Etgar Keret
Romper el cerdito
Mi  padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que
 mi  madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un 
caprichoso.
-¿Por  qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le 
dijo a mi madre- . No  tiene más que abrir la boca y tú ya te pones 
firme a sus órdenes.
Mi  padre añadió que no tengo ningún respeto 
por el dinero, que si no  aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, 
¿cuándo voy a hacerlo? Los  niños a los que les compran sin más muñecos 
de Bart Simpson se  convierten en mayores en unos maleantes que roban en
 las tiendas porque  se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les 
antoja de la forma  más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart 
Simpson me compró un  cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el 
lomo, y ahora sí que me  voy a criar siendo una persona de bien, ahora 
ya no me voy a convertir  en un maleante.
Lo que tengo que hacer a
 partir  de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque
 lo odio.  El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero 
si después  de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan 
nada. Las  monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera 
que si lo  sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas 
que al  sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de 
Bart  Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí que es 
educar.
El  caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico 
frío cuando uno se  lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por 
el lomo, lo mismo  que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo 
mejor es que también  sonríe cuando no se le echa nada. Además le he 
buscado un nombre, le he  puesto Pesajson, como el hombre que tuvo 
nuestro buzón antes que  nosotros, un buzón del que mi padre no 
consiguió arrancar la etiqueta.  Pesajson no es como mis otros juguetes, 
es mucho más tranquilo, sin luces  ni resortes, y sin pilas que le 
derramen su líquido por la cara. Lo  único que hay que hacer es tenerlo 
vigilado para que no salte de la  mesa.
-¡Pesajson, cuidado que 
eres de cerámica!  –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado 
un poco y mira al  suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente
 a que yo lo baje.  Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo
 el cacao con la  nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel 
por el lomo y ver  que su sonrisa no cambia ni una pizca.
-Te  
quiero, Pesajson –le digo después-, y para ser sincero te diré que te  
quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que  
pase, aunque atraque tiendas. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre
  de ti!
Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo.
-Cuidado, papá –le dije-, a Pesajson le va a doler la panza –pero mi padre siguió como si nada.
-No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta.
-¡Qué bien, papá! –le dije-. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá
  dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo 
 de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la 
 otra.
-¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre-, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
-Pues
  claro –le respondí –le respondí, porque la verdad es que así era, pero
 a  los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
-¡Venga, rompe el cerdito de una vez!
-¿Qué –exclamé yo-. ¿Romper a Pesajson?
-Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre-. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso.
Pesajson
  me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe 
que  ha llegado su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle
 un  martillazo en la cabeza a un amigo?
-No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre-, me basta con Pesajson.
-No
  lo has entendido –me aclaró entonces mi padre-, no pasa nada, así es  
como se aprende, ven, lo voy a romper yo. Alzó el martillo mientras yo  
miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de 
 Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía 
algo,  Pesajson iba a morir.
-Papá –le dije sujetándolo de la pernera.
-¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió con el martillo todavía en alto.
-Quiero
  un shekel más, por favor –le supliqué-, deja que le eche otro shekel, 
 mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
-¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa-. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.
-Eso, sí, conciencia –le dije-, mañana. –Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta.
Cuando
  ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a  
Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino  
que muy calladito temblaba entre mis brazos.
-No te preocupes –le susurré al oído-, te voy a salvar.
Por
  la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en
  la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me 
 escabullí con Pesajson por la galería. Caminamos juntos muchísimo rato 
 en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de  
ortigas.
-A los cerdos les encantan los campos  –le dije a 
Pesajson mientras lo dejaba en el suelo-, especialmente los  campos de 
ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me  quedé esperando una 
respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le  rocé el morro como 
gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su  melancólica mirada. 
Sabía que nunca más volvería a verme.
Etgar Keret (hebreo, אתגר קרת; Tel-Aviv, 20 de agosto de 1967). Escritor de cuentos cortos, guionista de televisión y director de cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo, por su empleo del lenguaje corriente para contar historias donde la vida cotidiana, el humor negro, el surrealismo, lo grotesco y lo infantil forman parte de un mismo universo.
Sus cuentos, consumidos masivamente en Israel
 por un público mayoritariamente adolescente, se han traducido a más de 
diez idiomas. En tanto, su carrera cinematográfica es muy promisoria.
Inició su carrera literaria al publicar Tzinorot (Tuberías, 1992), una colección de cuentos cortos que pasó desapercibida.
En 1993 ganó el primer premio en el Festival Alternativo de Acre por Entebbe: El Musical, que escribió al alimón con Jonathan Bar Giora. Su segundo libro, Ga'aguai Le'Kissinger (Extrañando a Kissinger, 1994), formado por cinco cuentos muy cortos, fue más exitoso y cobró notoriedad pública.
Keret es también conocido por sus colaboraciones con numerosos 
artistas gráficos. En 1999 cinco de sus cuentos fueron traducidos al 
inglés y adaptados como "novelas gráficas", con el título Jetlag.
En cuanto a su experiencia audiovisual, ha colaborado en numerosos 
guiones para televisión y cine. El primer largometraje que dirigió, Malka Lev Adom (Malka corazón rojo, 1996) obtuvo el máximo galardón de la Academia de Cine Israelí (equivalente al Oscar a la mejor película) y ganó el Festival Internacional de Academias de Cine en Múnich, Alemania. Además, fue aclamada en diversos festivales de todo el mundo.
No obstante, su mayor consagración hasta el momento se dio en 2007, cuando ganó el premio Cámara de Oro a la Mejor Opera Prima en el Festival de Cannes por Meduzot (Medusas).
Ha publicado cuatro libros de relatos, una novela, tres cómics y un libro, todos ellos bestsellers
 en Israel. Su obra ha sido traducida a dieciséis idiomas y ha merecido 
diversos premios literarios. En sus relatos se han basado numerosos 
cortometrajes, e incluso uno de ellos ganó el American MTV Prize en 1998. Actualmente es profesor adjunto en el departamento de Cine y Televisión de la Universidad de Tel Aviv. En 2006 escribió La chica sobre la nevera, en 2008 Pizzería Kamikaze y en 2011 Un hombre sin cabeza todas editadas por Siruela.  
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: www.fantasymundo.com
