Antonio Bonet Correa publica una exhaustiva enciclopedia ilustrada sobre
estos espacios asociados a la intelectualidad, la escritura y la
tertulia
Escena de café' (hacia 1908), de Pablo Picasso. El pintor retrató a Fernande Olivier -su primera compañera sentimental-, Georges Braque y André Derain.foto.fuente:elcultural.es |
En los
ámbitos culturales siempre hay nostalgia del invierno. Da igual que al
escritor también le guste bañarse en el mar, la literatura es del frío,
de la ciudad, del café y del humo. Poco veraniego, es cierto, pero
igualmente muy apetecible, es el libro Los cafés históricos
(Cátedra), del historiador del arte Antonio Bonet Correa, una
enciclopedia copiosamente ilustrada de los establecimientos que nacieron
con las clases burguesas y que se convirtieron en su corte, en su salón
y en el lugar en el que apelar a las musas.
Cuenta Bonet Correa que desde siempre estuvo interesado en temas marginales y poco estudiados, esa fue la primera circunstancia que le llevó a escribir este libro que aborda la historia de los cafés desde sus orígenes a sus personajes, pasando por su impronta en la sociedad. Pero antes, cuando era estudiante, fue asiduo de algunos de estos locales, a los que también debe parte de su educación sentimental, porque todo el que pasó por la universidad sabe que la cafetería era una asignatura troncal. "Han sido fundamentales en mi vida, como lo fueron en las de los intelectuales europeos desde el siglo XVIII hasta la segunda mitad del XX", expone el autor, que primero empezó a estudiarlos en su relación con la arquitectura y el arte para luego descubrir su carácter histórico, cultural y económico: "Todo está en los cafés", sentencia.
Es verdad, estos lugares se convirtieron al poco de su nacimiento en un ágora intramuros, en espacio para el diálogo y el debate en el que la cultura campaba a sus anchas. Antes de la Revolución Francesa y del advenimiento de la democracia en Occidente, las clases intelectuales estaban con la iglesia, la aristocracia y la corona y se desenvolvían en los salones. Después de la Bastilla, en cambio, los leídos y escritores, los periodistas y los artistas encontraron un lugar en el mundo en el que, como recuerda Bonet Correa, nadie les preguntaba a qué clase social pertenecían.
Tiene mucho sentido, además, que la inteligencia se asociase pronto con la liturgia del café, una bebida que aviva el espíritu y despeja la razón. Pero, amplía el escritor, "hay, además, una relación muy significativa del hombre moderno que quiere ser moderno con esta bebida. Mientras el chocolate se asocia al reaccionario o al cura, el café es una infusión que remite a conversaciones, a gente que está en el mundo, que lee el periódico...". Las cafeterías, así, pasan a ocupar el lugar de la plaza pública y se convierten en los nuevos mentideros en los que enterarse de todo, entretenerse, guarecerse del frío de los hogares, que no tenían calefacción -"Allí se estaba mejor que en casa, más caliente y mejor iluminado", insiste el historiador-. También era terreno de negociantes (no en vano, el Joy de Londres acabó convirtiéndose en la bolsa); y de agitadores políticos, pues de un café salieron los que tomaron la Bastilla.
Cuenta Bonet Correa que desde siempre estuvo interesado en temas marginales y poco estudiados, esa fue la primera circunstancia que le llevó a escribir este libro que aborda la historia de los cafés desde sus orígenes a sus personajes, pasando por su impronta en la sociedad. Pero antes, cuando era estudiante, fue asiduo de algunos de estos locales, a los que también debe parte de su educación sentimental, porque todo el que pasó por la universidad sabe que la cafetería era una asignatura troncal. "Han sido fundamentales en mi vida, como lo fueron en las de los intelectuales europeos desde el siglo XVIII hasta la segunda mitad del XX", expone el autor, que primero empezó a estudiarlos en su relación con la arquitectura y el arte para luego descubrir su carácter histórico, cultural y económico: "Todo está en los cafés", sentencia.
Es verdad, estos lugares se convirtieron al poco de su nacimiento en un ágora intramuros, en espacio para el diálogo y el debate en el que la cultura campaba a sus anchas. Antes de la Revolución Francesa y del advenimiento de la democracia en Occidente, las clases intelectuales estaban con la iglesia, la aristocracia y la corona y se desenvolvían en los salones. Después de la Bastilla, en cambio, los leídos y escritores, los periodistas y los artistas encontraron un lugar en el mundo en el que, como recuerda Bonet Correa, nadie les preguntaba a qué clase social pertenecían.
Tiene mucho sentido, además, que la inteligencia se asociase pronto con la liturgia del café, una bebida que aviva el espíritu y despeja la razón. Pero, amplía el escritor, "hay, además, una relación muy significativa del hombre moderno que quiere ser moderno con esta bebida. Mientras el chocolate se asocia al reaccionario o al cura, el café es una infusión que remite a conversaciones, a gente que está en el mundo, que lee el periódico...". Las cafeterías, así, pasan a ocupar el lugar de la plaza pública y se convierten en los nuevos mentideros en los que enterarse de todo, entretenerse, guarecerse del frío de los hogares, que no tenían calefacción -"Allí se estaba mejor que en casa, más caliente y mejor iluminado", insiste el historiador-. También era terreno de negociantes (no en vano, el Joy de Londres acabó convirtiéndose en la bolsa); y de agitadores políticos, pues de un café salieron los que tomaron la Bastilla.
Detalle de La tertulia del Café Pombo, de Gutiérrez Solana.
De vuelta al pasado, en el caso español destacan en el ámbito intelectual los cafés del romanticismo, frecuentados por el moderno Larra junto con las fondas, los billares y otros lugares de esparcimiento. Él mismo describe el famoso Café del Príncipe o Parnasillo como un "reducido, puerco y opaco café", pero allá que se iba. Como Mesonero Romanos, que escribió de las tertulias que allí se celebraban. Jardiel Poncela, otro caso, escribía tan a gusto en el café que se hizo construir un estudio en su casa a imagen y semejanza de su local favorito. En un café perdió el brazo Valle Inclán, acontecimiento sobre el que escribió Pío Baroja ("Había una tertulia de escritores jóvenes en el Café de Madrid al comienzo de la calle Alcalá, saliendo de la Puerta del Sol a mano derecha"). Toda la grey literaria, en fin, pasó y aun hoy pasa por templos como el Café Gijón.
Francisco Ayala en la terraza del Café Gijón (1930); Antonio Machado en el Café de las Salesas (1934); y Pessoa en el Café A Brasileira.
El resto del recorrido por estos cafés puede encontrarse en este libro recientemente publicado, una mirilla a todo lo que sucedió y sucede en uno de los lugares predilectos de la existencia moderna.