de su madre. Un
ratón, pensó, pero cuando movió las bolsas no vio ningún ratón. El
sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió con cuidado y
esperó que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón
blanco. La sacó con lentitud. El fondo estaba húmedo. Se abría como una
caja de masitas. Al hacerlo, Víctor dio un salto de sorpresa. Se
encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su caparazón. Las patas
se agitaban en el aire, el animal intentaba darse vuelta. Víctor se
humedeció los labios y, frunciendo el ceño con concentración, tomó la
tortuga por los borde del caparazón con las dos manos, le dio vuelta y
la volvió a colocar con suavidad en la caja. La tortuga encogió las
patas, estiró la cabeza un poco y lo miró con fijeza. Víctor sonrió.
¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los
ojos de Víctor brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear,
quizá con una correa alrededor del cuello, para mostrársela al que se
había reído de sus pantalones cortos. Quizá cambiara de parecer acerca
de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga.
-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga?
-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.
-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto se detuvo.
Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona.
-C'est une terrapène! Pour un ragoût!*
Víctor
comprendió y sintió un pequeño escalofrío. Cuando su madre le hablaba
en francés era porque estaba dándole una orden que debía obedecer sin
réplicas. De modo que la tortuga iría a parar a un guiso. Víctor regresó
a la cocina, con perpleja resignación. Para un guiso. Bueno, ya que a
la tortuga no le quedaba mucha vida, ¿qué le gustaría comer? ¿Lechuga?
¿Panceta cruda? ¿Papa hervida? Víctor abrió la heladera.
Sostuvo
un pedazo de lechuga cerca de la boca callosa de la tortuga. Ésta no
abrió la boca, sólo miró. Víctor sostenía la lechuga cerca de los dos
agujeritos nasales pero, aunque la tortuga la olió, no mostró ningún
interés. Víctor miró debajo de la pileta y sacó un fuentón grande. Lo
llenó con dos dedos de agua y con suavidad puso a la tortuga adentro. La
tortuga braceó por unos segundos; luego, descubriendo que el vientre se
apoyaba en el fondo, se detuvo y encogió las patas. Víctor se puso de
rodillas y estudió la cara del animal. El labio superior se encimaba al
inferior, dándole una expresión algo testaruda y de pocos amigos, pero
los ojos eran brillantes y vivaces. Víctor sonrió cuando los miró con
fijeza.
-Está bien, monsieur terrapène -dijo-, dime qué te gustaría comer y te lo conseguiremos. ¿Quizá quieras un poco de atún?
El
día anterior habían cenado arroz con atún y había quedado un poco.
Víctor tomó un pedacito con los dedos y se lo mostró a la tortuga. La
tortuga no estaba interesada. Víctor miró a su alrededor, pensativo;
luego, levantó el fuentón, lo llevó a la sala y lo colocó en el suelo de
modo que el sol diera en el caparazón de la tortuga. "A todas las
tortugas les gusta el sol", pensó Víctor. Se extendió en el piso a su
lado, apoyado en un codo. La tortuga lo miró un momento, luego con mucha
lentitud y con un aire de prudencia y cautela, estiró las patas y
avanzó, se topó con el borde del fuentón y dobló a la derecha, con la
mitad del cuerpo fuera del agua poco profunda. Quería salir. Víctor la
tomó por el caparazón y dijo:
-Puedes salir y dar un paseíto.
Sonrió,
mientras la tortuga comenzaba a andar rumbo al sofá. La agarró con
facilidad, pues se movía lentamente. Cuando lo volvió a colocar en la
alfombra, el animal permaneció inmóvil, como si se hubiera detenido un
poco a pensar lo que iba a hacer después, adónde ir. Era de color verde
amarronado. Víctor pensó en el fondo del río, y en los océanos. ¿De
dónde venían las tortugas? Se puso de pie de un salto y fue a buscar un
diccionario a la biblioteca. El diccionario tenía un dibujo de una
tortuga, pero era apagado, en blanco y negro, no se parecía en nada al
ejemplar vivo. No aprendió nada nuevo, salvo que el nombre era de origen
algonquino, que la tortuga de agua vivía en agua dulce o salobre, y que
era comestible. Pero él no pensaba comer ninguna terrapène esa noche.
Ese ragoût sería todo para su madre, y aunque ella lo golpeara y le
hiciera aprender dos o tres poemas más, él no comería tortuga esa noche.
Su madre salió del baño.
-¿Qué estás haciendo ahí?
Víctor guardó el diccionario en su lugar. Su madre había visto el fuentón.
-Estoy
mirando la tortuga -dijo, y enseguida se dio cuenta de que la tortuga
había desaparecido. Se puso en cuatro patas y miró debajo del sofá.
-No
la pongas encima de los muebles. Deja marcas -dijo su madre. Estaba de
pie en el vestíbulo, secándose el pelo enérgicamente con una toalla.
Víctor encontró la tortuga entre el cesto de basura y la pared. La volvió a colocar en el fuentón.
-¿Te cambiaste la camisa? -preguntó su madre.
Víctor se cambió la camisa y luego, siguiendo las órdenes de su madre, se sentó en el sofá con el libro El jardín de versos infantiles a
aprender otro poema para la señora Badzerkian. Leía en voz apenas alta,
para sí; luego las repetía, dos, cuatro y seis líneas juntas hasta que
sabía toda la poesía. Se la recitó a la tortuga. Después preguntó a su
madre si podía jugar con la tortuga en la bañera.
-¡No! ¿Para que te salpiques la camisa?
-Puedo ponerme la otra camisa.
-¡No! Ya son casi las 4. ¡Saca ese fuentón de la sala!
Víctor
llevó el fuentón de regreso a la cocina. Su madre sacó la tortuga del
fuentón sin temor y la volvió a poner en la caja de cartón blanco. Cerró
la tapa y puso la caja en la heladera. Víctor se estremeció un poco
cuando ella cerró la puerta de un golpe. Seguramente sería mucho frío
para una tortuga ahí adentro. Pero pensó que el agua del río estaba fría
de vez en cuando, también.
-Víííctor, corta el limón
-dijo su madre. Estaba preparando una bandeja grande con tazas y
platillos. El agua estaba hirviendo en la olla.
La
señora Badzerkian fue puntual como siempre. Su madre sirvió el té tan
pronto como se desembarazó del tapado y el libro de bolsillo de la
visitante en la silla del vestíbulo. La señora Badzerkian olía a ajo.
Tenía una boca recta y chica, y un fino bigote en el labio superior que
causaba fascinación a Víctor, pues nunca antes había visto una mujer con
bigote, nunca de tan cerca. Jamás había mencionado el bigote de la
señora Badzerkian a su madre, sabiendo que ella lo consideraría una cosa
fea, pero curiosamente era el bigote lo que más le gustaba de ella. El
resto era aburrido, sin interés e inamistoso. Siempre pretendía escuchar
con atención mientras él recitaba, pero él sentía que se movía
inquieta, que pensaba en otras cosas mientras él hablaba y que se sentía
aliviada cuando terminaba. Ese día, Víctor recitó muy bien y sin
titubear, de pie en el medio de la sala y frente a las dos mujeres, que
estaban tomando la segunda taza de té.
-Très bien -dijo su madre-. Ahora puedes comer una masita.
Víctor
eligió una masita pequeña con un poco de dulce de naranja en el medio.
Mantuvo las rodillas juntas cuando se sentó. Siempre tenía la sensación
de que la señora Badzerkian le miraba las rodillas con disgusto. Muchas
veces deseó que le hiciera algún comentario a su madre acerca de que él
ya era lo suficientemente grande como para usar pantalones largos, pero
nunca había dicho nada, o al menos él no lo había oído. Víctor se enteró
por la conversación entre su madre y la señora Badzerkian de que los
Lorentz irían a cenar al día siguiente. Probablemente el guiso era para
ellos. Víctor se alegró de tener la tortuga un día más para poder jugar.
A la mañana siguiente le preguntaría a su madre si podría llevar la
tortuga a la vereda un ratito, con correa o dentro de la caja de cartón,
si su madre insistía.
-...como un niiiño -decía su
madre, riendo, echándole una mirada. La señora Badzerkian sonreía con
astucia y la boquita apretada.
Víctor recibió permiso
para retirarse y fue a sentarse en el sofá en el otro extremo del
cuarto, con un libro. Su madre le estaba contando a la señora Badzerkian
que él había estado jugando con la tortuga. Víctor frunció las cejas y
miró el libro, simulando que no oía. A su madre no le gustaba que él les
hablara a los invitados una vez que le había dado permiso para
retirarse. Pero lo que estaba oyendo lo hizo enrojecer de furia. Se
incorporó, marcando la hoja que estaba leyendo con el dedo.
-¡No veo qué tiene de infantil mirar a una tortuga! -dijo tartamudeando-. Son animales muy interesantes, son...
Su madre lo interrumpió con una carcajada, pero una vez que la carcajada se desvaneció, dijo con severidad:
-Víííctor, creí que te había dado permiso para retirarte. ¿Correcto?
Él dudó, viendo fugazmente la escena que tendría lugar cuando se fuera la señora Badzerkian.
-Sí,
mamá. Perdóname -dijo. Luego se sentó y se concentró en su libro otra
vez. Veinte minutos más tarde, la señora Badzerkian se despidió. Su
madre lo regañó, pero no fue un regaño de cinco o diez minutos como se
había imaginado. Como ella se había olvidado de la crema le pidió a
Víctor que bajara a comprarla. Víctor se puso el saco de lana gris y
salió. Ese saco lo avergonzaba por llamar la atención, pues le llegaba
un poco más abajo que los pantalones cortos y parecía que no tenía nada
debajo del saco.
Echó una mirada a su alrededor para
ver si encontraba a Frank en la vereda, pero no lo vio. Cruzó la Tercera
Avenida y entró en la rosticería del edificio grande que se veía desde
la ventana de la sala. A su regreso, vio a Frank caminando por la
vereda, haciendo rebotar una pelota. Víctor se dirigió directamente
hacia él.
-¡Eh! -dijo Víctor-. Tengo una tortuga de agua en mi casa.
-¿Una qué? -Frank tomó la pelota y se detuvo.
-Una tortuga de agua. Te la mostraré mañana por la mañana, si estás por aquí. Es bastante grande.
-¿Sí? ¿Por qué no la traes ahora?
-Porque
debo ir a cenar ahora -dijo Víctor. Entró en su edificio. Sintió que
había logrado algo. Frank se había mostrado muy interesado. A Víctor le
hubiera gustado poder bajar la tortuga en ese momento, pero su madre no
quería que saliera de noche y ya estaba casi oscuro.
Cuando Víctor entró, su madre estaba en la cocina. Vio una cacerola con huevos y una gran olla con agua en la hornalla de atrás.
-¡La sacaste otra vez! -chilló Víctor, viendo la caja de la tortuga sobre la mesada.
-Sí, voy a preparar el guiso esta noche -dijo su madre-. Por eso es que necesitaba la crema. Queda muy rico así.
Víctor la miró.
-¿Vas... vas a matarla esta noche?
-Sí, querido. Esta noche. -Su madre movió la cacerola con los huevos.
-Mamá,
¿puedo llevarla abajo un minuto para mostrársela a Frank? -preguntó
Víctor con rapidez-. Sólo un minuto, mamá. Frank está abajo ahora.
-¿Quién es Frank?
-Es el chico que me preguntaste hoy. El rubio que siempre vemos. Por favor, mamá.
Las cejas negras de su madre se fruncieron.
-¿Llevar la terrapène abajo? De ningún modo. No seas absurdo, mi bebé. ¡La terrapène no es un juguete!
Víctor trató de pensar en otra forma de persuadirla. Aún no se había sacado el abrigo.
-Tú querías que me hiciera amigo de Frank.
-Sí, ¿pero qué tiene eso que ver con la tortuga?
El agua en la olla grande comenzó a hervir.
-Verás,
le prometí que... -Víctor observó que su madre sacaba la tortuga de la
caja y, cuando la echó en el agua hirviendo, abrió la boca espantado-.
¡Mamá!
-¿Qué pasa? ¿Qué es ese alborto?
Boquiabierto,
Víctor miró a la tortuga, cuyas patas se batían con desesperación
contra las paredes de la olla. La tortuga abrió la boca y, por un
instante, fijó la mirada en Víctor, arqueó la cabeza hacia atrás con
infinito dolor, hundió la boca abierta en el agua hirviendo... y fue el
fin. Víctor pestañeó. Estaba muerta. Se acercó más, vio cuatro patas y
una cola y la cabeza extendida en el agua. Miró a su madre.
Ella se estaba secando las manos con una toalla. Lo miró y exclamó:
-Diablos. -Se olió las manos y colgó la toalla en su lugar.
-¿Tenías que matarla de ese modo?
-¿De qué otro? Así es como se mata a las tortugas y las langostas. ¿No lo sabes? No sienten nada.
Él
la miró con fijeza. Cuando se acercó para acariciarlo, Víctor
retrocedió. Pensó en la boca abierta de la tortuga y, de repente, se le
llenaron los ojos de lágrimas. La tortuga lo había mirado y no había
podido oírla por el ruido de las burbujas. La tortuga lo había mirado,
le había pedido que la sacara de allí, pero él no se movió para
ayudarla. Su madre lo había engañado, lo había hecho tan rápido que no
pudo salvarla. Retrocedió nuevamente.
-¡No! ¡No me toques!
Su madre le dio una bofetada, con fuerza y rapidez.
Víctor
se cubrió la mandíbula con la mano. Después dio media vuelta, se
dirigió al ropero, se sacó el abrigo y lo colgó. Fue a la sala y se
arrojó en el sofá. No estaba llorando, pero tenía la boca abierta contra
el almohadón del sofá. Entonces recordó la boca de la tortuga y cerró
los labios. La tortuga había sufrido. De no haberlo hecho, no hubiera
movido las patas a tanta velocidad. Víctor empezó a llorar
silenciosamente, como la tortuga, con la boca abierta. Se cubrió el
rostro con las dos manos para no mojar el sofá. Después de un largo
rato, se puso de pie. Su madre tarareaba en la cocina, y de cuando en
cuando él oía sus pasos rápidos y decididos mientras trabajaba. Víctor
apretó los dientes otra vez. Caminó con lentitud hasta la puerta de la
cocina.
La tortuga estaba sobre la tabla de picar y
su madre, luego de echarle un vistazo al niño, aún canturreando, tomó un
cuchillo, apretó la hoja hacia abajo y le cortó las uñitas a la
tortuga. Víctor entrecerró los ojos, pero siguió mirando con fijeza. Su
madre separó las uñas de las patas del animal muerto y las dejó caer en
la bolsa de residuos. Después hizo girar el cuerpo exánime y, con el
mismo cuchillo puntiagudo y filoso, empezó a quitar el pálido caparazón
que le cubría el estómago. El pescuezo de la tortuga estaba inclinado
hacia un lado. Víctor quería apartar la mirada, pero no pudo. Enseguida
aparecieron las vísceras de la tortuga, rojas, blancas y verdosas.
Víctor no prestó atención a lo que decía su madre acerca de que había
cocinado tortugas en Europa antes de que él naciera. Su voz era suave y
tranquilizadora, y de ningún modo se relacionaba con lo que estaba
haciendo.
-¡Bueno, no me mires así! -le gritó
repentinamente, golpeando el piso con el pie-. ¿Qué te pasa? ¿Estás
loco? Sí, creo que estás loco. Estás enfermo, ¿sabías eso?
Víctor
no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se
serviría a la noche siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer,
aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó con darle otra bofetada.
No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando
ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces
cuando tenía ganas de vomitar, pero en ese momento no tenía ganas de
vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo de la oscuridad.
Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los
ojos desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir
por la ventana y flotar, irse adonde quisiera, desaparecer y al mismo
tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su madre atenaceando
sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su
madre.
Se levantó y fue en silencio a la cocina. La
casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor dirigió su mano con
precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba.
Pensó en la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de
crema y huevo y jerez en la cacerola dentro de la heladera.
El
grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada
penetró en su cuerpo y le perforó la garganta otra vez. Sólo el
cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente afuera que
trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la
cadena del pasador y abrió.
Lo llevaron a un edificio
enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía
todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero
sólo eso. Como nadie preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema.
Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995). Novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.
Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas.
Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no
conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y
con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York.
Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna,
Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que
Patricia tomaría el apellido.
La
joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre y
con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su madre
le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo
aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y odio, que la
acompañó durante el resto de su vida y que llegó a convertir en ficción
en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven apuñala a su madre.
Su
vocación por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora,
preocupada sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la
mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su
obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana
y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos
por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las
conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes
literarios.
Empezó a escribir
gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre
relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en
los Archivos Literarios Suizos, en Berna.
Se graduó en 1942 en el Barnard College,
donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a
trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en esa
época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.1
Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un
final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la
reimprimió con el título de Carol
y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su
epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con
estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de
personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".
Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.
El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.
Según cuenta su biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte por su alcoholismo; nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni siquiera con la también novelista Marijane Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía,
en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos
gatos y caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor
cuando no tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado de
misoginia por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes;
lo cierto es que su fama de escritora morbosa no la hizo
especialmente vendible en los Estados Unidos. Highsmith encontraba
frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.
Escribió más de 30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó numeroso material inédito.
La
temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la
culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien
caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la
frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera
novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue adaptadado por Raymond Chandler .
La visión de la realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas incluyen referencias homosexuales; su novela Carol, que sus editores rechazaron por su temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio de verano
(de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata
nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación
de una serie de relaciones equivocadas.
Highsmith, cuyo estilo se presenta tan económico como el de Guy de Maupassant,
al que admiraba, destaca especialmente como creadora de personajes,
especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae especialmente la
ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y ambiguos
que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El arte del suspense. Su amigo Graham Greene
dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo
original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con
un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos
enfrente un placer mezclado con escalofrío".
Alabada
por la crítica como una de las mejores escritoras de su generación,
por la penetración psicológica que lograba en sus personajes y sus
tramas complejas y muy elaboradas, consiguió un reconocimiento
internacional que pasó al público.
Una estancia en Europa le inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955 con El talento de Mr. Ripley,
escrita tras el primer viaje al Viejo Continente de la escritora,
sufragado con los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya
citada Extraños en un tren.
Con esta primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca y estuvo nominada al Premio Edgar
a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje
aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más
populares protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni
detective ni policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta a
sus víctimas y un ladrón y asesino ocasional; no se somete a la moral
establecida y crea sus propios valores. Al contrario que lo habitual,
no es castigado ni atrapado por la policía e inicia un gran ascenso
social.
Foto:internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día