Enrique Serna
Tía Nela 
Te lo advertí, a cada puerco le llega su San Martín. Yo sabía que 
tarde o temprano, cuando ya no pudieras soportar los remordimientos, 
ibas a venir de rodillas a pedirme perdón. Has comprendido que Tía Nela 
sólo buscaba lo mejor para ti. Santa y buena, yo sé perdonar las 
ofensas. Pero me temo, hijito, que mi absolución yano puede servirte de 
mucho. Cada quien tiene la corona que se labra. Mira nomás lo que has 
hecho con tu vida, con tu pobrecito cuerpo. Ya ni siquiera me das asco, 
ahora te tengo lástima, ¿y sabes por qué? Porque estás sepultado en un 
abismo de oscuridad y no haces nada por buscar la luz. ¿Desde hace 
cuánto no te confiesas? ¿Desde cuándo no vas a misa? Mira, Efrén, te voy
 a llamar por tu nombre de antes, porque el de ahora me repugna, mira, 
hijito, si querías hacerme sufrir con tus desfiguros, si pensaste que 
tus escándalos me iban a amargar la vida, te equivocaste, mi amor: yo 
sigo igual, vieja y achacosa, pero en paz con mi conciencia, en cambio 
tú te emborrachas a solas, tomas pastillas para dormir y de noche te 
oigo rechinar los dientes como alma en pena. Ya lo ves, sólo te hiciste 
daño a ti mismo. Quién te mandó, zopilote, salir al campo a volar. ¿Para
 eso violaste todas las reglas del pudor y de la decencia? ¿Para eso 
deshonraste nuestro apellido? Con el diablo no se juega, muchacho. Ahora
 que viene a pasarte la factura corres a refugiarte bajo mis faldas. 
Pero no me pidas perdón a mí: sólo Cristo con su infinita misericordia 
podrá salvarte del fuego eterno.
 Llora, eso te hará bien, llora hasta desahogar toda la ponzoña que 
llevas dentro. Así llorabas de niño cuando yo te castigaba por tus malas
 mañas. Oh, Dios, cuánto batallé para darte una educación y un futuro. 
Otra en mi lugar te hubiera entregado a un hospicio cuando tus padres se
 mataron en la carretera. No dejaron nada, sólo deudas, y bien sabes que
 yo, con las pobres ganancias de la mercería y mis chambitas de 
costurera, apenas ganaba para malcomer y mantener esta humilde casa. 
Cuántas veces me quité el pan de la boca para dártelo a ti. Cuántas 
veces me privé de mis pequeños placeres para comprarte un juguete o una 
golosina. ¿Y cómo me pagaste esos sacrificios? Con una lanza clavada en 
mi costado, como los centuriones le pagaron al redentor. Muy temprano 
descubrí tus torcidas inclinaciones. A los cinco años preferías jugar 
con mis figurines que patear la pelota con los niños del parque, no 
soportabas los programas violentos de la tele y en cambio te quedabas 
hechizado con las funciones de ballet. Pero yo pensaba: cuando crezca se
 le pasará, lo que necesita esta criatura es un poco de rigor y 
disciplina para hacerse varón. Por eso, en mala hora, te mandé a 
estudiar con los padres maristas en vez de enviarte a una escuela 
oficial. Como la colegiatura costaba un Potosí, tuve que ponerme a coser
 por las noches, a riesgo de quedarme ciega. ¿Y todo para qué? Para que 
el infeliz mocoso, en la primera semana de clases, tuviera la maldita 
ocurrencia de besar en la boca a su compañero de banca, un muchacho de 
excelente familia, emparentado con el gobernador. Y ni siquiera fue a 
escondidas, no, ¡tuviste que hacer tu mariconada enfrente de todo el 
salón!
La escena en el despacho del prefecto, donde tu profesor te acusó en 
presencia del niño ofendido, fue uno de los tragos más amargos de mi 
vida. Te abrí la boca de un bofetón, ¿recuerdas? Tú me mirabas con 
asombro, como si hubieras esperado que saliera en tu defensa, y ahora 
mismo, después de tantos años, podría jurar que aún me guardas rencor. 
Sí, Efrencito, nadie como tú para cultivar el resentimiento. Lo riegas 
cada mañana con agua tibia, lo sientes crecer en tus vísceras como una 
orquídea de invernadero. Gracias a Dios, a esa edad todavía eras dócil: 
reprimías tus berrinches y nunca me repelabas cuando te daba coscorrones
 por contonearte demasiado en la calle. Pero sólo fingías mansedumbre 
mientras esperabas el momento de hincarme los dientes. La oportunidad 
llegó el día de tu primera comunión. Como en la escuela te habías 
convertido en un apestado, sólo pude invitar a la familia y a tus amigos
 de la colonia. En la iglesia todo había salido a pedir de boca: estabas
 monísimo con el hábito de monaguillo, tomaste la hostia con devoción y 
al salir del templo caminabas con paso marcial, como un ferviente 
soldadito de Cristo. En la merienda con galletas y ponche ofrecida a los
 invitados te comportaste con tal seriedad que hasta pensé: Dios ha 
obrado el milagro de enderezarlo. Pero qué va: Dios no cumple antojos ni
 endereza jorobados. Saliste con los niños a jugar en el patio y las 
señoras nos quedamos platicando en la sala. De pronto cesó la gritería, 
mi amiga Licha fue a ver qué pasaba allá afuera y ¡oh sorpresa!: te 
habías maquillado con mis cosméticos y estabas pintándole los labios a 
tus amigos. No me pegues, gritaste cuando te cogí del pelo, estábamos 
jugando al salón de belleza. Ojalá hubiera muerto de la bilis en ese 
momento. Me hubiera evitado la pena de verte convertido en un adefesio 
repudiado por toda la gente de bien.
Cuando llegaste a la adolescencia ya no hubo manera de sujetarte la 
rienda. Junto con la niñez perdiste el decoro, al punto de que ya no te 
quisieron aceptar en el Colegio Militar, donde la ingenua de mí creía 
que podían corregirte. Los vagos de la calle imitaban tus andares, los 
dependientes de la panadería te gritaban leperadas, tu nombre estaba 
escrito en todas las bardas de la colonia, acompañado de albures y 
epítetos denigrantes: Efrén quiere que le den, Efrén cacha granizo, 
Efrén se la come doblada. Como tus modales de señorita escandalizaban al
 vecindario, el padre Justiniano me rogó que fuéramos a misa de siete y 
nos sentáramos en la última fila, para no llamar la atención. Querías 
estudiar una carrera técnica y dije de acuerdo, en pocos años tendrá un 
oficio y se largara a la capital para vivir su vida. Como quien dice, ya
 no quería queso sino salir de la ratonera, librarme de ti para 
recuperar el aprecio de mis vecinos. Pero en vez de largarte a México, 
donde la gente como tú puede perderse en la multitud, al terminar la 
carrera de contabilidad conseguiste trabajo en una empresa textil de 
Puebla, donde te las ingeniaste para disimular tus rarezas. Confíésalo; 
en realidad no eras tan amanerado, de lo contrario no habrías conseguido
 trabajo, más bien te afeminabas adrede para hacerme sufrir. Yo no 
entendía tu apego al terruño. Cuando descubrí el motivo se me vino el 
alma a los pies. Dime, infeliz: ¿cómo pudiste hacerte amante de un 
mecánico soldador veinte años mayor que tú, casado y con hijos, sin la 
menor consideración por su pobre familia? Lo peor fue cuando la esposa 
vino a reclamarme a la mercería. Era una pelada. En otras circunstancias
 la hubiera echado a la calle, pero con gran dolor de mi orgullo me vi 
obligada a pedirle disculpas. No se preocupe, le dije, yo me encargo de 
meter en cintura al chamaco. Quería denunciarte a la policía, y si no es
 por mis ruegos, ten por seguro que te hubiera refundido en la cárcel. 
Pero esa noche, cuando volviste a casa y te eché en cara la 
monstruosidad que habías cometido, te pusiste muy gallito en vez de 
agradecerme el favor. Perdida la vergüenza, cubriste de injurias a la 
esposa del mecánico y me gritaste que ese pelafustán era el gran amor de
 tu vida. Pero cuál amor, te grité furiosa, y ahora te lo repito: el 
amor de la gente como tú es una enfermedad venérea, una infección 
parecida a la lepra. Tomado de la oreja te llevé al baño y de un tirón 
te bajé los pantalones. Eres un macho, mírate al espejo, ¿no ves ese 
badajo que te cuelga en la ingle? ¡Pues un día de estos te lo voy a 
cortar si te sigues comportando como una mujer!
Por tu conducta discreta y respetuosa...
 Por tu conducta discreta y respetuosa en las semanas siguientes, 
creí que mi duro regaño había tenido un efecto saludable sobre tu 
conciencia. Me dio una gran alegría saber que habías vuelto a confesarte
 con el padre Justiniano, y ante Dios habías hecho propósitos de 
enmienda, descorazonado por la noticia de que tu mecánico se había 
mudado a Cuautla con su familia. Dejaste de usar pantalones entallados, 
te planchabas el pelo con brillantina como los conscriptos, y hasta 
hiciste el esfuerzo de leer periódicos deportivos. Complacida por tu 
formalidad, no me inquietó demasiado que cambiaras el empleo en la 
compañía textil por una plaza de contador en un bar del centro. El único
 problema es que voy a desvelarme un poco, me dijiste muy compungido, 
tengo que hacer el corte de caja pasada la medianoche. Ahora ganabas un 
poco mejor y de vez en cuando me invitabas a comer o me traías algún 
regalito. Por esas fechas la ciudad esperaba con sus mejores galas la 
primera visita de Su Santidad Juan Pablo II. Será por supersticiosa, 
pero yo atribuí tu cambio de carácter a la visita papal. Contagiada por 
el júbilo de los poblanos, adorné el zaguán con los colores de la Santa 
Sede, y el día en que Juan Pablo paseó en carro descubierto por la calle
 Reforma, me fui a verlo a casa de las Fernández de Zamacona. Mi corazón
 se inundó de gozo cuando el Sumo Pontífice bendijo con la mano a los 
espectadores de los balcones. Mis amigas habían preparado una rica 
merienda, y como los rompopes nos habían puesto un poco alegres, la 
charla se prolongó hasta las once y media. Para volver más pronto a casa
 corté camino por la calle 13 Sur, sin sospechar que se había vuelto una
 zona de tolerancia. De las cantinas salían hombres beodos que 
trastabillaban al andar y en cada esquina dos o tres mujeres del ganado 
bravo fumaban con impaciencia esperando clientes. Ni por ser un día de 
fiesta religiosa habían dejado de practicar su inmundo comercio. Al 
cruzar el almacén de telas, donde la calle se oscurecía por las 
deficiencias del alumbrado, descubrí atónita que las meretrices paradas 
en la banqueta ya no eran hembras, sino mujercitos. Me cambié de 
banqueta para eludirlos y entonces te descubrí: llevabas una peluca 
rubia con rayos, botas altas hasta las rodillas y minifalda de cuero. 
Tenías las piernas tan bien depiladas que cualquiera te hubiera tomado 
por una mujer de verdad. En ese momento un automóvil se detuvo junto a 
ti, cruzaste unas palabras con el conductor y te subiste al asiento 
delantero con aires de vampiresa. Ni siquiera me dio tiempo de gritarte.
 Muda como una piedra, avergonzada de haber nacido, la bendición de Su 
Santidad me quemaba el pecho como una marca de hierro candente.
 Necesitaba un trago para reponerme de la impresión y cuando llegué a
 casa me tomé cuatro copas de jerez como si fueran agua. En la 
televisión, un coro infantil cantaba en honor del Santo Padre: "Tú eres 
mi hermano del alma realmente el amigo", y esas vocecillas angelicales, 
no sé por qué, me inflamaron de cólera santa. En una maleta 
cuidadosamente oculta bajo el armario de las medicinas encontré tu 
infecto vestuario: vestidos de lentejuela con atrevidos escotes, 
pelucas, lencería de colores chillones, tacones dorados de plataforma. 
Eché toda la ropa en una canasta y subí a la azotea decidida a prenderle
 fuego para acabar con ese foco de infección. Pero las emociones del día
 me habían alterado los nervios y a media escalera de caracol mis 
piernas flaquearon. Por más que jalaba aire no podía respirar, de pronto
 todo se quedó a oscuras. Ni siquiera pude meter las manos al rodar por 
las escaleras y sólo comprendí la gravedad de lo sucedido cuando abrí 
los ojos en el cuarto del hospital, vendada de pies a cabeza como las 
momias de Guanajuato. Dime, Señor, si el pecador es él, ¿por qué me tocó
 a mí pagar sus culpas? Siempre has negado tu responsabilidad en el 
accidente, pero sabes de sobra que fuiste el causante de mi desmayo. 
¿Quién me había puesto en ese estado de zozobra? ¿Quién me empujó en la 
escalera sino tu perfidia, tu refinada crueldad? Reconócelo, canalla: 
estoy paralítica por tu culpa. Dale gracias a Dios que odio los 
escándalos, pues pude haber presentado una denuncia legal en tu contra. 
Pero primero muerta que salir retratada en la nota roja como víctima de 
un travesti asesino.
 Desde entonces no he tenido vida, sólo un camino sembrado de 
abrojos. Estamos a mano, hijo: primero fuiste una carga para mí, ahora 
yo lo soy para ti. Debo reconocer que no me has escatimado las 
atenciones. Gracias a tu éxito con los ricos degenerados, en poco tiempo
 ganaste más que yo en toda una vida de honesta labor. Te has esmerado 
en llevarme con los mejores doctores de la ciudad, sin duda alguna para 
aplacar tu sentimiento de culpa. Si fueras un trabajador honrado, 
tendría una deuda de gratitud enorme contigo. No lo voy a negar, 
disfruto mucho la silla de ruedas eléctrica, el sofá reclinable y el 
televisor con pantalla gigante donde veo cada tarde la barra de 
telenovelas. Pero cuando pienso de dónde han salido estas comodidades, 
el hígado se me hace moño. Lo que se da sin fineza se acepta sin 
gratitud. Preferiría mil veces comer pan y agua, dormir en un catre 
piojoso, morir lentamente por falta de medicinas, antes que padecer esta
 ignominia. Lo más doloroso ha sido tener que mentir para salvar las 
apariencias. Yo, que siempre amé la verdad por encima de todas las 
cosas, me he visto en la obligación de sostener una farsa para hacerle 
creer a mis pocas amigas que sigues trabajando de contador. Heme aquí 
convertida en una vulgar embustera, en una encubridora de la peor 
calaña. Y como ahora dependo completamente de ti, has aprovechado mi 
debilidad para imponer tus reglas del juego y obligarme a renegar de mis
 principios morales.
Un buen día se te hizo fácil venir a casa vestido de mujer y en el 
colmo del cinismo quisiste que te llamara Fuensanta, como te dicen todos
 tus compañeros de oficio. Dios sabe cuánto me resistí a ser tu cómplice
 en esa abominable suplantación de sexos. Por más que hicieras caras 
largas, yo te seguía diciendo Efrén, y cuando me tocaba contestar el 
teléfono respondía con enfado: ¡Aquí no vive ninguna Fuensanta! Pero tú 
recurriste a las más viles técnicas de extorsión para hacerme morder el 
polvo. Jamás olvidaré tu criminal proceder cuando tuve el ataque de 
cólico. ¡Efrén, te grité, ven por favor a ponerme el cómodo! Tú estabas 
abajo jugando canasta con tu palomilla de anormales y te hiciste el 
sordo para castigarme por no hablarte en femenino. Querías ostentar tu 
poder delante de esa gentuza, a la que tantas veces le colgué el 
teléfono, y fingiste sordera más de tres horas mientras yo me 
desgañitaba, torturada por los atroces retortijones. Cuando el colchón 
de la cama ya era una letrina y las moscas revoloteaban a mi alrededor, 
la necesidad me obligó a deponer el orgullo y te rogué con tono 
comedido: ¡Fuensanta, ven por favor! Sólo entonces interrumpiste la 
partida de cartas para venir en mi auxilio.
Engreído por tu victoria, a partir de entonces me has humillado con 
una perversidad sin límites. Dime, descastado: ¿qué necesidad tenías de 
traer a tus clientes a la casa, en vez de hacer tus marranadas en 
moteles de paso? Ninguna, simplemente querías darte el gusto de 
restregarme en la cara tus perversiones. Hasta dejabas entornada la 
puerta de tu cuarto a propósito, para que yo presenciara desde el mío 
los acoplamientos contra natura cuando estaba recostada en el sofá y no 
podía moverme a otra parte. Aun con los ojos cerrados oía los rechinidos
 del colchón y no podía evitar los malos pensamientos. Para colmo, al 
día siguiente me encontraba los condones usados en el retrete. ¿No 
podías haberle pedido a esos barbajanes que tuvieran un poco más de 
higiene, un poco más de consideración con tu pobre tía? ¿O la exhibición
 de los condones era la parte más divertida de tu nefando placer? Pero a
 fin de cuentas la justicia celestial impone sus leyes. Si ahora estás 
derrotado y contrito, si odias hasta el aire que respiras y te has 
encerrado a piedra y lodo como un leproso, es porque allá en el cielo, 
donde todo se sabe, la Divina Providencia está cobrándote ojo por ojo y 
diente por diente.
 Si hubieras seguido despeñándote en el vicio sin cambiar de 
naturaleza, quizá tendrías aún posibilidades de salvación. Pero ¿quién 
te mandó someterte a esa costosa cirugía para cambiarte los órganos 
genitales? Antes de esa horrible mutilación eras sólo un alma 
extraviada: ahora ya no perteneces al género humano, eres un espantajo, 
una morbosa atracción de feria, como la mujer serpiente y el niño con 
dos cabezas. Adiviné lo que andabas fraguando desde que trajiste a la 
casa los folletos médicos en inglés y al escuchar a hurtadillas tus 
llamadas telefónicas confirmé mis temores. Cuando lo tenías todo listo 
para largarte a la clínica de Chicago, cumplí con el deber moral de 
expresarte mi más enérgica condena a la operación. ¿Y cuál fue tu 
respuesta? Una demencial risotada. ¿Quién te entiende, tía?, me dijiste.
 Primero querías castrarme y ahora te enojas porque voy a hacer tu santa
 voluntad. Pero el que ríe al último ríe mejor. En el fondo, lo que 
buscabas con ese cambio era recobrar la dignidad, salir del hediondo 
subsuelo donde reptabas y volver al mundo de la gente normal, ¿no es 
cierto? Pues te salió el tiro por la culata. Mira cómo estás ahora, mira
 nomás en lo que has venido a parar. Eso es, llora más fuerte y repite 
conmigo: por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa. ¿Te extraña el
 rechazo de la gente respetable? ¿Y que esperabas, iluso? ¿Una 
bienvenida con cuetes y serpentinas?
 Regresaste de Chicago más cambiado por dentro que por fuera. Para 
sorpresa mía y de toda tu palomilla, en vez de estrenar tu cuerpo 
feminoide pavoneándote por las calles, me pediste que te enseñara a 
cocinar, y empezaste a tomar clases de bordado. De un día para otro, la 
vulgar trotacalles se había convertido en una mujer de hogar. Cuando tus
 amigos prostitutos te invitaban a salir de juerga les contestabas muy 
seria: vayan ustedes, ya no me gusta beber, los médicos me prohibieron 
las desveladas. Quién lo dijera; en el fondo la obsesión de tu vida, el 
sueño que habías acariciado desde la infancia, era ser una joven 
casadera. Nunca me lo dijiste con claridad, porque la comunicación entre
 los dos se había reducido al mínimo, pero nadie te conoce mejor que yo.
 Tía Nela no tiene un pelo de tonta. Tía Nela ha aprendido mucho en la 
universidad de la vida. Tía Nela sabe escudriñar los recovecos del 
corazón. Como buena poblana de clase media, la meta suprema de tu 
existencia era hacer un buen matrimonio y quién sabe si en tus locas 
fantasías no abrigaste incluso la ilusión de ser madre.
 Al principio, lo confieso, no vi con malos ojos tu cambio de 
conducta. Hasta orgullosa me puse cuando arrumbaste tus prendas de 
mujerzuela para copiar mi forma de vestir. Las blusas con puño de 
encaje, las medias de hilo color carne, los zapatos bajos y las faldas 
escocesas por debajo de la rodilla no eran ciertamente el atuendo más 
apropiado para una chica moderna. Pero de cualquier modo, tu nuevo 
aspecto era una señal de respeto hacia mí. Así fuera de un modo 
retorcido, mis sacrificios y mis desvelos habían dado fruto, pues ahora 
seguías como mujer el ejemplo que no te pude inculcar como hombre. Pero 
una cosa era estar complacida con tu decencia y otra que yo te siguiera 
el juego cuando perdiste la chaveta y empezaste a buscar marido. Qué 
poco me conoces, hijito. ¿Acaso pensaste que te iba a servir de tapadera
 para engañar a un pobre inocente?
 Como en Puebla tu reputación estaba por los suelos, preferiste 
buscar un novio chilango. Y como dice el refrán, nunca falta una media 
rota para una pierna podrida. Pobre Gustavo, era la víctima ideal. Como 
sólo venía dos veces por semana a Puebla, para supervisar la fábrica 
donde trabajaba, y no tenía amigos en la ciudad, nadie podía ponerlo al 
corriente de tu pasado. Su timidez y su buena crianza te permitieron 
llevar la engañifa hasta extremos intolerables. Como él sí era católico 
de a de veras, sólo se atrevía a tomarte de la mano en la sala mientras 
escuchaban discos de Julio Iglesias, sin aventurarse jamás a caricias 
mayores. El pobre pensaba que la consumación del amor carnal sólo debe 
llegar con el matrimonio y tú le hiciste creer que eras virgen. Ja, ja, 
sí lo eras, pero sólo del orificio recién abierto en tu cuerpo. Por lo 
menos debiste dejarme fuera de la comedia. Pero como necesitabas 
completar el cuadro de la armonía familiar, de la moralidad intachable, 
me incluías en las veladas de sobremesa como una actriz de reparto. 
Total, pensaste, la vieja ya dobló las manos al llamarme Fuensanta y 
ahora tiene que tragar camote. Mientras Gustavo se dedicó a medir el 
terreno y a cortejarte con discreción, tuve la esperanza de que todo 
concluyera pronto, sin consecuencias graves. Pero el pobre se había 
enamorado como un colegial. Cuando te propuso matrimonio delante de mí, 
pensé que, por una elemental honradez, finalmente ibas a quitarle la 
venda de los ojos. ¡Qué esperanza! En lugar de eso te ruborizaste como 
una chiquilla, y musitaste un tímido sí con la voz quebrada por la 
emoción. Cuando los vi besarse en los labios no pude contener un gruñido
 de protesta, que tú achacaste a mis problemas gástricos. Trágame 
tierra, pensaba yo, devórame en este instante para no ver más horrores. 
Fuiste muy astuta, eso sí lo reconozco, fuiste muy lagartona al pedirle 
que se casaran en México, donde nadie te conoce, en vez de celebrar la 
boda en Puebla, donde te hubieran corrido a patadas de cualquier templo.
 ¡Cuántas noches de insomnio pasé mortificada por tu artero engaño, con 
la oprobiosa certeza de vivir en pecado mortal!
 Como tú estabas tan alegre con los preparativos de la boda, ni 
siquiera notaste mi enconada lucha interior. En tu extrema locura, 
llegaste a creer que la aberrante boda me hacía feliz. Pues no, óyelo, 
bien, ¡jamás estuve de acuerdo! Sólo aparentaba estarlo por el miedo al 
escándalo. Habían empezado a correr las amonestaciones y una voz 
interior me reprochaba mi cobarde silencio. Por eso, cuando Gustavo se 
presentó en la casa sin previo aviso el día que tú saliste a recoger el 
vestido de novia, no pude contenerme y le solté la verdad: Fuensanta no 
es mujer, se llama Efrén y es un joto operado, todavía estás a tiempo de
 cancelar la boda. El pobre muchacho se demudó de asombro. Como era tan 
noble, no creía que semejante cosa fuera posible y me pidió detalles de 
la operación. Sólo me creyó cuando le mostré tu cartilla del servicio 
militar. Para ti soy una traidora, lo sé. Pero ante Dios y ante los 
hombres sólo obedecí el dictado de mi conciencia.
Llora de dolor, llora de amargura, pero no me mires con esos ojos de 
basilisco. Así empezaste a verme cuando pasaron los días y Gustavo no 
daba señales de vida. Faltó a las charlas con el cura de la capital que 
los iba a casar y en su casa siempre te decían que estaba de viaje. Yo 
no quise abrirte los ojos, porque, la verdad, a esas alturas ya me dabas
 miedo. Cuando descubra quién lo delató, pensaba, se pondrá como un 
energúmeno y querrá mandarme a un asilo de inválidos. Ignoro cómo te 
fuiste a enterar de lo sucedido: quizá Gustavo te dio una última 
entrevista para aclarar las cosas, quizá uno de sus hermanos o su propia
 madre te leyó la cartilla. Nunca me diste explicaciones, ni yo tuve 
tiempo de pedírtelas, porque el día de tu venganza no me dejaste hablar.
 Había dormido una siesta y aún no me despertaba del todo cuando 
entraste a mi cuarto con tu vestido de novia, el delineador de cejas 
corrido por el llanto, como un muñeca de cera derretida, y con tus 
recias manos de varón apretaste mi cuello hasta quebrarme la tráquea. 
Desde entonces no te has vuelto a quitar el vestido blanco. Lo has 
percudido de tanto arrastrar la cola por el suelo y a veces, como ahora,
 te pones mi chal encima para remedarme frente al espejo. Ni siquiera 
muerta me tienes respeto. ¿Cómo te atreves a dejar mi cuerpo insepulto a
 merced de los gusanos? Pero mi legado es inmortal como el de todos los 
mártires. Mi voz sobrevive en tu boca, mi alma se ha mudado a un cuerpo 
artificial, deforme, grotesco, pero en ella sigue viva la llama de la 
fe. Te ordeno coger la pistola que está encima del tocador. Vamos, 
cobarde, apúntate a la sien y jala el gatillo. ¿Entiendes ahora hasta 
dónde llega mi autoridad sobre ti?
Enrique Serna (Ciudad de México, 11 de enero 1959). Escritor mexicano, autor de cuentos, novelas y ensayos.
Desde la aparición de Señorita México, su primera novela, hasta 
la   fecha, la obra de Enrique Serna ha cosechado   una lluvia de 
reconocimientos y el aplauso de un amplio círculo de   lectores. Con El seductor de la patria,
 "una de las grandes novelas   latinoamericanas de las últimos décadas",
 a juicio del historiador   literario Seymour Menton, obtuvo el premio 
Mazatlán de Literatura y el   privilegio de llegar al público masivo en 
una popular adaptación   radiofónica. Sus cuentos, reunidos en los 
libros Amores de segunda mano y   El orgasmógrafo, figuran
 en las principales antologías del género. En   el 2002, un jurado 
plural convocado por la revista Nexos lo incluyó   entre los diez 
mejores cuentistas mexicanos del último cuarto de siglo   XX y un año 
después, Gabriel García Márquez lo seleccionó en una   antología de sus 
cuentistas mexicanos favoritos publicada por la revista   "Cambio". En 
el 2004 publicó la novela Angeles del abismo, con la que   obtuvo el 
Premio de Narrativa Colima. Ha publicado, además, la novela   urbana Uno soñaba que era rey , el thriller satírico El miedo a los animales,   que provocó un gran escándalo en el medio intelectual mexicano, las   novelas intimistas Fruta verde y La sangre erguida (Premio Antonin   Artaud 2010) y las colecciones de ensayos Las caricaturas me hacen   llorar y Giros negros. Sus obras se han traducido al francés, al   italiano, al inglés y al portugués. Obras. Uno soñaba que era rey (1989), novela. Señorita México (1991), novela. Amores de segunda mano (1993), cuentos. El miedo a los animales (1995), novela. Las caricaturas me hacen llorar (ensayo) (1996). El seductor de la patria (1999), novela. El orgasmógrafo (2001), cuentos. Ángeles del abismo (2003), novela. Fruta Verde (2006), novela. Giros negros (crónica) (2008). La sangre erguida (novela) (2010). Premios. Premio Mazatlán de Literatura 2000 por El seductor de la patria. Premio de Narrativa Colima por Ángeles del abismo. Premio de Narrativa Antonin Artaud 2010 (Francia), por La sangre erguida.
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto: El cuento del día. Foto: archivo.
