En 1992 Pablo Escobar se fugó de la cárcel conocida como La Catedral
Pablo Emilio Escobar Gaviria, el tristemente célebre narcotraficante colombiano conocido bajo el alias El Patrón. |
Ilustración: Heidi Amaya. fuente:elespectador.com/Magazin |
Ante la ventana abierta la paloma se mantuvo durante unos segundos en
el aire, vacilante, hasta que finalmente se posó sobre el alféizar. El
Patrón se acercó, la tomó entre sus manos y tras acariciar el blanco
plumaje del lomo desató el papelillo que llevaba atado a su pata
derecha. A continuación volvió a acariciarla, la alzó con las dos manos y
luego, con un breve impulso, la soltó y la paloma desapareció en los
dominios del aire.
Como el Espíritu Santo —dijo El Patrón mientras
leía rápidamente el mensaje. El viejo sacerdote lo miró con ostensible
reprobación. —Hay cosas con las que es mejor no bromear, Pablo. —No
quise ser irrespetuoso con sus creencias, padre. Y la prueba de lo que
digo es que me he puesto en sus manos. Si lo he molestado con mi
comentario le ruego me perdone. El sacerdote recorrió con su mirada la
voluminosa, arisca figura de su anfitrión, tan descuidado en su atavío
que más parecía un vagabundo que el poderoso capo a quien todos temían.
El anciano sopesó esas palabras que se le antojaron casi blasfemas y
luego, con una paternal sonrisa, pareció absolver al insolente. Tras
leer nuevamente el mensaje, El Patrón llamó aparte al doctor Arizmendi,
el hombre que media hora antes, durante la reunión con los dos
periodistas de Il Messaggero, había hecho las veces de intérprete, y a
quien con ostensible cortesía los italianos llamaban Consigliere. Era un
individuo extremadamente flaco, vestido con atildamiento y a quien, al
hablar, se le acentuaba un tic en el párpado izquierdo. El Patrón le dio
a leer el papel y durante un rato que al sacerdote se le antojó eterno,
los dos hombres se entregaron a un denso conciliábulo de voces
susurrantes y actitudes enérgicas. Minutos después, el anfitrión se
dirigió hacia una consola próxima y de una de las gavetas extrajo un
sobre, en el que introdujo el mensaje que acababa de recibir.
Dejó
el sobre en el mueble y volvió a ocupar su lugar, entre el sacerdote y
el abogado Arizmendi. —En todo caso, padre, las cosas no son tan
sencillas como quieren presentarlas —dijo Arizmendi, como si retomase
una conversación interrumpida por la irrupción de la paloma mensajera—.
En nuestro continente el asunto de los estupefacientes no es un delito
sino un problema teológico. O si no, a los hechos. El sacerdote tosió,
nervioso, incómodo. El intenso frío de la colina se le había instalado
en los huesos y se arropó con la ruana que siempre llevaba sobre la
sotana. Con una sonrisa ambigua, El Patrón secundó el murmullo que las
palabras del abogado Arizmendi desataron entre los presentes mientras se
quitaba el gorro de piel para peinarse con los dedos sus largas greñas.
Era evidente que lo que acababa de decir su asesor había despertado un
molesto escepticismo en el cura. Un súbito tremolar de las cortinas
llamó la atención de quienes allí se encontraban reunidos.
La
fuerte brisa de las cinco de la tarde se filtraba y con ella los ruidos
del bosque próximo. Sin esfuerzo, allá abajo también podía verse la
ciudad, tendida bajo el sopor y que, al igual que una cortesana, parecía
entregada a sus oscuras maniobras. Como si temiese que por la ventana
abierta de par en par entraran más palomas o se escaparan partes
comprometedoras de la conversación, uno de los hombres a quien llamaban
El Nefando aseguró el pestillo y corrió las cortinas a rayas verticales
de color turquesa y blanco, que durante unos instantes más se agitaron y
gimieron como banderas rendidas. —¿Problema teológico? —se oyó la voz
cansada del sacerdote. —En México, el negocio está en manos de El Señor
de los Cielos. En el Perú, en las del Vaticano. Y aquí, en La Catedral y
otras diócesis, nadie pone en duda la autoridad de El Patrón.
A
lo mejor es por eso que en Medellín creen que el Papa es el sicario de
Cristo en la Tierra —dijo el abogado. Y soltó una risa llena de
calambres y gorjeos, que al eudista se le antojó obscena. Apenas sonrió.
¿Cómo iba a hacerle gracia semejante chiste? Por el contrario, El
Patrón lo celebró con una algazara llena de onomatopeyas y silbidos, e
incluso felicitó a Arizmendi con un gesto contundente de su mano
derecha: el pulgar en posición vertical al tiempo que los cuatro dedos
restantes se anidaban sobre la palma de la mano. Pero el silencio del
sacerdote lo inhibió. Cesó de reír y se acercó con algo de parsimonia al
lugar donde se encontraba su invitado. Le llamaron la atención las
mejillas hundidas sobre la piel cerúlea del rostro y las oscuras ojeras
que hacían aún más brillante la mirada. Una mirada como de réquiem y que
había convertido unos ojos que alguna vez fueron negros y penetrantes
en un velo gris, como el aura de los cirios funerarios.
Qué
diferencia con la energía y convicción del hombre que hace apenas un año
lo convenció para que se entregara a la justicia, concluyó El Patrón,
con una mezcla de tristeza y desencanto. ¿Por qué él siempre había
estado rodeado de curas? Recordó entonces que cuando comenzó sus
coqueteos con la política y que tantas desgracias habrían de causarle,
sus mayores mentores fueron los padres Cuartas, Lopera y Betancur,
quienes recorrían los barrios más desahuciados de Medellín y en su
nombre exaltaban su filantropía y fervor por la causa de los
desprotegidos. Y ahora el anciano eudista se juega todo su prestigio por
él, para que los acuerdos alcanzados hace unos meses no se vayan al
traste. Pero la culpa no es mía, piensa El Patrón, y este cura debe
creerme. El sacerdote mira a ese hombre a quien siempre le dice Pablo
—salvo él, nadie se atreve a llamar a Escobar por su nombre de pila— y
confirma que su papada es tan prominente como su abdomen y que el pelo
le crece a raudales. ¿A qué obedece tan deliberado desaliño? ¿Qué
sucedió con uno de los hombres más ricos del mundo, a quien vestían los
más sofisticados diseñadores y cuyo vestiaire alojaba centenares de
trajes? Si no oliera a esa facinerosa loción cuyo tufo lo precede varios
metros, juraría que quien fue bautizado como el enemigo público número
uno ha desistido de bañarse.
En el momento en el que un diligente
camarero se dispone a servir una nueva tanda de whisky, el sacerdote
cubrió su vaso con la mano. Con voz cansada y a manera de excusa sólo
atinó a pedir un poco de agua. Y como si esta petición formara parte del
orden del día, la puerta se abrió súbitamente y, usurpando el trabajo
del camarero, uno de los hombres del cuerpo de guardia entró con el vaso
de agua pedido por el huésped. Tras humedecer los labios, el anciano
recordó las circunstancias de su primera entrevista con El Patrón,
durante las semanas previas a su entrega. Parecía increíble que ya
hubiera transcurrido un año. Cansado, demacrado, una mirada cansina
ponía de presente el estado de ánimo del sacerdote. Por los días en que
se celebró la reunión clandestina, cerca de Sabaneta, él y los demás
sabían que cualquier indiscreción podía ser fatal y que el lugar se
convertiría en un infierno.
El Bloque de Búsqueda andaba cerca y
por eso los hombres que integraban el anillo de seguridad de Escobar no
cesaban de intercambiar claves y mensajes a través de los equipos de
comunicación HF y UHF. Y aunque el propio presidente de la República le
había prometido al sacerdote no interferir en sus gestiones, él no
confiaba del todo. ¿Acaso ese sujeto no había bombardeado Casa Verde, el
campamento de los jefes de la fracción rebelde, el mismo día en que,
ante el país entero, les extendió la mano como una invitación para
iniciar el diálogo en busca de la paz? Además, ese concierto de gallos
constipados que era la voz del presidente no le inspiraba confianza
alguna. Durante más de seis decenios de sacerdocio, había aprendido a
conocer el tamaño del pecado de los hombres por el timbre de la voz a
través del confesionario y en muy raras ocasiones se había equivocado.
Siempre
creyó que las cuerdas vocales de un hombre son las que sostienen sus
testículos, pero las cuerdas del presidente eran tan frágiles y
chillonas que más bien parecían estar directamente conectadas con el
culo. —Borghesio y Bertoni, los reporteros de Il Messaggero, tampoco
creen que este gobierno vaya a jugarle limpio —le dijo el abogado
Arizmendi a El Patrón, como si adivinara el pensamiento del sacerdote,
quien regresó al presente. —Lo sé. Pero aun así me cuesta trabajo creer
que el presidente quiera meter al país en un callejón sin salida —dijo
Escobar, mientras se acariciaba el grueso bigote—. Yo no tengo nada que
perder.
No entiendo por qué arman tanta alharaca sólo porque he
redecorado esta mazmorra. Todo el mundo sabía que yo había instalado un
jacuzzi, un par de teléfonos y aparatos de televisión en La Catedral.
Además, desde hace meses la Procuraduría estaba al tanto de estas
mejoras. Incluso tomaron más de cien fotografías que le entregaron al
presidente. Entonces, ¿por qué todo este escándalo? El tono franco de El
Patrón pareció devolverle el ánimo al sacerdote. ¿Por qué no reconocer
que ese hombre lo descontrolaba? Unas veces era impetuoso y basto, un
montañero sin escrúpulos. Y otras, como ahora, parecía el edecán de un
arzobispo. —No creo que ese tipo trame alguna triquiñuela para cambiarme
de lugar de reclusión. No fue eso lo pactado, padre, y usted, que
estuvo al frente de las negociaciones de mi entrega, lo sabe muy bien.
—El presidente no está solo, Pablo —dijo el eudista—.
Todos los
días tiene que soportar la presión de las Fuerzas Armadas, así como la
de la oficina antinarcóticos y la del propio embajador de los Estados
Unidos. —Son los gringos los que insisten en su traslado —confirmó el
abogado Arizmendi—. Además, ya se encuentran en el país. ¿Se acuerdan
ustedes del desembarco de los marines en las costas del Pacífico hace
unos meses? ¿Quién puede tragarse el cuento de que llegaron para
desarrollar actividades humanitarias? César Gaviria ni siquiera tuvo
carácter para asumir la responsabilidad de esa bofetada contra nuestra
soberanía. Más carácter parecían tener los dos perros que jugaban en uno
de los enormes salones del fondo, y que ganaron la atención de El
Patrón.
También el viejo sacerdote se fijó en la elasticidad de
los dos cachorros de doberman que fingían una lucha de mordiscos y
zarpazos. No hay duda de que hasta los animales más feroces tienen algún
momento para la ternura, se dijo el eudista, y recordó algo que lo
inquietó. Decían que en su finca Nápoles El Patrón tenía un enorme y
bien poblado zoológico y que para proteger los dientes de leche de los
cachorros de tigre los alimentaba con jóvenes pavos reales, que ponía al
alcance de los precoces dentelladas felinas.
Una forma de ternura
que no es difícil de confundir con una bien meditada crueldad,
concluyó. —A un tipo a quien se le apaga el país durante ocho meses y
sólo se le ocurre hacer madrugar a los gallos o adelantar la hora para
ahorrar energía no tiene en buen estado sus fusibles —se dejó oír el
abogado, recuperando la atención del distraído auditorio. —Ni los
gringos ni los militares me preocupan —la voz de El Patrón quebró la
acústica—. El verdadero problema consiste en saber qué les ha prometido
el presidente a mis enemigos de Cali para sacarme del juego. Que se les
arrodille no me asombra, pues toda su vida ha sido lameculos (y usted
perdone, padre), pero lo que no logro entender es qué les va a dar a
cambio de mi cabeza. A lo lejos se escuchó el ruido de un helicóptero.
Uno de los hombres descorrió presuroso las cortinas y entonces se vio el
movimiento nervioso de los integrantes del cuerpo de seguridad.
Metralletas
Ingram y mini Uzi pasaban de mano en mano y los guardas que vigilaban
desde las torres intercambiaban un idioma de gestos preventivos. Como si
nada le importase, El Patrón se acomodó un gorro de cosaco y bebió
tranquilamente su whisky. —Creo que se les ha dado mucha importancia a
los hombres de Cali —dijo el sacerdote. —El que no hayan hecho tanto
ruido como nosotros no quiere decir que no sean peligrosos —interrumpió
el abogado Arizmendi, al tiempo que se ponía de pie, con la mirada fija
más allá de la ventana—.
Ellos han logrado vender muy bien su
causa. El sacerdote vuelve a humedecer sus labios y al levantar la vista
en dirección al pasillo, atraído por un tono de voz que se le antojó
extraño, la ve. Es una gitana de unos sesenta años, ataviada con ropas
multicolores, candongas en las orejas, collares y pulseras tintineantes.
Su mirada de cobre es penetrante y el sacerdote, sin saber por qué, se
siente cohibido. ¿Por qué las gitanas, así no sobrepasen los veinte años
de edad, tienen siempre aspecto de insondables pitonisas, de mujeres
que guardan los secretos de todas las cosas del mundo? ¿Qué hace una
gitana en La Catedral? Y que no salgan con el cuento de que está aquí
para leerle la mano o echarle las cartas a El Patrón.
El abogado
Arizmendi se da la vuelta y la observa sin interés, como si fuera un
árbol más del paisaje. El sacerdote graba en su retina el rostro de la
mujer y prosigue con sus cavilaciones. ¿Será entonces verdad, como se
dice por ahí, que una gitana es la encargada del adiestramiento de los
sicarios de El Patrón? ¿Qué puede enseñarles a estos muchachos una
anciana cargada de arrugas y abalorios y en cuyos labios un reseco
tabaco sin humo parece hablar por ella? Si esta vieja es la instructora,
¿cuál es entonces el trabajo de Jáider La Perra y El Culichupao, dos
hampones tan impresentables como sus apodos y que el sacerdote ha visto
departir con otros reclusos? De pronto suena el teléfono y el abogado se
apresura a contestar. Durante dos o tres minutos todos lo observan,
silenciosos, expectantes.
Luego, tras colgar el aparato con
estudiada delicadeza, lleva aparte a El Patrón y le dice algo en voz
baja, al tiempo que extrae de su portafolios unos documentos y se los
entrega. El capo les echa un vistazo y entonces su rostro adusto dio
paso a una furia descontrolada que transformó en chispas púrpura sus
hasta ahora inexpresivos ojos carmelitas. Maldijo en voz alta y durante
un rato se acodó en la ventana abierta, con la respiración entrecortada,
de bestia acezante. Inquieto, el sacerdote no pudo evitarlo y tosió.
A
sus ochenta y cinco años, ¿de dónde sacaba tanta energía? Hasta poeta
se había vuelto. Meses atrás había dejado atónito al país entero al
narrarle desde el púlpito la historia del pajarillo que llevaba polvo
blanco al país de los ricos y regresaba con monedas de oro en el pico
para los pobres. ¿Quién podía permanecer indiferente ante lo que daba a
entender ese fiel intérprete de la Palabra evangélica? Afuera, las
palomas iban y venían, de las ramas de los árboles a las alambradas. ¿En
qué momento se le ocurrió a El Patrón convertir a las palomas
mensajeras en el medio más eficaz para burlar radares y todos esos
aparatos de triangulación radiogoniométrica con que los peritos del
Bloque de Búsqueda y los expertos norteamericanos pretendían ubicarlo,
incluso a través del timbre de su voz? El sacerdote bebió un sorbo de
agua y quiso estar a orillas del mar. Y recordó que todo esto había
comenzado precisamente la noche en que a través de su programa de
televisión invocó el mar: —¡Oh, mar! ¡Oh, inmenso mar! ¡Oh, solitario
mar, que lo sabes todo! Quiero preguntarte unas cosas, contéstame. Tú,
que guardas los secretos… Los espectadores que se encontraban esa noche
ante la pantalla no daban crédito a lo que oían. ¿Se había vuelto loco
el sacerdote? Tantos años de plena, férrea actividad, no son cosa de
todos los días. Durante cuatro largos decenios había logrado construir
las mismas casas y barrios que Escobar levantó en un solo año.
Mientras
él rezaba y hurgaba en el corazón de los poderosos para recabar su
misericordia y buen corazón, el infatigable pajarillo del ahora Señor de
La Catedral volvía del país del norte cargado de oro para los
menesterosos. Algo lo unía a este hombre y por eso siempre acudía a su
llamado. Y ahora desvariaba como un poeta. Pero, aparte de la fábula, la
literatura como terapia no le era ajena. Recordó que treinta años atrás
actuó en una representación de Edipo Rey bajo las columnas griegas del
Capitolio. A muy pocos les extrañó que la voz del eudista se levantase
de nuevo ante un auditorio ávido de soluciones. Si antes fue necesario
el sacrificio de un rey para salvar a un pueblo enfermo, ¿por qué ahora
no arrogarse la voz del corifeo para invocar algo parecido? Su voz se
impuso a través de las ondas, firme, varonil, para decirle al país que
El Patrón, el temible y desalmado delincuente a quien todos buscaban,
quería reunirse con él a fin de someterse a la justicia: —Me han dicho
que quiere entregarse. Me han dicho que quiere hablar conmigo. ¡Oh, mar!
¡Oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde, cuando el sol está
cayendo! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con
su bregar, y no puedo contárselo a nadie, mi secreto. Sin embargo, me
está ahogando interiormente… ¡Oh, mar!
Al sacerdote le llama la
atención la presencia de dos muchachas, no mayores de dieciséis años,
que desde hace un rato y sin importarles la dignidad de la sotana, se
pasean como gatas al acecho por los diferentes recintos de La Catedral.
Lina y Paula Andrea, como las llaman, son muy atractivas y ambas tiene
el garbo de las modelos de las pasarelas más exigentes, espectáculo que
se ha vuelto muy frecuente en el país gracias a los espacios que los
noticieros de televisión dedican a la farándula. Pero, al darse cuenta
de que El Patrón, más tranquilo tras su rapto iracundo, lo espía con una
mirada cómplice, decide reasumir su papel pastoral y frunce el ceño. Es
inútil preguntar qué hacen en este lugar esas muchachas, vivaces y
espontáneas y que, pese al frío, deambulan en ajustados shorts sin el
menor ánimo provocador.
Su comportamiento es tan natural que la
evidente voluptuosidad de sus cuerpos sólo desata culpa en la conciencia
del prevenido testigo. ¿Es entonces cierto lo que le han contado? El
Patrón, aburrido de su encierro, se hace llevar jóvenes modelos desde
Medellín y las invita a participar en un torneo singular. Tras
desnudarse por completo, las muchachas se colocan en cuclillas y sobre
una larga pasarela de grueso cristal dan saltos hasta llegar a la meta y
al premio: un Porsche deportivo último modelo para quien primero
llegue. Ropa de marca, dinero en efectivo y joyas para las rezagadas.
Quien complace a El Patrón jamás se va con las manos vacías. Pero, ¿en
qué radica el interés de esta competencia? Debajo de la pasarela, que
como una lupa aumenta y multiplica los detalles de lo que sucede arriba,
el anfitrión y sus invitados siguen atentamente la carrera, con la
mirada clavada en las opulentas redondeces y en los húmedos atributos de
la muchacha que cada uno eligió previamente y por la cual apuesta
gruesas sumas.
El sacerdote sabe que su avanzada edad no lo pone a
salvo de la concupiscencia y entonces se sorprende al oírse decir, en
voz alta, llamando la atención de El Patrón, del abogado Arizmendi, de
los otros hombres e incluso de las dos jóvenes: —En lo que se refiere a
la fornicación y a toda clase de impureza o avaricia, que ni siquiera se
nombre entre vosotros... Ni palabras torpes, groserías o bajezas, cosas
que no conviene, sino más bien acciones de gracia. Porque tened bien
entendido que ningún fornicario o impuro o avaro —que es lo mismo que
culto de ídolos— ha de heredar el reino de Cristo y de Dios... Todos lo
miran con curiosidad y al cabo de un rato las dos muchachas, sin que
nadie se los indique, se retiran del recinto como si hubiesen
comprendido las inesperadas aunque transparentes palabras del sacerdote.
Y
a continuación, en explicación no pedida, el padre se dejó oír de nuevo
con voz apacible: —Carta a los efesios. Pablo estaba preso, en Roma, y
se acordó de sus viejos amigos de Éfeso, a quienes les escribió esta
epístola. La mención del apóstol cautivo hizo que los rostros de algunos
de los allí reunidos se ensombrecieran y durante varios minutos un
silencio espeso e incómodo se apoderó de la casa. Poco después se oyó
música y al mirar por la ventana el sacerdote vio que las dos muchachas
se habían tendido sobre unas colchonetas en la terraza, aprovechando el
tímido sol de la tarde. De pronto, la llamada Lina dio un grito al que
hicieron coro los ladridos de los dos doberman y esta vez todos,
incluido El Patrón, fijaron la atención en el lugar de la súbita
barahúnda.
Puesta de pie, muda, con la mano extendida, la joven le
señalaba a su compañera un enorme gallinazo que la observaba con
avidez, posado en las ramas de un árbol próximo. —Aquí nada es casual
—dijo el abogado, risueño y con aire filosófico—. Ésta es la Loma del
Chocho. Y donde hay chocho hay gallinazos. Al margen de lo que pudiera
tener de obsceno el comentario, el sacerdote recordó que, en efecto, tal
era el nombre del lugar donde el preso más célebre del país mandó
construir su cárcel privada. Pero un hálito premonitorio se le escapó.
¿Acaso esta loma no había adquirido una fama fúnebre porque, según
decían los lugareños, en ella enterraban clandestinamente los cuerpos de
quienes caían en desgracia y eran ajusticiados por sus enemigos? Otra
razón para no extrañarse por la presencia de los gallinazos. Y pensó en
la muerte, que parecía rodear a El Patrón desde sus comienzos como
delincuente, pues de todos era sabido que su prestigio entre los
expedientes judiciales y el hampa había crecido tanto como la cantidad
de lápidas que había robado en los cementerios de la ciudad. —No dudo
que la cárcel sea el lugar preciso para purgar mis delitos —dijo el
capo—, aunque creo que todo esto se ha exagerado.
La atención de
quienes lo rodeaban se volvió devota. Al borde de la reverencia, todos
—y el sacerdote sintió un mordisco de ira al reconocer que también él
formaba parte del coro— escuchaban y sopesaban cada una de las palabras
del jefe, enfundado en un grueso suéter de lana que incrementaba
notablemente el tamaño de su abdomen. —Exageraron mis delitos y, por
supuesto, esto se verá en el monto de mi condena. Pero yo no quiero
negar mi responsabilidad sino impugnar el tratamiento que las
autoridades, especialmente las de los Estados Unidos, nos quieren dar a
cuenta de esos hechos. Tomó aire. Bebió otro trago de whisky y tras
mirar fijamente al sacerdote a los ojos prosiguió: —Yo soy un
delincuente, padre, no lo niego. Pero también lo es el alcalde de
Washington, a quien pescaron e incluso filmaron consumiendo cocaína y
nada le pasó. Ahí sigue en su cargo persiguiendo traficantes y
drogadictos. Cosas de esas se ven todos los días. Pero lo más aberrante
es lo sucedido con Barry Seal, el padrino de la droga en los Estados
Unidos, mi compinche y además traidor. Un delator asqueroso.
¿Cómo
entender el hecho de que, pese a jactarse en público de haber
introducido en su país más de diez mil kilos de cocaína, jamás haya
pisado una cárcel? Y como le dije al mismísimo embajador gringo, un tipo
tan siniestro como Seal ni siquiera compareció ante las autoridades: se
limitó a echarnos la culpa y eso bastó para que nadie le tocara un
pelo. En cambio, aquí me tiene usted, padre, purgando delitos que no he
cometido. El evidente cinismo de El Patrón estuvo a punto de sacar de
quicio al sacerdote, pero se contuvo a tiempo. ¿Para qué echar a perder
lo que con su entrega hasta ahora ha logrado? Pero algo comenzó a
inquietarlo. Sentía que de alguna forma este hombre lo usaba para
confesarse en público.
Y que con sus confesiones, falsas o
ciertas, lo involucraba moralmente. ¿Acaso la absolución no es lo último
a lo que aspira quien pone su alma al descubierto en el confesionario?
El ruido del helicóptero volvió a escucharse y otra vez los hombres de
la guardia se entregaron a un frenesí inaudito. Unos corrían y daban
gritos a través de sus equipos portátiles VHF, en tanto que otros
preparaban sus fusiles R-15 y Galil. Sobre una consola, a escasos cinco
metros de donde se encontraba y como si fuera una escultura más, el
sacerdote vio la célebre Sig Sauer nueve milímetros, la pistola
preferida de El Patrón y que un año antes, al rendirse, él mismo había
visto cómo se la entregaba al jefe de la prisión. ¿Por qué motivo y en
qué circunstancias regresó el arma a poder del detenido? ¿Qué clase de
cárcel es ésta, se preguntó, donde los guardianes obedecen sin chistar
las órdenes de los reclusos, armados como si se dispusieran a marchar al
frente? Además, ¿dónde se ha visto una cárcel que parece un museo?
Al
recorrer las instalaciones de La Catedral el sacerdote había visto
cosas que lo dejaron boquiabierto: cuadros de Dalí y Miró les daban la
alternativa a otros de artistas aborígenes como Botero y Obregón, de la
misma forma que esculturas de Giacometti les hacían sombra a las de
Negret. Y como si esto no bastara, prosigue el sacerdote, ¿quién imagina
una cárcel donde los periodistas extranjeros entran y salen a su antojo
para vender luego su verdad a precio de oro? Y eso para no hablar de un
antro lleno de adolescentes culiprestas y de invitados a quienes a
cualquier hora del día o de la noche se les agasaja con viandas
exquisitas y whisky, comandados por un jefe que en el momento menos
pensado se despacha a todo pulmón un cigarrillo de marihuana.
Afuera
las cosas vuelven al orden. El sacerdote se queja interiormente de la
descarada permisividad que rodea todo lo que El Patrón hace, sin duda
con la complicidad de quienes dirigen la prisión. Y entonces clavó su
mirada en la enorme fotografía que abarca casi dos metros de pared. Era
evidente que, al ampliar la imagen de forma tan desaforada, El Patrón
quería poner de presente la importancia del momento atrapado por la
lente del fotógrafo. Y ese momento fue una sesión del Congreso en la que
aparecen Pablo Escobar y César Gaviria, el entonces aguerrido
parlamentario y hoy presidente de la República. Éste, de traje oscuro,
sonriente, avanza desde la izquierda hacia el lugar donde se encuentra
Escobar, que ríe a diente pelado dos sillas más adelante, al borde del
pasillo. Convertido en congresista, El Patrón luce un vestido de color
claro, que contrasta con la indumentaria sobria de sus colegas.
Y
como para que no quede duda alguna sobre la autenticidad de la imagen,
en la parte inferior aparece el copyright del fotógrafo: Lope Medina; el
medio periodístico que la publicó: la revista Semana, y la fecha:
agosto de 1983. Pero, ¿qué explica el hecho de que mientras El Patrón
ríe abiertamente su colega esboce apenas una sonrisa? Al joven César de
Dos Quebradas, como lo llaman, se le atribuían gustos demasiado griegos,
pues era de los que creían que “el amor a los efebos es la más discreta
de las bellas artes”. Muy célebre fue su respuesta el día en que
alguien, no sin malicia, le preguntó lo que significaba la palabra
sodomía, que salió a relucir en el debate, a lo que el joven
parlamentario contestó con arrogancia: la sodomía es la introducción de
la política por otros medios... Pero ni siquiera la celebración de esta
ocurrencia explica la actitud de los dos hombres en la fotografía.
¿Dónde está el vínculo, se pregunta el sacerdote, que involucra a El
Patrón y al presidente? Sería terrible, se contestó a continuación, que
todo lo que ahora le ocurre a este país no sea más que un chiste
registrado por una cámara indiscreta hace nueve años, cuando éste era el
único rincón del continente donde nada grave sucedía.
¿Será que
este tira y afloja que hoy nos apesadumbra comenzó con lo que esa
fotografía sugiere pero no afirma? ¿Hasta qué punto El Patrón de La
Catedral era ya hace nueve años el que más fuerte reía en el Congreso de
la República? El sacerdote tose, inquieto, y se abriga con la prenda de
lana que lleva sobre su hábito, al tiempo que le pide a su anfitrión le
indique, por favor, dónde se encuentra el cuarto de baño. Y Escobar
mismo, casi con dulzura, lo toma del brazo y lo guía por uno de los
pasillos de la enorme mansión. Porque, ¿cómo pueden llamar cárcel a un
lugar cuyas paredes están atiborradas de obras de arte, los suelos
cubiertos de alfombras, lámparas de pie en cada esquina y bibelots sobre
las consolas? Al entrar al cuarto de baño el sacerdote sintió que su
esfínter se aflojaba súbitamente golpeado por la sorpresa: enorme como
el vestíbulo en el hotel, los azulejos brillaban con una pulcritud
clínica cuyo resplandor convertía a la noche en día gracias a una rica
sucesión de espejos.
Centró luego su atención en una lujosa y
amplia tina de porcelana, sostenida por gruesas patas de bronce que
simulaban garras de águila y donde cabían cómodamente tres personas tan
gordas como El Patrón. A continuación, no dio crédito a lo que vio y se
frotó los ojos: ¿qué hace un bidet en una cárcel de hombres? La
presencia de Lina y Paula Andrea justificaba por igual el tamaño de la
tina y el bidet. Además, conjeturó, si cada uno de los baños de La
Catedral está tan bien dotado como éste en el que ahora se encuentra,
¿cómo no comprender, de acuerdo con lo que se decía, que las dos
adolescentes se multiplicaban por las noches en un bien poblado harén?
Al salir, su anfitrión volvió a tomarlo del brazo y mientras
despotricaba contra el presidente, a quien acusaba de perseguirlo
injustamente, el sacerdote vio a su izquierda un gimnasio, con todos los
instrumentos de rigor, bicicletas estáticas, pesas, un ring de boxeo,
sillas con artilugios para endurecer glúteos y bíceps y otros aparatos
cuya función fue incapaz de precisar.
Al otro lado del pasillo
observó un bar muy bien surtido y al preso que lo atendía, tan solícito
como el más experimentado de los camareros. La sala de computadores le
puso de presente que el preso mejor protegido del mundo navegaba a su
entero capricho por el vasto mar de la informática. Otro enorme recinto
lo hizo tomar conciencia de las decisiones que se tomaban en aquella
lujosa sala de juntas. Pero lo que el sacerdote vio a continuación hizo
que se detuviera de repente, al borde de la imprecación: ¿un cuarto de
muñecas en la cárcel donde está confinado el gángster más desalmado del
planeta? Había oído decir que la confesa debilidad de El Patrón por
hacer volar con dinamita los centros comerciales donde a diario acudían
niños, acompañados de sus madres —pues con esas masacres quería
“arrodillar al régimen”— competía con su gran pasión: llevar a su hija
al búnker y pasar con ella horas y horas jugando en el cuarto de
muñecas.
La aberrante ironía de lo que sus ojos vieron y que
incendió su viejo rostro en flamas de sangre furibunda, hizo que la ira
no se volcara contra el criminal que él había convencido para que se
entregara a la justicia sino contra el presidente. ¿Cómo podía ese
hombre, cuyo declarado amor por los niños rozaba la patología, permitir
que el terrible traficante deshonrase la memoria de sus víctimas jugando
a las muñecas en la cárcel que él mismo diseñó y que el propio
presidente avaló con su firma? A lo mejor El Patrón no tiene la culpa de
todo, como se dice, sino que ésta alcanza a los responsables de hacer
cumplir la ley y aplicar la justicia en este país, concluyó el sacerdote
con la mirada puesta una vez más en la enorme fotografía que poco antes
había merecido toda su atención.
¿Por qué razón el presidente se
hace el de la vista gorda ante semejante afrenta contra la dignidad y la
decencia? ¿Había entre esos dos hombres que intercambiaban risas y
solapadas miradas en la fotografía algún infame pacto? Desde los
primeros meses de confinamiento, con inocultable sorna los servicios de
inteligencia de los gringos se referían a la cárcel de El Patrón como un
“hotel de cinco estrellas”. ¿Cómo es posible que el primer varón de la
República no estuviera al tanto de lo que ocurría dentro de La Catedral?
¿Por qué permitió que el delincuente más peligroso del mundo celebrase
su primer año de prisión con una babilónica fiesta realizada fuera de la
cárcel, en un club exclusivo de Envigado? ¿Acaso el capo no había sido
visto también un domingo por la tarde en el estadio de fútbol que él
mismo construyó en su época de altruismo? ¿No era él el hombre que
aparece en una fotografía publicada por la revista Compacta junto con su
hija al lado de un tigre albino en una de las funciones del Circo Ruso
en las afueras de Medellín? Una de dos: o el presidente es un imbécil o
se bajó los pantalones ante El Patrón al extremo de no lograr siquiera
ponerse de pie, enredado entre las sisas de su infame claudicación.
Y
ahora, precisamente porque le ha entrado un súbito ataque de decoro,
César amenaza con poner orden y trasladar al preso a una guarnición
militar. Y esta es la noticia que ha llegado a los oídos alertas del
Signore, como le decían los dos periodistas italianos, que por nada del
mundo quiere perder sus privilegios. Prefiere la fuga y otra vez la
guerra. La guerra a muerte. Al tanto de estas inquietudes, el sacerdote
no pudo negarse a la invitación que El Patrón le hizo hace dos días para
que lo visitara en La Catedral y poder hablar a fondo sobre tan
delicada situación. ¡Pablo!, ¡Pablo!, ¿por qué me persigues? Al comienzo
quiso evadir el compromiso pero su conciencia le señaló a sus pies el
rumbo de un nuevo camino de Damasco. ¿Acaso no había sido precisamente
él quien meses atrás convenció al delincuente para que se entregara? No
podía faltar a la cita, aunque ahora siente que cayó en una trampa.
Pero
no en la trampa del delincuente sino en la del alto gobierno que al
autorizar sus gestiones como mediador convertía al sacerdote y por ende a
la Iglesia en garante de un pacto viciado desde sus orígenes. Una cosa
es ser pastor de almas, que acude cuando un ser descarriado lo necesita,
y otra un hombre generoso que, gracias a la general estima que se le
profesa, puede ser utilizado como peón de un sórdido ajedrez político
cuyas reglas él ignora. El sacerdote ve a la adolescente a quien llaman
Paula Andrea coqueteando con uno de los hombres encargados de la
seguridad, que casi no puede caminar a causa de las pesadas armas que
traslada de un lugar para otro. Entonces reaparece la gitana, que con
gestos más que con palabras increpa el descaro de la joven, quien
termina por desaparecer en uno de los pabellones contiguos.
El
hombre de las armas tropieza y cae y la risa de sus compañeros, sobre
todo la estentórea de Jáider La Perra, lo cubre de ridículo. Media hora
antes y consciente de las peligrosas decisiones que El Patrón está a
punto de tomar, el sacerdote le aconsejó reiterada, casi
suplicantemente, evitar la confrontación para ahorrar más derramamiento
de sangre. Sí, que pese a las dificultades que se han presentado tuviera
algo de paciencia y acatara lo pactado a la hora de la entrega. Y de
nuevo recuerda el momento en que hace un año él mismo lo acompañó hasta
La Catedral. Y al evocar los hechos no pudo disimular una sonrisa. ¿Y
cómo no iba a sonreír? El helicóptero en el que viajaba el sacerdote,
acompañado por un político, un periodista y un delegado de la oficina de
Derechos Humanos, aterrizó en una finca llamada El Quijote.
¿No
lo habían acusado de quijotismo toda la vida? ¿No es ése el calificativo
que le han dado a lo largo de su misión social, desde ese lejano año en
que se dio a conocer a través de un programa llamado, provocadoramente,
El Ojo de la Aguja? Si es cierto, como dice La Palabra, que es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en
el reino de los Cielos, ¿cómo se atrevió el cura a comprometer en su
apostolado precisamente a los poderosos? Eso de rezar en la televisión
por el día que termina y por la noche que llega tenía menos futuro que
el plan de gobierno del César, le decían. Igual de ingenuo era su
esfuerzo por reunir a toda la clase pudiente del país, con el mandatario
de turno a la cabeza, para compartir un banquete cuyo cubierto valía un
millón de pesos y donde el menú estaba compuesto únicamente por consomé
y pan, servido por las reinas de la belleza en el hotel más prestigioso
de la capital.
La abnegación, aliada con la eficacia, era su más
alta divisa pastoral. ¿Por qué dudar entonces del éxito de su gestión
cuando les prometió a sus asombrados televidentes que él entregaría al
hombre más odiado del país? En la finca El Quijote esperaba el temido
capo, quien rápidamente abordó el helicóptero en compañía de dos tipos
francamente siniestros. Como si protagonizaran una secuencia evangélica,
el cura y el delincuente se abrazaron y esa fue la noticia del año, con
fotografía incluida. El primero estaba más pálido y flaco que nunca y
el segundo tan gordo como un cerdo en vísperas de San Martín. Lucía una
larga barba y vestía bluejeans, camisa de seda, zapatillas de tenis y
una chaqueta con rayas negras. Sus ojos permanecieron ocultos durante
toda la travesía tras unas gafas de espejuelos negros.
Al
descender en La Catedral, el sacerdote, siguiendo la usanza de los tres
últimos Papas, se arrodilló y besó la tierra. Luego, todos comprobaron
que se encontraban en una enorme construcción, sobria y fría, con cuatro
salones de treinta metros de largo y ocho de ancho, baños comunales y
veinte camastros por salón, con puertas metálicas y barrotes. En fin,
algo parecido a una cárcel. Pe ro ahora el sacerdote duda de lo que ve.
La espartana decoración inicial se ha transformado, un año más tarde, en
un esplendor versallesco, y las severas figuras de los guardianes se
han metamorfoseado en espléndidas y complacientes muchachas.
El
sacerdote vuelve a observar la pistola que Escobar le entregó al jefe de
la prisión en señal de acatamiento a su autoridad y que reposa ahora,
al alcance de la mano. —¿Para qué las armas, Pablo? —En cualquier
momento los comandos de élite caerán sobre La Catedral pero no me van a
encontrar distraído —dijo—. Y no ponga esa cara, padre. ¿Sabe? Yo nací
en medio del fuego, cuando los godos incendiaron Rionegro, a finales del
año cuarenta y nueve. Si el fuego es mi elemento, ¿por qué he de
tenerle miedo? Y entonces el sacerdote volvió a recordar al Pablo de las
Escrituras, preso en Roma, y una de las frases de su Carta a los
efesios lo conmovió, pues hablaba precisamente de la necesidad de
armarse. Y en voz alta rezó: —Vuestra lucha no es contra la carne y la
sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores
de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los
aires...
Como si la frase los hubiera puesto en estado de alerta,
El Patrón y sus hombres miraron insistentemente al cielo, pero el
helicóptero hacía ya un buen rato había desaparecido. —...Recibid la
armadura de Dios —prosiguió el sacerdote— para que podáis resistir en el
día malo... El silencio se apoderó de los presentes y el cura aprovechó
ese momento, como de vela de armas, para volver al cuarto de baño. Ya
conocía el camino y por eso emprendió solo la peregrinación que le
imponía su vieja vejiga. Al regresar, se detuvo ante una consola en la
que reposaba una diminuta y bien surtida colección de automóviles
antiguos y de lujo. Era la reproducción exacta de la colección original
de El Patrón y que éste guardaba con celo supremo en algunas de sus
fincas y mansiones y que con orgullo solía mostrar a sus invitados.
A
La Catedral se había llevado los modelos a escala de un Rambler negro
de 1902 y un Ford modelo 1928. También sus Rolls-Royce, sus Mercedes
Benz clásicos y deportivos y sus Porsches. A su lado, el sacerdote
sintió la presencia de su anfitrión que, feliz, comenzó a recitarle el
linaje de cada una de esas maravillas. ¿Quién puede tener tanto dinero
como para armar una colección tan espléndida?, se preguntaba el eudista
cuando, súbitamente airado, El Patrón tomó de la consola un bello modelo
y lo estrelló contra el suelo, volviéndolo añicos.
Los
inexpresivos ojos del capo, que en horas bonancibles parecían un par de
botones carmelitas, se habían transformado, en medio de imprecaciones,
en las fauces asesinas de un par de lobos bajo una luna de sangre. El
sacerdote lo miró, asustado por tan violenta e inesperada actitud, pero
El Patrón, por toda explicación, dijo, con el aire rencoroso e
implacable de la tercera persona: —De Pablo Escobar nadie se burla. Y a
continuación ordenó al hombre apodado El Nefando que llamara a El
Cachorro, pues quería verlo lo más pronto posible. De nuevo sentado el
sacerdote en el salón principal, el doctor Arizmendi le comentó en voz
baja y con los insoportables guiños de su ojo izquierdo que él mismo le
había informado hace un rato a El Patrón, con documentos en la mano, que
el amado Pontiac modelo 1933, que hasta ahora pasaba por ser el
automóvil predilecto de Al Capone, era una estafa. Que Capone jamás tuvo
un vehículo de esa marca ni de ese modelo. De ahí la violenta reacción
del capo. —Por nada del mundo quiero estar en la piel del tipo que se
las quiso dar de vivo con el jefe —dijo el abogado, como si el sacerdote
fuera un miembro más de la pandilla.
Cuando un par de horas antes
llegó a La Catedral, al recorrer uno de los pasillos había visto
enmarcadas dos fotografías que le daban sentido a los gustos de El
Patrón. En una aparecía como si fuera Pancho Villa, con un fusil en la
mano, sombrero enorme y cananas repletas de balas cruzadas sobre el
pecho. Y en la otra fotografía, como si proclamase su parentesco o
afinidad con el que creía dueño del Pontiac, posaba en compañía de uno
de sus primos, vestidos a la manera de los gángsters de los años
treinta. Al lado de las fotos, también llamó la atención del sacerdote
un lujoso libro, encuadernado en cuero y con un título que se le antojó
comprometedor: I mafiusi della Vicaria, de un tal Giuseppe Rizzotto. Al
hojearlo, comprobó que se trataba del ejemplar número setenta y seis de
una edición de sólo cien volúmenes impresos en papier de Hollande. En la
página de créditos leyó: Archivio di Stato di Palermo, 1896. —Padre,
¿podría usted hacerme un favor? —dijo a su lado El Patrón, más sosegado.
Y sin esperar la respuesta, se dirigió a la consola donde había dejado
el sobre con la nota que llevaba atada a una de sus patas la paloma
mensajera. Volvió a leer la hoja y a continuación, en el reverso,
escribió con letra nerviosa algo cuyo sentido se les escapó a los
presentes.
Introdujo de nuevo el papel en el sobre y lo lacró
humedeciendo los bordes con su saliva. —Quiero que le entregue esta
carta al presidente. El eudista dudó, sin comprender qué era lo que
pretendía el capo. ¿Me habrá convertido en su cartero? — Una carta al
adefesio —dijo el doctor Arizmendi, con marcada ironía. —¿Qué quiere
usted decir? —preguntó, molesto, el sacerdote. —Carta de Pablo a los
efesios. Si no me equivoco, efesio es adefeso, adefesio —explicó con
insoportable jactancia el abogado, como si el juego de palabras no
hubiese sido captado por el sacerdote. Pero lo que éste comprendió de
inmediato fue la gravedad de la situación y la demencia que podría
apoderarse de La Catedral si algo o alguien no interviene a tiempo. ¿Qué
contendrá la carta? La gitana reapareció, con un muchacho a su lado. Se
inclinó ante El Patrón y se retiró para dejarlos hablar a solas. El
muchacho a todo decía que sí con la cabeza, con el servilismo de un
perro golpeado por su amo pero al que, a pesar de todo, obedece con la
cabeza gacha.
Tenía la mirada hosca, la cara salpicada de acné y
cuando hablaba usaba un lenguaje unas veces arcano y otras cochambroso.
—Este Cachorro es el mejor monaguillo que nos asiste en los oficios,
aquí en La Catedral —dijo El Patrón, con un tono de voz sardónico,
provocador, humillante. Entonces el sacerdote se sintió al borde de la
claudicación. Triste y decepcionado, creyó que todas sus fuerzas lo
abandonaban sin remedio. Se arropó más con su ruana y en un instante se
dio cuenta de que había vivido un espejismo. Que la oscuridad que
durante tantos meses se había apoderado del país era tan negra como su
sotana y que a lo mejor lo único que él consiguió al facilitar la
entrega de Escobar fue detener por un año el fatídico desenlace de los
hechos. Pero, ¿qué es un año en la perenne tragedia de este país?
Comprendió que él no había sido un simple mediador en la rendición de un
criminal sino el portavoz de una premonición, escondida tras la frase
con la que a lo largo de cuarenta años se despidió de sus fieles a
través de la televisión. Supo, en fin, que él era el día que terminaba y
que su país no era otra cosa que la larga noche que ahora comenzaba.
Sintió
que todo le daba vueltas a su alrededor y sin hacer caso de las miradas
inquisitivas de los asesinos durante un largo rato meditó con los ojos
cerrados. Entonces sintió que entre sus manos anudadas sobre las
rodillas se abrían paso otras, casi heladas, y al abrir los ojos, sin
disimular un gesto de espanto, vio cómo las garras de la gitana
depositaban sobre sus palmas la carta que Pablo le enviaba a César. Y no
pudo menos que pensar en la paloma mensajera que horas antes se había
posado en la ventana con el mensaje que él ahora debía entregar. Y
recordó el breve pico del pajarillo que en las ferias de su infancia
extraía de una baraja de mensajes la tarjeta verde o azul o púrpura que,
elegida por el ave al azar, le señalaba los caminos de la fortuna.
Y
concluyó que nada es casual. ¿Acaso no había sido él quien al propalar
la fábula del pajarillo que llevaba polvo blanco al país de los ricos y
regresaba con monedas de oro en el pico se había metido en este
embrollo? Y entonces se sintió al borde del llanto al escuchar la voz de
la iniquidad, camuflada entre la devoción burlona de El Patrón: —Dele
su bendición a este Cachorro, padre. Mañana tiene que hacerme un
trabajito del que a lo mejor no vuelve.