Petros Márkaris
La recepción
Vuelta al pasado. En 1987, cuando ganamos la Copa de Europa de   
baloncesto, yo estaba apostado delante del hipódromo con una unidad   
antidisturbios, esperando la llegada de las multitudes para poner freno a
   su entusiasmo. Diecisiete años más tarde me encuentro en el interior 
  del estadio antiguo, al frente de una unidad de vigilancia, esperando 
  la llegada de los campeones de Europa. Por primera vez en mucho tiempo
   vuelvo a llevar uniforme y me siento recién salido del baúl con la   
naftalina.
La recepción en el estadio estaba prevista para las   siete. Son las 
ocho y el autocar con los campeones todavía no ha   aparecido. Hace 
calor, y mi cabeza suda bajo la gorra. Me pongo en   contacto con 
Vlasópulos, que está cerca del Eginitio.
—¿Alguna luz en el horizonte?
—No, y se rumora que tardarán cinco horas en llegar al estadio.
—¿Cómo viajan? ¿En carreta de bueyes?
—En autocar, pero ha quedado rodeado por la multitud y avanza a diez kilómetros por hora.
El   estadio está lleno a rebosar desde las cinco y eso me preocupa. 
Hasta   el momento, no hemos tenido que intervenir ni una vez. La gente 
corea   consignas y canta sin interrupciones ni intermedios. No paran ni
 para   respirar. Con el paso de las horas empezarán a inquietarse y a 
buscar   válvulas de escape. Ya suenan las primeras consignas en contra 
de los   albaneses.
—¡Albaneses, capullos, acabaréis en el trullo!
—¡Sinvergüenzas!   ¿Habéis venido para celebrar la Copa, o para 
insultar a gente que no os   ha hecho nada? —grita un cincuentón a los 
jóvenes que están sentados   detrás de él.
—Ellos construyen las obras olímpicas por cuatro cuartos y nosotros les insultamos —añade el de al lado.
Los jóvenes pasan de todo y siguen coreando consignas contra los albaneses.
Un comisario baja del palco de autoridades y viene a mi lado.
—La cosa está que arde —dice—. El arzobispo y la alcaldesa están molestos con el retraso y nos culpan a nosotros.
También   yo tengo los nervios de punta, porque no estoy acostumbrado
 a estar de   pie y, pasadas ya tres horas, me duelen las piernas.
—Si no hubiese tanta gente, los traeríamos en helicóptero, pero así no podría ni aterrizar.
A nuestro alrededor las consignas se convierten en vítores y gritos de
"aquí están los campeones", y finalmente los futbolistas entran en el estadio. Algunos aficionados entusiastas saltan al campo para abrazarlos, mientras los nuestros intervienen tratando de poner orden en el cotarro.
"aquí están los campeones", y finalmente los futbolistas entran en el estadio. Algunos aficionados entusiastas saltan al campo para abrazarlos, mientras los nuestros intervienen tratando de poner orden en el cotarro.
Algunas caras de los futbolistas me suenan, pero he   olvidado la 
mayoría de los nombres. Al cien por cien, es decir, cara y   nombre, 
recuerdo sólo a Zagorakis y al "alemán loco", como llaman los   forofos a
 Rechangel. A medias, es decir, la cara sólo, recuerdo al "coco de 
hierro", como le llama Adrianí, el que metió el gol en la final.
Veo   que el arzobispo baja del palco y me dispongo a escuchar la 
versión   sacra de nuestro éxito futbolístico cuando suena mi radio.
—¡Ven enseguida a jefatura! —ordena la voz de Guikas—. Te mando un sustituto.
—¿Qué ocurre?
—Ven y lo verás.
Por   su tono de voz ya adivino qué voy a ver. Llamo a Margaritis, 
director   de la jefatura y amigo mío, para tratar de averiguar algo 
más.
—Pásate por aquí. No puedo hablar de esto por línea abierta —dice, con lo que mi preocupación aumenta exponencialmente.
Fuera   del estadio impera el caos. Los seguidores fanáticos que han 
querido   acompañar al autocar pretenden entrar en el recinto; mientras,
 los   nuestros intentan disuadirlos, porque en el estadio ya no cabe ni
 un   alfiler y hay un gran alboroto. Tardo casi media hora en encontrar
 un   coche patrulla disponible que me lleve a jefatura. Me recibe 
Margaritis   en persona.
—Ahora entenderás por qué no podía hablar —dice, y me conduce ante una fila de pantallas de televisión.
Delante de las pantallas están sentados técnicos de paisano y entre ellos Guikas, que no aparta la mirada de los televisores.
—La tercera —me indica Margaritis.
Miro   y veo a un hombre que insulta a la cámara. Está desnudo y 
tiene la mano   derecha levantada, como los dos anteriores. Sin embargo,
 en este caso   hay dos diferencias: en primer lugar, se trata de un 
hombre negro, y en   segundo, no lleva nada escrito en el cuerpo. En 
cambio, lleva un cartel   colgado del cuello.
—Nos la envió el zepelín hace un rato   —prosigue Margaritis—. Hacía 
un vuelo de prueba cuando detectó a un tipo   sentado en un banco y 
haciendo ese gesto obsceno.
—Enséñale toda la serie —interviene Guikas.
En   la pantalla aparecen fotografías sucesivas del muerto sacadas 
desde   distintos ángulos, pero no me interesan. Sólo me llama la 
atención el   cartel.
—¿Pueden ampliar la imagen para ver qué pone? —pregunto a Margaritis.
El técnico que tengo delante empieza a pulsar las teclas del ordenador. La imagen se amplía hasta que puedo leer con claridad:
«Hezbollah.» Qué bien, la colección completa, para que todas las organizaciones queden satisfechas, pienso.
—¿Dónde le han encontrado? —pregunto a nadie en concreto.
El técnico vuelve a pulsar teclas. En la esquina inferior izquierda de la pantalla leo: "Calle Ermú, 20.20 h."
—¡Y luego dicen que el zepelín no vale lo que cuesta! —comenta Guikas—. Los caza al vuelo.
Sí, los insultos mortuorios.
—¿A qué altura de Ermú? —pregunto al técnico.
—En el tramo que convirtieron en zona peatonal hace poco, de cara a las Olimpiadas. Pasada la plaza de los Santos Incorpóreos.
—Ya he dado orden que cerquen el recinto —anuncia Guikas—. Vete y yo informaré a Parker.
—¿Es necesario?
Se vuelve y me mira con expresión agria.
—No quiero problemas, y menos justamente hoy, sólo porque a ti no te gusta colaborar —me espeta.
—Al menos, déme una hora de margen.
Aunque   no me contesta, sé que me la concederá. Aviso primero al 
forense   Stavrópulos y a la científica. Después llamo por radio a mis 
dos   ayudantes y les indico que me esperen en la plaza de los Santos   
Incorpóreos.
Vamos por la avenida Alexandras para evitar el   tráfico y, con la 
sirena en marcha, llegamos a la plaza en diez minutos.   Vlasópulos y 
Dermitzakis ya están allí. Stavrópulos y la científica,   aún no.
Desde la plaza accedemos al nuevo tramo peatonal de la   calle Ermú, 
que termina a la altura de la avenida Pireo. A la derecha se   alza un 
edificio neoclásico que está siendo restaurado. El muerto se   encuentra
 sentado en un banco unos cuarenta metros más allá, de cara a   una 
calle empinada provista de barandilla de madera que termina en una   
especie de rellano. En la fotografía no se apreciaba pero, visto al   
natural, parece dirigir su imprecación a alguien que está en el   
descansillo.
Aparentaba más edad que en la foto. Su cabello rizado   empieza a 
encanecer. Tiene la boca entreabierta y le falta la mitad de   los 
dientes inferiores. Debe de tener más de cincuenta años, aunque con   
los negros nunca se sabe. Es posible que su aspecto avejentado se deba a
   la dureza de su vida.
—¡Tampoco éste tiene heridas visibles!   —dice Stavrópulos detrás de 
mí—. Salvo que le hayan apuñalado por la   espalda, pero lo dudo. —A 
pesar de todo, da la vuelta al banco para   asegurarse—. Nada. Ni 
puñalada, ni tiro en la nuca. —Cuando se dispone a   sacar sus 
instrumentos, yo le detengo.
—Llévalo al depósito ahora mismo. No perdamos tiempo.
Mientras   trasladan el cadáver a la ambulancia, una limusina negra 
llega a toda   velocidad y se detiene justo delante de nosotros. De su 
interior sale   Parker.
—Wait, wait —grita, y corre hacia la ambulancia—. I must have a look at him.
—Esperad, quiere verle —indico a los camilleros.
Ellos   dejan la camilla en el suelo y observan con curiosidad a 
Parker, que   examina al muerto. La mano derecha del cadáver está 
insultando al aire.   Stavrópulos le informa de que no hay indicios de 
violencia.
—Esto es de locos. This is sick! —exclama   Parker, furioso—. Y
 la cosa irá a más, porque los islamistas están   enfermos. —Luego se 
vuelve hacia mí—. ¡Y usted aún no ha hecho nada! —me   recrimina—. You have done nothing so far.
—¿Por qué? ¿Lo ha hecho usted? —contesto, cabreado.
Tiene la respuesta preparada.
—Es su responsabilidad. It's your job. Nosotros sólo estamos aquí para ayudar. —Entonces me comunica que Guikas nos espera. Now! No sé si fue Guikas quien convocó la reunión o si se la impuso éste.
Se ofrece a llevarme con la limusina.
—Gracias, pero he venido en un coche patrulla —respondo. Me ha ofendido cuanto ha querido y no pienso deberle el transporte.
Menos   mal que se me ocurrió la brillante idea de mandar a Parker 
directamente   al despacho de Guikas porque, nada más salir al rellano, 
veo a un   pelotón de periodistas delante de mi oficina. A la tercera va
 la   vencida. Las dos primeras veces conseguimos mantenerlo en secreto,
 pero   parece que ahora alguien se ha ido de la lengua.
—¿Qué es esa historia del muerto en la zona peatonal, comisario?
—¿Es cierto que hace un gesto obsceno?
—¿Y que lleva colgado un cartel con el nombre de Hezbollah?
Intento pararles los pies.
—En estos momentos no puedo deciros nada.
—¿A   qué viene tanto secretismo? —Se alza la voz indignada de un 
periodista   de la televisión—. Se rumora que no es el primero, que ya 
ha habido   otros muertos antes.
—¿Hay sospechas de un atentado terrorista? —pregunta otro.
—Tened paciencia, se emitirá un comunicado oficial.
La promesa de un comunicado oficial los calma un poco y aprovecho la oportunidad para escaparme.
—¿Cómo se han enterado? —se extraña Guikas.
—Por jefatura —contesto—. Alguien fue al lavabo y aprovechó la ocasión para hacer una llamadita.
Me   mira en silencio. Parker, que no participa en esa conversación 
hecha en   griego, nos interrumpe con una teoría nueva. Aunque me crispe
 los   nervios, he de reconocer que es el único que tiene ideas.
—Estos cadáveres desnudos significan algo. Son un mensaje. A message.
—¿Qué mensaje? —pregunta Guikas.
—De   la cárcel de Abu Graib —responde Parker en tono triunfal—. Las 
fotos   más ofensivas de Abu Graib mostraban a iraquíes desnudos. 
Quieren   recordárnoslos.
—Es una idea interesante —observa Guikas satisfecho, porque necesita desesperadamente agarrarse a algo.
—Hay algo que no encaja. Parker se vuelve y me mira.
—¿Qué es lo que no encaja?
—El insulto. This. —Y   levanto la mano con los dedos abiertos
 para dárselo a entender, ya que   no sé cómo se dice "insulto" en 
inglés—. Este gesto obsceno de insultar   es típicamente griego. Es 
imposible que la conozcan los árabes.
Parker tiene la respuesta preparada.
—Es para despistarnos. They are trying to mislead us. Esto   
indica que los autores viven en Grecia y la conocen. Hemos de averiguar 
  qué iraquíes de los que viven aquí tienen parientes en Abu Graib.
De vuelta en casa, me encuentro con Katerina y Fanis, que deliran de entusiasmo por la victoria.
—¡Por lo poco que hemos podido ver, Lisboa es una ciudad preciosa!
—dice Katerina—. ¡Y la gente, qué amable! Piensa, mamá, que a pesar de su derrota, nos estrechaban la mano y nos sonreían.
—¡Nosotros haríamos lo mismo! —sentencia Adrianí.
Me   acuerdo de los jóvenes que insultaban a los albaneses en el 
estadio.   Fanis quiere decir algo, pero Katerina le manda callar con un
 ademán.
—Me pareció verte dando saltos en la televisión —le digo.
—Ni sé lo que hice en medio del entusiasmo. Es muy posible que estuviera dando saltos.
—Todos saltábamos. ¡Sólo los imbéciles no saltaban! —apostilla Fanis.
Suena mi móvil y la conversación queda interrumpida.
—La   causa de la muerte fue insuficiencia renal —anuncia la voz de  
 Stavrópulos—. No se le podría calificar de víctima. Le faltaba un 
riñón.   Es posible que se lo extirparan, o también que lo vendiera.
—¿Cuándo murió?
—Hace veinticuatro horas, más o menos.
De   repente, comprendo qué es lo que no encajaba en la teoría de 
Parker.   Los muertos no estaban desnudos para hacernos recordar Abu 
Graib.   Estaban desnudos porque los habían robado, del depósito o bien 
de la   funeraria.
Petros Márkaris (Estambul, 1 de enero de 1937) es un traductor, dramaturgo, guionista y narrador griego, conocido ante todo por sus novelas policiacas protagonizadas por el comisario Kostas Jaritos.
Nació en Turquía en una familia cristiana, de padre armenio
   (comerciante) y madre griega (ama de casa). Hizo la secundaria en el 
  colegio austriaco San Jorge, en Estambul, y después estudió Economía 
en Grecia, Turquía, Alemania y Austria antes de especializarse en la cultura alemana y dedicarse a la traducción de autores como Bertolt Brecht, Thomas Bernhard o Arthur Schnitzler. Muy elogiada ha sido su traducción de Fausto de Goethe.
Márkaris resume así su formación: "Hice mis estudios elementales en   
una escuela griega, pero después, a partir de mis estudios secundarios  
 hasta mis años de universidad, toda mi formación y mi cultura es   
alemana".1
Como miembro de la minoría armenia, durante muchos años no tuvo ninguna ciudadanía; obtuvo la griega después de la caída de la Dictadura de los Coroneles y el retorno de la democracia en 1974, junto con el resto de los armenios que vivían en Grecia.2 Reside en Atenas desde los años cincuenta.
Comenzó su carrera literaria en 1965, como dramaturgo, con la pieza Historia de Ali Retzos.
   Desde entonces ha escrito otras obras de teatro, guiones   
cinematográficos y su famosa serie detectivesca del comisario Jaritos,  
 cuyas novelas han sido traducidas a numerosos idiomas.
Márkaris cuenta que no buscó a Jaritos, un desengañado policía   
ateniense que le sirve para hacer una representación crítica —que él   
califica de brechtiana—, de la sociedad actual. "Él vino a mí",  
 dice y explica que después de haber estado escribiendo durante varios  
 años los guiones de la serie televisiva Anatomía de un crimen, 
se   sintió cansado de ella, pero el canal quería seguir y él accedió a 
  prolongar su trabajo por seis meses, y fue entonces que le vino la 
idea   del comisario. Para él mismo fue una sorpresa: "Como fui por 
largo   tiempo un activista de izquierda, no tenía ninguna simpatía por 
los   policías. En Grecia, habían sido sinónimo de fascistas... Pero de 
  pronto, por primera vez, caí en la cuenta que esos pobres policías son
   pequeños burgueses, que tienen los mismos sueños de que sus hijos 
puedan   estudiar para convertirse en doctores o abogados. Así se 
comenzó a   desarrollar esta construcción: un crimen y una historia 
familiar   contadas paralelamente".3
Ha colaborado asiduamente con el director de cine Theo Angelopoulos, con el que ha coescrito los guiones de cinco películas.
VII Premio Pepe Carvalho (2012) por Con el agua al cuello 4 .
Serie del comisario Kostas Jaritos: Noticias de la noche, 1995 (Nυχτερινό δελτίο), Ediciones B, 2000; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-406-9696-5, ISBN 978-84-406-9696-0 (reeditada por Tusquets en 2008, ISBN 978-84-8383-041-3). Defensa cerrada, 1998 (Άμυνα ζώνης), Ediciones B, 2001; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-666-0384-0, 978-84-666-0384-3 (reeditada por Tusquets en 2008, ISBN 978-84-8383-109-0). Suicidio perfecto, 2003 (Ο Τσε αυτοκτόνησε), Ediciones B, 2004; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-666-1463-X, ISBN 978-84-666-1463-4. Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos, 2005; 9 relatos, Ediciones B, 2006; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-666-2828-0. Reeditado con apariencia de obra nueva como Balkan blues, Ediciones B, 2012; ISBN 9788498726534.
   Contiene: "Ingleses, franceses y portugueses…", "De refilón", "La   
emancipación de Tatiana", "Café batido", "Suite para flauta y violín",  
 "Sin decorados", "Carta verde", "Sonia y Varia" y "Un cuento infantil". El accionista mayoritario, 2006 (Βασικός Μέτοχος), Tusquets, 2008; traducción de Montserrat Franquesa i Gòdia y Joaquim Gestí Bautista; ISBN 978-84-8383-040-6. Muerte en Estambul, 2008 (Παλιά, Πολύ Παλιά); Tusquets, 2009; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-8383-119-9. Con el agua al cuello, 2010 (Ληξιπρόθεσμα Δάνεια, Trilogía de la crisis, 1); Tusquets, 2011; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-8383-357-5.. Περαίωση, 2011 (Trilogía de la crisis, 2). 
Teatro:Historia de Ali Retzos, 1965. Los invitados.Como los caballos.
Cine: (Coguionista; cuando no se especifica el director, las películas son de Theo Angelopoulos). Días de 36, 1972. Alejandro Magno, 1980. El paso suspendido de la cigüeña, 1991. La mirada de Ulises, 1995. La eternidad y un día, 1998.Esperando las nubes, 2004, de Yesim Ustaoglu.
Televisión: Serie Anatomía de un crimen, 1991-1993.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto, texto: El cuento del día.
