Gilard hizo un juicio de la novela de Cepeda,  La casa grande
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| Portada La casa grande, primera edición. foto:puntodelectura.com | 
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| Álvaro Cepeda Samudio, en un encuentro con su amigo, Gabriel García Márquez en plena pista del aeropuerto de Barranquilla. foto:archivo. fuente:eltiempo.com | 
Antes del extraordinario éxito de Cien años de soledad, se 
consideraba que la literatura colombiana podía enorgullecerse de un 
reducido número de novelas entre las cuales, además de La hojarasca, 
solía figurar La casa grande. Luego, Cien años de soledad, las obras 
posteriores de García Márquez (y las anteriores también, una vez 
rescatadas) y su creciente prestigio internacional vinieron a perturbar 
las perspectivas críticas ¿no decimos que a falsearlas¿, y la crítica 
nacional, singularmente estreñida frente a la obra del Nobel si se la 
compara con la extranjera, o singularmente torrencial en el mero 
ditirambo, se ha olvidado casi por completo de otros títulos, de otros 
autores y, en particular, de La casa grande y de Álvaro Cepeda Samudio.
Porque lo cierto es que Colombia, en estos tiempos de televisión por 
satélite, aún mantiene intacta su aptitud para no ver, una aptitud que 
se forjó en épocas de aislamiento geográfico y que, en su presentación 
de los cuentos de Hernando Téllez, Marta Traba atribuía, algo 
equivocadamente quizás, a la terca permanencia de las posturas del 
centenarismo. Recordemos que cuando en 1967, recién publicada la primera
 edición de Cien años de soledad, se presentaron en Bogotá Vargas Llosa y
 García Márquez, la figura central para los medios masivos de 
comunicación fue el novelista peruano y no el colombiano. Los ecos de 
afuera, con mucha mayor rapidez que en épocas tradicionales, 
contribuyeron en este caso a restablecer una más equitativa visión de 
las cosas, pero en lo fundamental no ha habido cambios notables. La 
comparación entre lo propio y lo ajeno sigue efectuándose según 
criterios discutibles o simplemente no se hace, perdurando así la vieja 
tendencia a sobrevalorar lo que respete ciertas normas de medianía o de 
mediocridad. Hoy por hoy, García Márquez sirve de coartada para un 
tranquilo estancamiento creativo, y a la sombra gigantesca de su obra ya
 recuperada por el nacionalismo puede prosperar sin complejos una 
modorra repetitiva en la que los nuevos Cepedas desarrollan su labor en 
medio de una cortés atención que no pasa de ser la cara amable de la 
indiferencia. El hic et nunc colombiano sigue suministrando equivocadas 
normas de juicio, y la actividad cultural se rige, como siempre, por el 
afán de perdurar sin alteraciones entre la grata cuasi-unanimidad del 
bombo mutuo. Aunque hayan aparecido otras generaciones y otros nombres, y
 aunque se acuda con frecuencia a otros criterios ideológicos, la vida 
artística e intelectual, abusivamente confundida con el arte y con la 
inteligencia, continúa generándose a sí misma: siempre igual, siempre 
dispuesta a desconocer lo verdaderamente novedoso y a sepultarlo bajo la
 superioridad cuantitativa de lo que se escribe en el aquí y ahora de 
Colombia. De García Márquez se acata sobre todo su éxito y muy poco su 
revolucionario ejemplo de exigencia estética, de ambición universalista y
 de trabajo.
Mientras tanto, La casa grande ha seguido siendo la novela importante
 que siempre fue y siempre será. Dentro de Colombia se la reconoce más o
 menos, más bien menos que más, sin que en todo caso se analice 
suficientemente lo que aporta su intranquilizador ejemplo, un aspecto 
sobre el cual volveremos más adelante. Fuera de Colombia el libro sigue 
circulando y mencionándose, aunque muy por debajo de lo que merece. 
Varias ediciones de notable dispersión geográfica constituyen un signo 
alentador, pero no han llegado a romper del todo el silencio de la 
crítica ni han atraído la atención de un amplio público. Cepeda Samudio 
sigue interesando a los especialistas, a otros escritores, a los 
críticos más autorizados y a los profesores universitarios que saben de 
literatura y la valoran. La casa grande, sin embargo, continúa siendo 
uno de esos clásicos latinoamericanos que la inmensa mayoría de la gente
 conoce a medias o desconoce casi por completo, que los traductores 
desdeñan y que otros países y otras culturas descubrirán tardíamente ¿o 
no descubrirán¿.
Es verdad que Cepeda nunca fue un escritor preocupado por el éxito y 
que no se dedicó a seguir las vías trilladas. Esto último resulta obvio 
si se piensa en la temática de su novela. La primera de las matanzas 
perpetradas en nombre de los intereses de la United Fruit Company se 
prestaba para una explotación política que el escritor rehuyó y que sólo
 le sirvió para suministrar el anclaje temporal y las coordenadas 
ideológicas de una historia de decadencia familiar. No sobra recordar lo
 que con temas parecidos hizo el guatemalteco Miguel Ángel Asturias en 
unos libros repletos de buenas intenciones pero que tañían cuerdas algo 
ajenas a la literatura. Cepeda se negó a caer en los facilismos de la 
denuncia; el arte y las nostalgias que lo nutren eran para él un asunto 
demasiado serio y respetable. No quiso contentarse con un panfleto al 
que las condiciones de la década de 1960 hubieran asegurado un éxito 
inmediato. Si hay que establecer una comparación de dignidad estética y 
política, la única referencia posible es Cien años de soledad, cuyos 
puntos de contacto con La casa grande, más allá de sus coincidencias 
geográficas e históricas, y de la amistad personal que unió a sus dos 
autores, son la soledad, la decadencia familiar, el incesto y otros 
elementos temáticos de la mayor importancia literaria.
El horror del hecho histórico está presente en La casa grande, desde 
luego, pero al lector le corresponde extraerlo de un texto muchas veces 
arduo y oscuro: de faulkneriana oscuridad. Cepeda Samudio sólo se 
interesa por la esencia de los acontecimientos, rechazando lo pintoresco
 y lo espectacular. Su visión del mundo tropical excluye la exuberancia y
 se queda en el agobio climático, en el tedio vital, en un paisaje de 
arena, barro y salitre que guarda una conformidad perfecta con sus 
primeras aproximaciones periodísticas a las realidades costeñas y con 
los paisajes ardientes y desolados que captó en su cortometraje La 
langosta azul. Pasa lo mismo con todo lo que podría prestarse para la 
descripción superficial o para el cuadro de costumbres: la navegación 
por caños y ciénagas, la vida de la oligarquía bananera, la presencia 
norteamericana, el universo feudal de las plantaciones. Todo está en el 
libro, pero disperso en muchas páginas, sobresaliendo sólo de vez en 
cuando en una alusión o un detalle trunco. Cepeda había sacado la 
lección de los estragos que causó en la literatura hispanoamericana la 
imitación  de la novela naturalista europea. Cuando hay en sus páginas 
una descripción, ésta se funda en los procedimientos del cine, con 
admirables resultados.
La misma actitud reticente se observa a propósito de los diálogos, 
que son de una gran sequedad, con algo esquelético, y que evitan las 
normas de una supuesta verosimilitud de tono y de léxico, pues en la 
verosimilitud veía Cepeda una convención más. Lo mismo que rechazaba el 
tipicismo y el color local, huía del cliché de lo coloquial. Sus 
soldados no hablan como se sabe o se supone que hablan los soldados; más
 importante era hacerlos pensar y sentir como militares en sus 
nostalgias, en sus frustraciones, en sus pequeñas rebeldías y en sus 
monstruosas obediencias, lo que por cierto constituye una de las muchas 
dificultades con que tropieza la traducción de su obra a otros idiomas: 
¿cómo usar o, mejor dicho, cómo no usar la jerga cuartelaria, de 
conocimiento generalizado en países donde el servicio militar forma 
parte de la experiencia colectiva?
Otro rechazo fundamental en Cepeda, y que tiene mucho de paradoja en 
un escritor oriundo de una región marcada por una muy rica cultura oral,
 es el que opone a los tentadores facilismos de la anécdota. Cepeda es 
enemigo del relato tradicional, sea el popular o el otro, más 
convencional, heredado de la novela decimonónica. Piensa tener algo más 
importante para hacer que contar una historia que, en estado literal, 
podría ser apenas trivial. Como Cortázar, no quería saber más que del 
"lector-macho", al que le incumbe la tarea de reconstituir la historia a
 través de unos diálogos o discursos opacos, a través de descripciones 
escuetas, a través de escenas tan elementales y enigmáticas como las 
piezas sueltas de un rompecabezas.
Lo cual, entre otras cosas, lleva al novelista a no preocuparse 
demasiado por la cronología ni por cierta forma de coherencia narrativa.
 Se les concede una atención minuciosa a las correspondencias entre 
capítulos, correspondencias casi musicales, en especial mediante un 
léxico rigurosamente seleccionado y manejado, pero se descuida la 
concatenación corriente de los hechos, lo que a veces lo lleva a 
incurrir en algunas contradicciones internas. Es así como dos hechos 
que, en la historia colectiva, no pueden estar separados sino por unas 
cuantas semanas o al máximo por unos pocos meses, aparecen como 
separados por tres años en la vida de los moradores de la casa grande. 
En cambio, la historia de la familia, de sus tres generaciones, se funda
 detalladamente en la reproducción fiel de actitudes que van 
reapareciendo a lo largo del tiempo.  
Cepeda ha de quedar entonces como uno de los grandes precursores de 
la narración fragmentaria en la literatura de habla española. De allí es
 de donde proceden las características mencionadas hasta ahora ¿esos 
rechazos a todos los facilismos¿, y allí es donde se sitúa su audacia de
 escritor. Hay que subrayarlo: Cepeda se anticipó con La casa grande ¿y,
 antes, con sus cuentos¿ a unos libros hoy reconocidos y traducidos a 
muchos idiomas. La casa grande aparece como una novela desprovista de lo
 que en la jerga estructuralista se ha dado en llamar "narrador 
extradiegético"; es un collage, un mosaico, una organización de voces y 
fragmentos heterogéneos. Ya en sus cuentos de escritor principiante, en 
la década de 1940, se había dedicado a esas indagaciones formales cuando
 nadie lo hacía en Colombia y cuando los escasos ejemplos 
hispanoamericanos no podían haber llegado a sus manos. Conviene 
recordar, además, que el primer fragmento conocido de La casa grande se 
publicó en 1956, o sea, varios años antes de salir la novela completa en
 las ediciones de la revista Mito.
Al parecer, como ejemplo de novela fragmentaria escrita en español 
sólo había tenido a la vista el manuscrito de La hojarasca, que García 
Márquez redactó muy cerca de él en Barranquilla, en 1950, y puede 
advertirse que, dentro de ese tipo de narración, La hojarasca era un 
ejemplo bastante sencillo, si bien cabe anotar que semejante audacia del
 joven García Márquez no ha suscitado entre sus estudiosos el interés 
que merece. El otro gran título, también anterior a La casa grande y 
publicado el mismo año en que apareció la novela inaugural de García 
Márquez, es el Pedro Páramo de Rulfo, una obra que, sin embargo, no 
creemos que influyera en Cepeda. Éste, como sus amigos del grupo de 
Barranquilla, miraba mucho más hacia Buenos Aires que hacia México, lo 
cual explica que tampoco La región más transparente, de Fuentes, formara
 parte de su panorama estético en la época de gestación de La casa 
grande. Sin saberlo, Cepeda coincidió con Rulfo en la temática del padre
 tirano.
En cuanto a los otros grandes títulos constitutivos del boom, que son
 también grandes novelas de narración fragmentaria, siempre se trata de 
libros posteriores a la primera edición de La casa grande: La ciudad y 
los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Tres tristes tigres, 
Boquitas pintadas. También son posteriores, en la literatura española, 
el Tiempo de silencio de Martín Santos y la Reivindicación del conde don
 Julián de Goytisolo. Podría decirse que algunos de esos títulos han 
echado una sombra impropicia sobre la novela de Cepeda, pero lo cierto 
es que éste fue, a su manera, un pionero arriesgado que debería 
reconocerse como uno de los integrantes definitivos del boom. Sin 
embargo, hasta ahora ha corrido la suerte ingrata de los precursores y 
de los francotiradores, con el agravante de la insularidad colombiana y 
con el otro, aún mayor, de su propia indiferencia ante las virtudes de 
la autopromoción. Y faltó, y seguirá faltando, la segunda novela.
La casa grande aporta un testimonio nítido sobre una época de la 
literatura hispanoamericana ¿mucho más que de la literatura colombiana¿,
 y esto es lo que hace, en su país, la singularidad de la novela de 
Cepeda y de la producción de García Márquez. Lo que brilla en esta 
novela ¿tanto como había brillado en los cuentos de Todos estábamos a la
 espera¿ es la conciencia de trabajar con el lenguaje. Dicha conciencia 
la adquirió Cepeda, como muchos de sus contemporáneos dispersos por 
América Latina y entonces desconocidos, en sus lecturas de los clásicos y
 de los grandes autores extranjeros de su época, y también, por 
supuesto, en sus lecturas de escritores hispanoamericanos que el grupo 
de Barranquilla descubrió en fechas asombrosamente tempranas, y no sólo 
en relación con Colombia sino también, al menos en algunos casos, en 
relación con otros países del continente: Borges, Felisberto Hernández, 
Sábato, Cortázar. De ahí los múltiples juegos de Cepeda con el punto de 
vista, con los diálogos, con los monólogos entrecruzados y con ese 
extraño procedimiento tipográfico de la línea interrumpida por un 
espacio en blanco, y de ahí también ese rechazo al relato y a la 
descripción que no sean cinematográficos, "objetivos". En este aspecto 
se advierte una vez más, muy clara, la intención de renovar las formas y
 de poner en tela de juicio las convenciones heredadas del siglo XIX, 
una obsesión formal que, en La casa grande, tal vez pudo más que los 
propios demonios y temas personales del autor. Apasionado por la 
necesidad de renovar, Cepeda Samudio da la impresión de ser un escritor 
que se sacrifica como tal y que paga un muy elevado precio por querer 
contribuir a desbloquear una literatura que a él le parecía conservadora
 y aburrida. Lo hacía en notable simultaneidad con otros escritores que 
él desconocía o apenas empezaba a conocer (Fuentes, Rulfo, Roa Bastos, 
Carpentier, Cabrera Infante, Vargas Llosa), a la misma hora que los 
otros grandes del continente, pasando de lo superficial a lo esencial en
 una toma de conciencia tercermundista de la dignidad histórica, humana y
 cultural de los países de la periferia neocolonial.
La reflexión de Cepeda sobre el destino de los pueblos 
latinoamericanos y sobre lo que podía ser la temática de la literatura 
continental se puede reconocer en el cambio de orientación de la obra, 
que de ninguna manera implica una renuncia a las exigencias de la 
modernidad. En el decenio de 1940, el joven Cepeda era un escritor 
preocupado por la necesidad de romper con la narrativa "terrígena", 
cuyas normas tiranizaban la literatura colombiana de entonces. De ahí, 
en los primeros tiempos, su dedicación a una temática exclusivamente 
urbana, y hasta norteamericana en cierto número de casos, puesta en 
práctica según formas agresivamente experimentales, siendo lo 
experimental una suerte de opción cosmopolita. Con el paso de los años, 
Cepeda fue recuperando sus vivencias cienagueras, marcadas por lo rural,
 pero sin volver a los viejos y parroquiales carriles de la narrativa 
"terrígena" y usando siempre formas resueltamente modernas: primero con 
el sutil juego de voces del cuento "Hay que buscar a Regina", y 
finalmente con La casa grande. Figuran en la novela los abusos y 
crímenes del imperialismo, las taras de la dependencia, la enajenación 
cultural e ideológica, la barbarie feudal, pero nada se da de buenas a 
primeras en el libro y esos conceptos deben ser desentrañados del texto 
mediante una lectura dinámica y desmitificadora, proceso de revelación 
muy acorde con los tiempos que vivían América Latina y sus letras cuando
 Cepeda escribió su novela. 
Otro punto de contacto con lo que se hacía en el continente es la 
riqueza de corrientes y modelos literarios que se reconoce en La casa 
grande, una riqueza que, dentro del ambiente colombiano de los años 
cincuentas, aún tenía mucho del escándalo que había sido en la década 
anterior, cuando un exiguo concepto de "lo nacional" hacía considerar la
 inspiración en lo foráneo como la prueba de una suerte de tara 
patológica o como una mera traición. Solamente los mejores podían 
entonces, como lo hicieron Cepeda y García Márquez, asumir las 
obligaciones que conllevaba un buen conocimiento de toda la literatura 
contemporánea. Jorge Ruffinelli señaló hace años la deuda de cierto 
diálogo de Cepeda (en el capítulo "Jueves") con un cuento famoso de 
Hemingway, "Colinas como elefantes blancos". También habría que hablar 
de Camus: la Ciénaga de La casa grande tiene algo del Orán de La peste, 
un modelo que pueden recordar y reconocer agradecidamente otros 
escritores colombianos. Los soldados de Cepeda son también una 
afortunada decantación de los que Norman Mailer puso a sufrir y a odiar 
en Los desnudos y los muertos, novela que parece haber inspirado también
 más de un detalle del primer capítulo. Y es inevitable mencionar el 
teatro de García Lorca, cuyo ejemplo mal asimilado hizo tanto daño a la 
literatura hispanoamericana y que se ve aquí vigorosa e inteligentemente
 explotado en los capítulos de ambiente cerrado. En esa genuina y muy 
sabia adaptación de modelos extranjeros sigue siendo Cepeda un ejemplo 
notable de lo que fue la labor del boom naciente a nivel continental.
Es por ello que La casa grande sigue destacándose entre la producción
 literaria de su época y cobra, con la distancia, dimensiones mayores. 
No son tantos los escritores colombianos de los que pueda decirse, sin 
riesgo de equivocación y sin exageraciones parroquiales, que fueron 
plenamente contemporáneos en esos años de Guerra Fría y descolonización,
 años que a su turno presenciaron el comienzo de una auténtica 
renovación de la literatura hispanoamericana. 
Las vinculaciones y componendas con el entorno social, económico y 
político pertenecen a un aspecto biográfico que aquí no tiene por qué 
interesar, pero está lo otro, lo que tiene que ver con la literatura. La
 vida intelectual colombiana fue sin duda alguna la más fuerte de las 
limitaciones con las que se enfrentó Cepeda. De ella no se salvó 
completamente, como tampoco se salvaron completamente sus compañeros del
 grupo de Barranquilla, con excepción de García Márquez. Como buenos 
periodistas que eran, como excelentes lectores y críticos, los del grupo
 tuvieron por necesidad una conciencia aguda de lo que había que superar
 en las tradiciones literarias del país. En su labor creativa no dejó 
Cepeda de definirse en función de los bloqueos de la vida intelectual 
colombiana. Sus indagaciones y audacias formales tenían algo de 
provocación y de labor pedagógica. La creación venía a ser para él una 
demostración de posibilidades, pasando a segundo plano las cuestiones 
personales. Los temas característicos de Cepeda aparecen muy poco en los
 relatos de Todos estábamos a la espera, que eran casi siempre 
admirables teoremas, y sólo un poco más en La casa grande. Por otra 
parte, Los cuentos de Juana repiten algo que es a la vez otro anuncio y 
otra frustración: su autor quedó debiéndonos la novela de Regina, o la 
de la soledad femenina, y algunas más que se adivinan en lo que dejó 
escrito, sin que podamos estar seguros de que realmente agotara la 
temática del padre. Al mismo tiempo que se debilitaban los temas, el 
trabajo sobre las formas se hacía en detrimento de la calidad formal del
 conjunto, generando un libro desigual, con capítulos perfectos y otros 
que no llegan a serlo. La casa grande tenía que ser la primera novela, 
promesa de otros títulos maestros, pero desgraciadamente queda como la 
única novela de un escritor que quería hacer grandes cosas y las hizo. 
No solamente por hacerlas, sino para demostrarles a sus compatriotas que
 era posible hacerlas. Colombia y su propia vida, sin embargo, no le 
dejaron el tiempo que necesitaba para llegar a escribir libremente.
Y la limitación colombiana sigue apreciándose en el insuficiente 
impacto que ha logrado La casa grande, afuera y adentro. Sobre lo de 
afuera, que nunca se lamentará bastante pero que tal vez llegue a 
resolverse algún día, no hace falta insistir, aunque conviene dejar 
anotado que el apoyo de los intelectuales del país debió haber 
funcionado mucho más: es cierto que Colombia nunca ha sabido promover 
sus valores auténticos, pero los que de vez en cuando se vieron 
convertidos por las circunstancias en voceros de la literatura nacional 
no cumplieron con su papel, siendo Jorge Zalamea de los poquísimos que 
mencionaron el nombre de Cepeda ante públicos extranjeros. Sobre el 
destino de Cepeda en su propio país, fuera de una leyenda que sirve más 
para ocultar que para revelar, es obvio que su ejemplo no se ha meditado
 bastante. Donde no existe la intención de mejorar y progresar, a nadie 
le gusta recibir justificados reproches, y el caso es que la obra de 
Cepeda sigue siendo, precisamente, un reproche para los creadores 
timoratos, para los críticos repetitivos y para los "lagartos" 
literarios de siempre: para todos los que han venido definiendo con 
exiguo parangón lo que son o han de ser las expresiones de la cultura 
"nacional", ya que hoy, como en los tiempos del Cepeda juvenil, lo 
"nacional" sigue siendo pretexto y coartada para ensalzar la mediocridad
 y para desconocer experimentos y renovaciones. (Hubo una época, hay que
 repetirlo incansablemente, en la que los cuentos de García Márquez 
quedaban fuera de lo que se consideraba como expresión artística 
"nacional", y eso no empezó a cambiar sino bastante tiempo después de 
publicarse textos como La hojarasca y El coronel no tiene que le 
escriba).
Siguen flotando en las páginas de La casa grande ¿en su luminoso 
virtuosismo, en la honradez de su compromiso, en su intachable 
asimilación de modelos extranjeros¿ los ruidosos sarcasmos de Cepeda 
contra los que él mismo llamaba, en 1948, "los guardadores de nuestras 
tradiciones culturales", a los que, al fin y al cabo, el gran escritor 
que era concedió demasiada importancia: no los subestimó en cuanto a su 
temible capacidad de silencio (temible pero provisional, pues terminarán
 reivindicando a Cepeda como reivindican a García Márquez), pero sí se 
equivocó al creer que su propio ejemplo, sin más, podía ser un factor de
 pronto desbloqueo. Para ellos, y para sus continuadores de hoy, Cepeda 
sigue siendo sinónimo de malestar y de intranquilidad, lo cual explica 
que no se hable aún lo suficiente de una novela que, hasta en eso, 
mantiene su corrosiva beligerancia al cabo de más de veinte años de 
haber sido publicada por primera vez. Mientras los oficiantes y 
prebendados del culto de la Mama Grande recuperaron ya el éxito de 
García Márquez ¿su obra está a salvo de la beatería y del chauvinismo¿, y
 mientras la leyenda de Cepeda como personaje sirve a veces para usos 
parecidos, La casa grande subsiste como un ejemplo y como un reto, como 
una novela importante que hasta hoy le ha resultado demasiado grande a 
la crítica colombiana, quedándose a la espera de una justa valoración y 
de una equitativa inserción en el proceso general de la narrativa del 
país y del continente. En todo caso, ya es tiempo de que simplemente se 
imponga por su incuestionable vigencia estética.
Jacques Gilard Autor muy aplicado sobre la inmensa obra de Gabriel García Márquez

