En 1992 Pablo Escobar se fugó de la cárcel conocida como La Catedral
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| Pablo Emilio Escobar Gaviria, el tristemente célebre narcotraficante colombiano conocido bajo el alias El Patrón. | 
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| Ilustración: Heidi Amaya. fuente:elespectador.com/Magazin | 
Ante la ventana abierta la paloma se mantuvo durante unos segundos en
 el aire, vacilante, hasta que finalmente se posó sobre el alféizar. El 
Patrón se acercó, la tomó entre sus manos y tras acariciar el blanco 
plumaje del lomo desató el papelillo que llevaba atado a su pata 
derecha. A continuación volvió a acariciarla, la alzó con las dos manos y
 luego, con un breve impulso, la soltó y la paloma desapareció en los 
dominios del aire.
Como el Espíritu Santo —dijo El Patrón mientras
 leía rápidamente el mensaje. El viejo sacerdote lo miró con ostensible 
reprobación. —Hay cosas con las que es mejor no bromear, Pablo. —No 
quise ser irrespetuoso con sus creencias, padre. Y la prueba de lo que 
digo es que me he puesto en sus manos. Si lo he molestado con mi 
comentario le ruego me perdone. El sacerdote recorrió con su mirada la 
voluminosa, arisca figura de su anfitrión, tan descuidado en su atavío 
que más parecía un vagabundo que el poderoso capo a quien todos temían. 
El anciano sopesó esas palabras que se le antojaron casi blasfemas y 
luego, con una paternal sonrisa, pareció absolver al insolente. Tras 
leer nuevamente el mensaje, El Patrón llamó aparte al doctor Arizmendi, 
el hombre que media hora antes, durante la reunión con los dos 
periodistas de Il Messaggero, había hecho las veces de intérprete, y a 
quien con ostensible cortesía los italianos llamaban Consigliere. Era un
 individuo extremadamente flaco, vestido con atildamiento y a quien, al 
hablar, se le acentuaba un tic en el párpado izquierdo. El Patrón le dio
 a leer el papel y durante un rato que al sacerdote se le antojó eterno,
 los dos hombres se entregaron a un denso conciliábulo de voces 
susurrantes y actitudes enérgicas. Minutos después, el anfitrión se 
dirigió hacia una consola próxima y de una de las gavetas extrajo un 
sobre, en el que introdujo el mensaje que acababa de recibir.
Dejó
 el sobre en el mueble y volvió a ocupar su lugar, entre el sacerdote y 
el abogado Arizmendi. —En todo caso, padre, las cosas no son tan 
sencillas como quieren presentarlas —dijo Arizmendi, como si retomase 
una conversación interrumpida por la irrupción de la paloma mensajera—. 
En nuestro continente el asunto de los estupefacientes no es un delito 
sino un problema teológico. O si no, a los hechos. El sacerdote tosió, 
nervioso, incómodo. El intenso frío de la colina se le había instalado 
en los huesos y se arropó con la ruana que siempre llevaba sobre la 
sotana. Con una sonrisa ambigua, El Patrón secundó el murmullo que las 
palabras del abogado Arizmendi desataron entre los presentes mientras se
 quitaba el gorro de piel para peinarse con los dedos sus largas greñas.
 Era evidente que lo que acababa de decir su asesor había despertado un 
molesto escepticismo en el cura. Un súbito tremolar de las cortinas 
llamó la atención de quienes allí se encontraban reunidos.
La 
fuerte brisa de las cinco de la tarde se filtraba y con ella los ruidos 
del bosque próximo. Sin esfuerzo, allá abajo también podía verse la 
ciudad, tendida bajo el sopor y que, al igual que una cortesana, parecía
 entregada a sus oscuras maniobras. Como si temiese que por la ventana 
abierta de par en par entraran más palomas o se escaparan partes 
comprometedoras de la conversación, uno de los hombres a quien llamaban 
El Nefando aseguró el pestillo y corrió las cortinas a rayas verticales 
de color turquesa y blanco, que durante unos instantes más se agitaron y
 gimieron como banderas rendidas. —¿Problema teológico? —se oyó la voz 
cansada del sacerdote. —En México, el negocio está en manos de El Señor 
de los Cielos. En el Perú, en las del Vaticano. Y aquí, en La Catedral y
 otras diócesis, nadie pone en duda la autoridad de El Patrón.
A 
lo mejor es por eso que en Medellín creen que el Papa es el sicario de 
Cristo en la Tierra —dijo el abogado. Y soltó una risa llena de 
calambres y gorjeos, que al eudista se le antojó obscena. Apenas sonrió.
 ¿Cómo iba a hacerle gracia semejante chiste? Por el contrario, El 
Patrón lo celebró con una algazara llena de onomatopeyas y silbidos, e 
incluso felicitó a Arizmendi con un gesto contundente de su mano 
derecha: el pulgar en posición vertical al tiempo que los cuatro dedos 
restantes se anidaban sobre la palma de la mano. Pero el silencio del 
sacerdote lo inhibió. Cesó de reír y se acercó con algo de parsimonia al
 lugar donde se encontraba su invitado. Le llamaron la atención las 
mejillas hundidas sobre la piel cerúlea del rostro y las oscuras ojeras 
que hacían aún más brillante la mirada. Una mirada como de réquiem y que
 había convertido unos ojos que alguna vez fueron negros y penetrantes 
en un velo gris, como el aura de los cirios funerarios.
Qué 
diferencia con la energía y convicción del hombre que hace apenas un año
 lo convenció para que se entregara a la justicia, concluyó El Patrón, 
con una mezcla de tristeza y desencanto. ¿Por qué él siempre había 
estado rodeado de curas? Recordó entonces que cuando comenzó sus 
coqueteos con la política y que tantas desgracias habrían de causarle, 
sus mayores mentores fueron los padres Cuartas, Lopera y Betancur, 
quienes recorrían los barrios más desahuciados de Medellín y en su 
nombre exaltaban su filantropía y fervor por la causa de los 
desprotegidos. Y ahora el anciano eudista se juega todo su prestigio por
 él, para que los acuerdos alcanzados hace unos meses no se vayan al 
traste. Pero la culpa no es mía, piensa El Patrón, y este cura debe 
creerme. El sacerdote mira a ese hombre a quien siempre le dice Pablo 
—salvo él, nadie se atreve a llamar a Escobar por su nombre de pila— y 
confirma que su papada es tan prominente como su abdomen y que el pelo 
le crece a raudales. ¿A qué obedece tan deliberado desaliño? ¿Qué 
sucedió con uno de los hombres más ricos del mundo, a quien vestían los 
más sofisticados diseñadores y cuyo vestiaire alojaba centenares de 
trajes? Si no oliera a esa facinerosa loción cuyo tufo lo precede varios
 metros, juraría que quien fue bautizado como el enemigo público número 
uno ha desistido de bañarse.
En el momento en el que un diligente 
camarero se dispone a servir una nueva tanda de whisky, el sacerdote 
cubrió su vaso con la mano. Con voz cansada y a manera de excusa sólo 
atinó a pedir un poco de agua. Y como si esta petición formara parte del
 orden del día, la puerta se abrió súbitamente y, usurpando el trabajo 
del camarero, uno de los hombres del cuerpo de guardia entró con el vaso
 de agua pedido por el huésped. Tras humedecer los labios, el anciano 
recordó las circunstancias de su primera entrevista con El Patrón, 
durante las semanas previas a su entrega. Parecía increíble que ya 
hubiera transcurrido un año. Cansado, demacrado, una mirada cansina 
ponía de presente el estado de ánimo del sacerdote. Por los días en que 
se celebró la reunión clandestina, cerca de Sabaneta, él y los demás 
sabían que cualquier indiscreción podía ser fatal y que el lugar se 
convertiría en un infierno.
El Bloque de Búsqueda andaba cerca y 
por eso los hombres que integraban el anillo de seguridad de Escobar no 
cesaban de intercambiar claves y mensajes a través de los equipos de 
comunicación HF y UHF. Y aunque el propio presidente de la República le 
había prometido al sacerdote no interferir en sus gestiones, él no 
confiaba del todo. ¿Acaso ese sujeto no había bombardeado Casa Verde, el
 campamento de los jefes de la fracción rebelde, el mismo día en que, 
ante el país entero, les extendió la mano como una invitación para 
iniciar el diálogo en busca de la paz? Además, ese concierto de gallos 
constipados que era la voz del presidente no le inspiraba confianza 
alguna. Durante más de seis decenios de sacerdocio, había aprendido a 
conocer el tamaño del pecado de los hombres por el timbre de la voz a 
través del confesionario y en muy raras ocasiones se había equivocado.
Siempre
 creyó que las cuerdas vocales de un hombre son las que sostienen sus 
testículos, pero las cuerdas del presidente eran tan frágiles y 
chillonas que más bien parecían estar directamente conectadas con el 
culo. —Borghesio y Bertoni, los reporteros de Il Messaggero, tampoco 
creen que este gobierno vaya a jugarle limpio —le dijo el abogado 
Arizmendi a El Patrón, como si adivinara el pensamiento del sacerdote, 
quien regresó al presente. —Lo sé. Pero aun así me cuesta trabajo creer 
que el presidente quiera meter al país en un callejón sin salida —dijo 
Escobar, mientras se acariciaba el grueso bigote—. Yo no tengo nada que 
perder.
No entiendo por qué arman tanta alharaca sólo porque he 
redecorado esta mazmorra. Todo el mundo sabía que yo había instalado un 
jacuzzi, un par de teléfonos y aparatos de televisión en La Catedral. 
Además, desde hace meses la Procuraduría estaba al tanto de estas 
mejoras. Incluso tomaron más de cien fotografías que le entregaron al 
presidente. Entonces, ¿por qué todo este escándalo? El tono franco de El
 Patrón pareció devolverle el ánimo al sacerdote. ¿Por qué no reconocer 
que ese hombre lo descontrolaba? Unas veces era impetuoso y basto, un 
montañero sin escrúpulos. Y otras, como ahora, parecía el edecán de un 
arzobispo. —No creo que ese tipo trame alguna triquiñuela para cambiarme
 de lugar de reclusión. No fue eso lo pactado, padre, y usted, que 
estuvo al frente de las negociaciones de mi entrega, lo sabe muy bien. 
—El presidente no está solo, Pablo —dijo el eudista—.
Todos los 
días tiene que soportar la presión de las Fuerzas Armadas, así como la 
de la oficina antinarcóticos y la del propio embajador de los Estados 
Unidos. —Son los gringos los que insisten en su traslado —confirmó el 
abogado Arizmendi—. Además, ya se encuentran en el país. ¿Se acuerdan 
ustedes del desembarco de los marines en las costas del Pacífico hace 
unos meses? ¿Quién puede tragarse el cuento de que llegaron para 
desarrollar actividades humanitarias? César Gaviria ni siquiera tuvo 
carácter para asumir la responsabilidad de esa bofetada contra nuestra 
soberanía. Más carácter parecían tener los dos perros que jugaban en uno
 de los enormes salones del fondo, y que ganaron la atención de El 
Patrón.
También el viejo sacerdote se fijó en la elasticidad de 
los dos cachorros de doberman que fingían una lucha de mordiscos y 
zarpazos. No hay duda de que hasta los animales más feroces tienen algún
 momento para la ternura, se dijo el eudista, y recordó algo que lo 
inquietó. Decían que en su finca Nápoles El Patrón tenía un enorme y 
bien poblado zoológico y que para proteger los dientes de leche de los 
cachorros de tigre los alimentaba con jóvenes pavos reales, que ponía al
 alcance de los precoces dentelladas felinas.
Una forma de ternura
 que no es difícil de confundir con una bien meditada crueldad, 
concluyó. —A un tipo a quien se le apaga el país durante ocho meses y 
sólo se le ocurre hacer madrugar a los gallos o adelantar la hora para 
ahorrar energía no tiene en buen estado sus fusibles —se dejó oír el 
abogado, recuperando la atención del distraído auditorio. —Ni los 
gringos ni los militares me preocupan —la voz de El Patrón quebró la 
acústica—. El verdadero problema consiste en saber qué les ha prometido 
el presidente a mis enemigos de Cali para sacarme del juego. Que se les 
arrodille no me asombra, pues toda su vida ha sido lameculos (y usted 
perdone, padre), pero lo que no logro entender es qué les va a dar a 
cambio de mi cabeza. A lo lejos se escuchó el ruido de un helicóptero. 
Uno de los hombres descorrió presuroso las cortinas y entonces se vio el
 movimiento nervioso de los integrantes del cuerpo de seguridad.
Metralletas
 Ingram y mini Uzi pasaban de mano en mano y los guardas que vigilaban 
desde las torres intercambiaban un idioma de gestos preventivos. Como si
 nada le importase, El Patrón se acomodó un gorro de cosaco y bebió 
tranquilamente su whisky. —Creo que se les ha dado mucha importancia a 
los hombres de Cali —dijo el sacerdote. —El que no hayan hecho tanto 
ruido como nosotros no quiere decir que no sean peligrosos —interrumpió 
el abogado Arizmendi, al tiempo que se ponía de pie, con la mirada fija 
más allá de la ventana—.
Ellos han logrado vender muy bien su 
causa. El sacerdote vuelve a humedecer sus labios y al levantar la vista
 en dirección al pasillo, atraído por un tono de voz que se le antojó 
extraño, la ve. Es una gitana de unos sesenta años, ataviada con ropas 
multicolores, candongas en las orejas, collares y pulseras tintineantes.
 Su mirada de cobre es penetrante y el sacerdote, sin saber por qué, se 
siente cohibido. ¿Por qué las gitanas, así no sobrepasen los veinte años
 de edad, tienen siempre aspecto de insondables pitonisas, de mujeres 
que guardan los secretos de todas las cosas del mundo? ¿Qué hace una 
gitana en La Catedral? Y que no salgan con el cuento de que está aquí 
para leerle la mano o echarle las cartas a El Patrón.
El abogado 
Arizmendi se da la vuelta y la observa sin interés, como si fuera un 
árbol más del paisaje. El sacerdote graba en su retina el rostro de la 
mujer y prosigue con sus cavilaciones. ¿Será entonces verdad, como se 
dice por ahí, que una gitana es la encargada del adiestramiento de los 
sicarios de El Patrón? ¿Qué puede enseñarles a estos muchachos una 
anciana cargada de arrugas y abalorios y en cuyos labios un reseco 
tabaco sin humo parece hablar por ella? Si esta vieja es la instructora,
 ¿cuál es entonces el trabajo de Jáider La Perra y El Culichupao, dos 
hampones tan impresentables como sus apodos y que el sacerdote ha visto 
departir con otros reclusos? De pronto suena el teléfono y el abogado se
 apresura a contestar. Durante dos o tres minutos todos lo observan, 
silenciosos, expectantes.
Luego, tras colgar el aparato con 
estudiada delicadeza, lleva aparte a El Patrón y le dice algo en voz 
baja, al tiempo que extrae de su portafolios unos documentos y se los 
entrega. El capo les echa un vistazo y entonces su rostro adusto dio 
paso a una furia descontrolada que transformó en chispas púrpura sus 
hasta ahora inexpresivos ojos carmelitas. Maldijo en voz alta y durante 
un rato se acodó en la ventana abierta, con la respiración entrecortada,
 de bestia acezante. Inquieto, el sacerdote no pudo evitarlo y tosió.
A
 sus ochenta y cinco años, ¿de dónde sacaba tanta energía? Hasta poeta 
se había vuelto. Meses atrás había dejado atónito al país entero al 
narrarle desde el púlpito la historia del pajarillo que llevaba polvo 
blanco al país de los ricos y regresaba con monedas de oro en el pico 
para los pobres. ¿Quién podía permanecer indiferente ante lo que daba a 
entender ese fiel intérprete de la Palabra evangélica? Afuera, las 
palomas iban y venían, de las ramas de los árboles a las alambradas. ¿En
 qué momento se le ocurrió a El Patrón convertir a las palomas 
mensajeras en el medio más eficaz para burlar radares y todos esos 
aparatos de triangulación radiogoniométrica con que los peritos del 
Bloque de Búsqueda y los expertos norteamericanos pretendían ubicarlo, 
incluso a través del timbre de su voz? El sacerdote bebió un sorbo de 
agua y quiso estar a orillas del mar. Y recordó que todo esto había 
comenzado precisamente la noche en que a través de su programa de 
televisión invocó el mar: —¡Oh, mar! ¡Oh, inmenso mar! ¡Oh, solitario 
mar, que lo sabes todo! Quiero preguntarte unas cosas, contéstame. Tú, 
que guardas los secretos… Los espectadores que se encontraban esa noche 
ante la pantalla no daban crédito a lo que oían. ¿Se había vuelto loco 
el sacerdote? Tantos años de plena, férrea actividad, no son cosa de 
todos los días. Durante cuatro largos decenios había logrado construir 
las mismas casas y barrios que Escobar levantó en un solo año.
Mientras
 él rezaba y hurgaba en el corazón de los poderosos para recabar su 
misericordia y buen corazón, el infatigable pajarillo del ahora Señor de
 La Catedral volvía del país del norte cargado de oro para los 
menesterosos. Algo lo unía a este hombre y por eso siempre acudía a su 
llamado. Y ahora desvariaba como un poeta. Pero, aparte de la fábula, la
 literatura como terapia no le era ajena. Recordó que treinta años atrás
 actuó en una representación de Edipo Rey bajo las columnas griegas del 
Capitolio. A muy pocos les extrañó que la voz del eudista se levantase 
de nuevo ante un auditorio ávido de soluciones. Si antes fue necesario 
el sacrificio de un rey para salvar a un pueblo enfermo, ¿por qué ahora 
no arrogarse la voz del corifeo para invocar algo parecido? Su voz se 
impuso a través de las ondas, firme, varonil, para decirle al país que 
El Patrón, el temible y desalmado delincuente a quien todos buscaban, 
quería reunirse con él a fin de someterse a la justicia: —Me han dicho 
que quiere entregarse. Me han dicho que quiere hablar conmigo. ¡Oh, mar!
 ¡Oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde, cuando el sol está 
cayendo! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con 
su bregar, y no puedo contárselo a nadie, mi secreto. Sin embargo, me 
está ahogando interiormente… ¡Oh, mar!
Al sacerdote le llama la 
atención la presencia de dos muchachas, no mayores de dieciséis años, 
que desde hace un rato y sin importarles la dignidad de la sotana, se 
pasean como gatas al acecho por los diferentes recintos de La Catedral. 
Lina y Paula Andrea, como las llaman, son muy atractivas y ambas tiene 
el garbo de las modelos de las pasarelas más exigentes, espectáculo que 
se ha vuelto muy frecuente en el país gracias a los espacios que los 
noticieros de televisión dedican a la farándula. Pero, al darse cuenta 
de que El Patrón, más tranquilo tras su rapto iracundo, lo espía con una
 mirada cómplice, decide reasumir su papel pastoral y frunce el ceño. Es
 inútil preguntar qué hacen en este lugar esas muchachas, vivaces y 
espontáneas y que, pese al frío, deambulan en ajustados shorts sin el 
menor ánimo provocador.
Su comportamiento es tan natural que la 
evidente voluptuosidad de sus cuerpos sólo desata culpa en la conciencia
 del prevenido testigo. ¿Es entonces cierto lo que le han contado? El 
Patrón, aburrido de su encierro, se hace llevar jóvenes modelos desde 
Medellín y las invita a participar en un torneo singular. Tras 
desnudarse por completo, las muchachas se colocan en cuclillas y sobre 
una larga pasarela de grueso cristal dan saltos hasta llegar a la meta y
 al premio: un Porsche deportivo último modelo para quien primero 
llegue. Ropa de marca, dinero en efectivo y joyas para las rezagadas. 
Quien complace a El Patrón jamás se va con las manos vacías. Pero, ¿en 
qué radica el interés de esta competencia? Debajo de la pasarela, que 
como una lupa aumenta y multiplica los detalles de lo que sucede arriba,
 el anfitrión y sus invitados siguen atentamente la carrera, con la 
mirada clavada en las opulentas redondeces y en los húmedos atributos de
 la muchacha que cada uno eligió previamente y por la cual apuesta 
gruesas sumas.
El sacerdote sabe que su avanzada edad no lo pone a
 salvo de la concupiscencia y entonces se sorprende al oírse decir, en 
voz alta, llamando la atención de El Patrón, del abogado Arizmendi, de 
los otros hombres e incluso de las dos jóvenes: —En lo que se refiere a 
la fornicación y a toda clase de impureza o avaricia, que ni siquiera se
 nombre entre vosotros... Ni palabras torpes, groserías o bajezas, cosas
 que no conviene, sino más bien acciones de gracia. Porque tened bien 
entendido que ningún fornicario o impuro o avaro —que es lo mismo que 
culto de ídolos— ha de heredar el reino de Cristo y de Dios... Todos lo 
miran con curiosidad y al cabo de un rato las dos muchachas, sin que 
nadie se los indique, se retiran del recinto como si hubiesen 
comprendido las inesperadas aunque transparentes palabras del sacerdote.
Y
 a continuación, en explicación no pedida, el padre se dejó oír de nuevo
 con voz apacible: —Carta a los efesios. Pablo estaba preso, en Roma, y 
se acordó de sus viejos amigos de Éfeso, a quienes les escribió esta 
epístola. La mención del apóstol cautivo hizo que los rostros de algunos
 de los allí reunidos se ensombrecieran y durante varios minutos un 
silencio espeso e incómodo se apoderó de la casa. Poco después se oyó 
música y al mirar por la ventana el sacerdote vio que las dos muchachas 
se habían tendido sobre unas colchonetas en la terraza, aprovechando el 
tímido sol de la tarde. De pronto, la llamada Lina dio un grito al que 
hicieron coro los ladridos de los dos doberman y esta vez todos, 
incluido El Patrón, fijaron la atención en el lugar de la súbita 
barahúnda.
Puesta de pie, muda, con la mano extendida, la joven le
 señalaba a su compañera un enorme gallinazo que la observaba con 
avidez, posado en las ramas de un árbol próximo. —Aquí nada es casual 
—dijo el abogado, risueño y con aire filosófico—. Ésta es la Loma del 
Chocho. Y donde hay chocho hay gallinazos. Al margen de lo que pudiera 
tener de obsceno el comentario, el sacerdote recordó que, en efecto, tal
 era el nombre del lugar donde el preso más célebre del país mandó 
construir su cárcel privada. Pero un hálito premonitorio se le escapó. 
¿Acaso esta loma no había adquirido una fama fúnebre porque, según 
decían los lugareños, en ella enterraban clandestinamente los cuerpos de
 quienes caían en desgracia y eran ajusticiados por sus enemigos? Otra 
razón para no extrañarse por la presencia de los gallinazos. Y pensó en 
la muerte, que parecía rodear a El Patrón desde sus comienzos como 
delincuente, pues de todos era sabido que su prestigio entre los 
expedientes judiciales y el hampa había crecido tanto como la cantidad 
de lápidas que había robado en los cementerios de la ciudad. —No dudo 
que la cárcel sea el lugar preciso para purgar mis delitos —dijo el 
capo—, aunque creo que todo esto se ha exagerado.
La atención de 
quienes lo rodeaban se volvió devota. Al borde de la reverencia, todos 
—y el sacerdote sintió un mordisco de ira al reconocer que también él 
formaba parte del coro— escuchaban y sopesaban cada una de las palabras 
del jefe, enfundado en un grueso suéter de lana que incrementaba 
notablemente el tamaño de su abdomen. —Exageraron mis delitos y, por 
supuesto, esto se verá en el monto de mi condena. Pero yo no quiero 
negar mi responsabilidad sino impugnar el tratamiento que las 
autoridades, especialmente las de los Estados Unidos, nos quieren dar a 
cuenta de esos hechos. Tomó aire. Bebió otro trago de whisky y tras 
mirar fijamente al sacerdote a los ojos prosiguió: —Yo soy un 
delincuente, padre, no lo niego. Pero también lo es el alcalde de 
Washington, a quien pescaron e incluso filmaron consumiendo cocaína y 
nada le pasó. Ahí sigue en su cargo persiguiendo traficantes y 
drogadictos. Cosas de esas se ven todos los días. Pero lo más aberrante 
es lo sucedido con Barry Seal, el padrino de la droga en los Estados 
Unidos, mi compinche y además traidor. Un delator asqueroso.
¿Cómo
 entender el hecho de que, pese a jactarse en público de haber 
introducido en su país más de diez mil kilos de cocaína, jamás haya 
pisado una cárcel? Y como le dije al mismísimo embajador gringo, un tipo
 tan siniestro como Seal ni siquiera compareció ante las autoridades: se
 limitó a echarnos la culpa y eso bastó para que nadie le tocara un 
pelo. En cambio, aquí me tiene usted, padre, purgando delitos que no he 
cometido. El evidente cinismo de El Patrón estuvo a punto de sacar de 
quicio al sacerdote, pero se contuvo a tiempo. ¿Para qué echar a perder 
lo que con su entrega hasta ahora ha logrado? Pero algo comenzó a 
inquietarlo. Sentía que de alguna forma este hombre lo usaba para 
confesarse en público.
Y que con sus confesiones, falsas o 
ciertas, lo involucraba moralmente. ¿Acaso la absolución no es lo último
 a lo que aspira quien pone su alma al descubierto en el confesionario? 
El ruido del helicóptero volvió a escucharse y otra vez los hombres de 
la guardia se entregaron a un frenesí inaudito. Unos corrían y daban 
gritos a través de sus equipos portátiles VHF, en tanto que otros 
preparaban sus fusiles R-15 y Galil. Sobre una consola, a escasos cinco 
metros de donde se encontraba y como si fuera una escultura más, el 
sacerdote vio la célebre Sig Sauer nueve milímetros, la pistola 
preferida de El Patrón y que un año antes, al rendirse, él mismo había 
visto cómo se la entregaba al jefe de la prisión. ¿Por qué motivo y en 
qué circunstancias regresó el arma a poder del detenido? ¿Qué clase de 
cárcel es ésta, se preguntó, donde los guardianes obedecen sin chistar 
las órdenes de los reclusos, armados como si se dispusieran a marchar al
 frente? Además, ¿dónde se ha visto una cárcel que parece un museo?
Al
 recorrer las instalaciones de La Catedral el sacerdote había visto 
cosas que lo dejaron boquiabierto: cuadros de Dalí y Miró les daban la 
alternativa a otros de artistas aborígenes como Botero y Obregón, de la 
misma forma que esculturas de Giacometti les hacían sombra a las de 
Negret. Y como si esto no bastara, prosigue el sacerdote, ¿quién imagina
 una cárcel donde los periodistas extranjeros entran y salen a su antojo
 para vender luego su verdad a precio de oro? Y eso para no hablar de un
 antro lleno de adolescentes culiprestas y de invitados a quienes a 
cualquier hora del día o de la noche se les agasaja con viandas 
exquisitas y whisky, comandados por un jefe que en el momento menos 
pensado se despacha a todo pulmón un cigarrillo de marihuana.
Afuera
 las cosas vuelven al orden. El sacerdote se queja interiormente de la 
descarada permisividad que rodea todo lo que El Patrón hace, sin duda 
con la complicidad de quienes dirigen la prisión. Y entonces clavó su 
mirada en la enorme fotografía que abarca casi dos metros de pared. Era 
evidente que, al ampliar la imagen de forma tan desaforada, El Patrón 
quería poner de presente la importancia del momento atrapado por la 
lente del fotógrafo. Y ese momento fue una sesión del Congreso en la que
 aparecen Pablo Escobar y César Gaviria, el entonces aguerrido 
parlamentario y hoy presidente de la República. Éste, de traje oscuro, 
sonriente, avanza desde la izquierda hacia el lugar donde se encuentra 
Escobar, que ríe a diente pelado dos sillas más adelante, al borde del 
pasillo. Convertido en congresista, El Patrón luce un vestido de color 
claro, que contrasta con la indumentaria sobria de sus colegas.
Y 
como para que no quede duda alguna sobre la autenticidad de la imagen, 
en la parte inferior aparece el copyright del fotógrafo: Lope Medina; el
 medio periodístico que la publicó: la revista Semana, y la fecha: 
agosto de 1983. Pero, ¿qué explica el hecho de que mientras El Patrón 
ríe abiertamente su colega esboce apenas una sonrisa? Al joven César de 
Dos Quebradas, como lo llaman, se le atribuían gustos demasiado griegos,
 pues era de los que creían que “el amor a los efebos es la más discreta
 de las bellas artes”. Muy célebre fue su respuesta el día en que 
alguien, no sin malicia, le preguntó lo que significaba la palabra 
sodomía, que salió a relucir en el debate, a lo que el joven 
parlamentario contestó con arrogancia: la sodomía es la introducción de 
la política por otros medios... Pero ni siquiera la celebración de esta 
ocurrencia explica la actitud de los dos hombres en la fotografía. 
¿Dónde está el vínculo, se pregunta el sacerdote, que involucra a El 
Patrón y al presidente? Sería terrible, se contestó a continuación, que 
todo lo que ahora le ocurre a este país no sea más que un chiste 
registrado por una cámara indiscreta hace nueve años, cuando éste era el
 único rincón del continente donde nada grave sucedía.
¿Será que 
este tira y afloja que hoy nos apesadumbra comenzó con lo que esa 
fotografía sugiere pero no afirma? ¿Hasta qué punto El Patrón de La 
Catedral era ya hace nueve años el que más fuerte reía en el Congreso de
 la República? El sacerdote tose, inquieto, y se abriga con la prenda de
 lana que lleva sobre su hábito, al tiempo que le pide a su anfitrión le
 indique, por favor, dónde se encuentra el cuarto de baño. Y Escobar 
mismo, casi con dulzura, lo toma del brazo y lo guía por uno de los 
pasillos de la enorme mansión. Porque, ¿cómo pueden llamar cárcel a un 
lugar cuyas paredes están atiborradas de obras de arte, los suelos 
cubiertos de alfombras, lámparas de pie en cada esquina y bibelots sobre
 las consolas? Al entrar al cuarto de baño el sacerdote sintió que su 
esfínter se aflojaba súbitamente golpeado por la sorpresa: enorme como 
el vestíbulo en el hotel, los azulejos brillaban con una pulcritud 
clínica cuyo resplandor convertía a la noche en día gracias a una rica 
sucesión de espejos.
Centró luego su atención en una lujosa y 
amplia tina de porcelana, sostenida por gruesas patas de bronce que 
simulaban garras de águila y donde cabían cómodamente tres personas tan 
gordas como El Patrón. A continuación, no dio crédito a lo que vio y se 
frotó los ojos: ¿qué hace un bidet en una cárcel de hombres? La 
presencia de Lina y Paula Andrea justificaba por igual el tamaño de la 
tina y el bidet. Además, conjeturó, si cada uno de los baños de La 
Catedral está tan bien dotado como éste en el que ahora se encuentra, 
¿cómo no comprender, de acuerdo con lo que se decía, que las dos 
adolescentes se multiplicaban por las noches en un bien poblado harén? 
Al salir, su anfitrión volvió a tomarlo del brazo y mientras 
despotricaba contra el presidente, a quien acusaba de perseguirlo 
injustamente, el sacerdote vio a su izquierda un gimnasio, con todos los
 instrumentos de rigor, bicicletas estáticas, pesas, un ring de boxeo, 
sillas con artilugios para endurecer glúteos y bíceps y otros aparatos 
cuya función fue incapaz de precisar.
Al otro lado del pasillo 
observó un bar muy bien surtido y al preso que lo atendía, tan solícito 
como el más experimentado de los camareros. La sala de computadores le 
puso de presente que el preso mejor protegido del mundo navegaba a su 
entero capricho por el vasto mar de la informática. Otro enorme recinto 
lo hizo tomar conciencia de las decisiones que se tomaban en aquella 
lujosa sala de juntas. Pero lo que el sacerdote vio a continuación hizo 
que se detuviera de repente, al borde de la imprecación: ¿un cuarto de 
muñecas en la cárcel donde está confinado el gángster más desalmado del 
planeta? Había oído decir que la confesa debilidad de El Patrón por 
hacer volar con dinamita los centros comerciales donde a diario acudían 
niños, acompañados de sus madres —pues con esas masacres quería 
“arrodillar al régimen”— competía con su gran pasión: llevar a su hija 
al búnker y pasar con ella horas y horas jugando en el cuarto de 
muñecas.
La aberrante ironía de lo que sus ojos vieron y que 
incendió su viejo rostro en flamas de sangre furibunda, hizo que la ira 
no se volcara contra el criminal que él había convencido para que se 
entregara a la justicia sino contra el presidente. ¿Cómo podía ese 
hombre, cuyo declarado amor por los niños rozaba la patología, permitir 
que el terrible traficante deshonrase la memoria de sus víctimas jugando
 a las muñecas en la cárcel que él mismo diseñó y que el propio 
presidente avaló con su firma? A lo mejor El Patrón no tiene la culpa de
 todo, como se dice, sino que ésta alcanza a los responsables de hacer 
cumplir la ley y aplicar la justicia en este país, concluyó el sacerdote
 con la mirada puesta una vez más en la enorme fotografía que poco antes
 había merecido toda su atención.
¿Por qué razón el presidente se 
hace el de la vista gorda ante semejante afrenta contra la dignidad y la
 decencia? ¿Había entre esos dos hombres que intercambiaban risas y 
solapadas miradas en la fotografía algún infame pacto? Desde los 
primeros meses de confinamiento, con inocultable sorna los servicios de 
inteligencia de los gringos se referían a la cárcel de El Patrón como un
 “hotel de cinco estrellas”. ¿Cómo es posible que el primer varón de la 
República no estuviera al tanto de lo que ocurría dentro de La Catedral?
 ¿Por qué permitió que el delincuente más peligroso del mundo celebrase 
su primer año de prisión con una babilónica fiesta realizada fuera de la
 cárcel, en un club exclusivo de Envigado? ¿Acaso el capo no había sido 
visto también un domingo por la tarde en el estadio de fútbol que él 
mismo construyó en su época de altruismo? ¿No era él el hombre que 
aparece en una fotografía publicada por la revista Compacta junto con su
 hija al lado de un tigre albino en una de las funciones del Circo Ruso 
en las afueras de Medellín? Una de dos: o el presidente es un imbécil o 
se bajó los pantalones ante El Patrón al extremo de no lograr siquiera 
ponerse de pie, enredado entre las sisas de su infame claudicación.
Y
 ahora, precisamente porque le ha entrado un súbito ataque de decoro, 
César amenaza con poner orden y trasladar al preso a una guarnición 
militar. Y esta es la noticia que ha llegado a los oídos alertas del 
Signore, como le decían los dos periodistas italianos, que por nada del 
mundo quiere perder sus privilegios. Prefiere la fuga y otra vez la 
guerra. La guerra a muerte. Al tanto de estas inquietudes, el sacerdote 
no pudo negarse a la invitación que El Patrón le hizo hace dos días para
 que lo visitara en La Catedral y poder hablar a fondo sobre tan 
delicada situación. ¡Pablo!, ¡Pablo!, ¿por qué me persigues? Al comienzo
 quiso evadir el compromiso pero su conciencia le señaló a sus pies el 
rumbo de un nuevo camino de Damasco. ¿Acaso no había sido precisamente 
él quien meses atrás convenció al delincuente para que se entregara? No 
podía faltar a la cita, aunque ahora siente que cayó en una trampa.
Pero
 no en la trampa del delincuente sino en la del alto gobierno que al 
autorizar sus gestiones como mediador convertía al sacerdote y por ende a
 la Iglesia en garante de un pacto viciado desde sus orígenes. Una cosa 
es ser pastor de almas, que acude cuando un ser descarriado lo necesita,
 y otra un hombre generoso que, gracias a la general estima que se le 
profesa, puede ser utilizado como peón de un sórdido ajedrez político 
cuyas reglas él ignora. El sacerdote ve a la adolescente a quien llaman 
Paula Andrea coqueteando con uno de los hombres encargados de la 
seguridad, que casi no puede caminar a causa de las pesadas armas que 
traslada de un lugar para otro. Entonces reaparece la gitana, que con 
gestos más que con palabras increpa el descaro de la joven, quien 
termina por desaparecer en uno de los pabellones contiguos.
El 
hombre de las armas tropieza y cae y la risa de sus compañeros, sobre 
todo la estentórea de Jáider La Perra, lo cubre de ridículo. Media hora 
antes y consciente de las peligrosas decisiones que El Patrón está a 
punto de tomar, el sacerdote le aconsejó reiterada, casi 
suplicantemente, evitar la confrontación para ahorrar más derramamiento 
de sangre. Sí, que pese a las dificultades que se han presentado tuviera
 algo de paciencia y acatara lo pactado a la hora de la entrega. Y de 
nuevo recuerda el momento en que hace un año él mismo lo acompañó hasta 
La Catedral. Y al evocar los hechos no pudo disimular una sonrisa. ¿Y 
cómo no iba a sonreír? El helicóptero en el que viajaba el sacerdote, 
acompañado por un político, un periodista y un delegado de la oficina de
 Derechos Humanos, aterrizó en una finca llamada El Quijote.
¿No 
lo habían acusado de quijotismo toda la vida? ¿No es ése el calificativo
 que le han dado a lo largo de su misión social, desde ese lejano año en
 que se dio a conocer a través de un programa llamado, provocadoramente,
 El Ojo de la Aguja? Si es cierto, como dice La Palabra, que es más 
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en 
el reino de los Cielos, ¿cómo se atrevió el cura a comprometer en su 
apostolado precisamente a los poderosos? Eso de rezar en la televisión 
por el día que termina y por la noche que llega tenía menos futuro que 
el plan de gobierno del César, le decían. Igual de ingenuo era su 
esfuerzo por reunir a toda la clase pudiente del país, con el mandatario
 de turno a la cabeza, para compartir un banquete cuyo cubierto valía un
 millón de pesos y donde el menú estaba compuesto únicamente por consomé
 y pan, servido por las reinas de la belleza en el hotel más prestigioso
 de la capital.
La abnegación, aliada con la eficacia, era su más 
alta divisa pastoral. ¿Por qué dudar entonces del éxito de su gestión 
cuando les prometió a sus asombrados televidentes que él entregaría al 
hombre más odiado del país? En la finca El Quijote esperaba el temido 
capo, quien rápidamente abordó el helicóptero en compañía de dos tipos 
francamente siniestros. Como si protagonizaran una secuencia evangélica,
 el cura y el delincuente se abrazaron y esa fue la noticia del año, con
 fotografía incluida. El primero estaba más pálido y flaco que nunca y 
el segundo tan gordo como un cerdo en vísperas de San Martín. Lucía una 
larga barba y vestía bluejeans, camisa de seda, zapatillas de tenis y 
una chaqueta con rayas negras. Sus ojos permanecieron ocultos durante 
toda la travesía tras unas gafas de espejuelos negros.
Al 
descender en La Catedral, el sacerdote, siguiendo la usanza de los tres 
últimos Papas, se arrodilló y besó la tierra. Luego, todos comprobaron 
que se encontraban en una enorme construcción, sobria y fría, con cuatro
 salones de treinta metros de largo y ocho de ancho, baños comunales y 
veinte camastros por salón, con puertas metálicas y barrotes. En fin, 
algo parecido a una cárcel. Pe ro ahora el sacerdote duda de lo que ve. 
La espartana decoración inicial se ha transformado, un año más tarde, en
 un esplendor versallesco, y las severas figuras de los guardianes se 
han metamorfoseado en espléndidas y complacientes muchachas.
El 
sacerdote vuelve a observar la pistola que Escobar le entregó al jefe de
 la prisión en señal de acatamiento a su autoridad y que reposa ahora, 
al alcance de la mano. —¿Para qué las armas, Pablo? —En cualquier 
momento los comandos de élite caerán sobre La Catedral pero no me van a 
encontrar distraído —dijo—. Y no ponga esa cara, padre. ¿Sabe? Yo nací 
en medio del fuego, cuando los godos incendiaron Rionegro, a finales del
 año cuarenta y nueve. Si el fuego es mi elemento, ¿por qué he de 
tenerle miedo? Y entonces el sacerdote volvió a recordar al Pablo de las
 Escrituras, preso en Roma, y una de las frases de su Carta a los 
efesios lo conmovió, pues hablaba precisamente de la necesidad de 
armarse. Y en voz alta rezó: —Vuestra lucha no es contra la carne y la 
sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores
 de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los 
aires...
Como si la frase los hubiera puesto en estado de alerta, 
El Patrón y sus hombres miraron insistentemente al cielo, pero el 
helicóptero hacía ya un buen rato había desaparecido. —...Recibid la 
armadura de Dios —prosiguió el sacerdote— para que podáis resistir en el
 día malo... El silencio se apoderó de los presentes y el cura aprovechó
 ese momento, como de vela de armas, para volver al cuarto de baño. Ya 
conocía el camino y por eso emprendió solo la peregrinación que le 
imponía su vieja vejiga. Al regresar, se detuvo ante una consola en la 
que reposaba una diminuta y bien surtida colección de automóviles 
antiguos y de lujo. Era la reproducción exacta de la colección original 
de El Patrón y que éste guardaba con celo supremo en algunas de sus 
fincas y mansiones y que con orgullo solía mostrar a sus invitados.
A
 La Catedral se había llevado los modelos a escala de un Rambler negro 
de 1902 y un Ford modelo 1928. También sus Rolls-Royce, sus Mercedes 
Benz clásicos y deportivos y sus Porsches. A su lado, el sacerdote 
sintió la presencia de su anfitrión que, feliz, comenzó a recitarle el 
linaje de cada una de esas maravillas. ¿Quién puede tener tanto dinero 
como para armar una colección tan espléndida?, se preguntaba el eudista 
cuando, súbitamente airado, El Patrón tomó de la consola un bello modelo
 y lo estrelló contra el suelo, volviéndolo añicos.
Los 
inexpresivos ojos del capo, que en horas bonancibles parecían un par de 
botones carmelitas, se habían transformado, en medio de imprecaciones, 
en las fauces asesinas de un par de lobos bajo una luna de sangre. El 
sacerdote lo miró, asustado por tan violenta e inesperada actitud, pero 
El Patrón, por toda explicación, dijo, con el aire rencoroso e 
implacable de la tercera persona: —De Pablo Escobar nadie se burla. Y a 
continuación ordenó al hombre apodado El Nefando que llamara a El 
Cachorro, pues quería verlo lo más pronto posible. De nuevo sentado el 
sacerdote en el salón principal, el doctor Arizmendi le comentó en voz 
baja y con los insoportables guiños de su ojo izquierdo que él mismo le 
había informado hace un rato a El Patrón, con documentos en la mano, que
 el amado Pontiac modelo 1933, que hasta ahora pasaba por ser el 
automóvil predilecto de Al Capone, era una estafa. Que Capone jamás tuvo
 un vehículo de esa marca ni de ese modelo. De ahí la violenta reacción 
del capo. —Por nada del mundo quiero estar en la piel del tipo que se 
las quiso dar de vivo con el jefe —dijo el abogado, como si el sacerdote
 fuera un miembro más de la pandilla.
Cuando un par de horas antes
 llegó a La Catedral, al recorrer uno de los pasillos había visto 
enmarcadas dos fotografías que le daban sentido a los gustos de El 
Patrón. En una aparecía como si fuera Pancho Villa, con un fusil en la 
mano, sombrero enorme y cananas repletas de balas cruzadas sobre el 
pecho. Y en la otra fotografía, como si proclamase su parentesco o 
afinidad con el que creía dueño del Pontiac, posaba en compañía de uno 
de sus primos, vestidos a la manera de los gángsters de los años 
treinta. Al lado de las fotos, también llamó la atención del sacerdote 
un lujoso libro, encuadernado en cuero y con un título que se le antojó 
comprometedor: I mafiusi della Vicaria, de un tal Giuseppe Rizzotto. Al 
hojearlo, comprobó que se trataba del ejemplar número setenta y seis de 
una edición de sólo cien volúmenes impresos en papier de Hollande. En la
 página de créditos leyó: Archivio di Stato di Palermo, 1896. —Padre, 
¿podría usted hacerme un favor? —dijo a su lado El Patrón, más sosegado.
 Y sin esperar la respuesta, se dirigió a la consola donde había dejado 
el sobre con la nota que llevaba atada a una de sus patas la paloma 
mensajera. Volvió a leer la hoja y a continuación, en el reverso, 
escribió con letra nerviosa algo cuyo sentido se les escapó a los 
presentes.
Introdujo de nuevo el papel en el sobre y lo lacró 
humedeciendo los bordes con su saliva. —Quiero que le entregue esta 
carta al presidente. El eudista dudó, sin comprender qué era lo que 
pretendía el capo. ¿Me habrá convertido en su cartero? — Una carta al 
adefesio —dijo el doctor Arizmendi, con marcada ironía. —¿Qué quiere 
usted decir? —preguntó, molesto, el sacerdote. —Carta de Pablo a los 
efesios. Si no me equivoco, efesio es adefeso, adefesio —explicó con 
insoportable jactancia el abogado, como si el juego de palabras no 
hubiese sido captado por el sacerdote. Pero lo que éste comprendió de 
inmediato fue la gravedad de la situación y la demencia que podría 
apoderarse de La Catedral si algo o alguien no interviene a tiempo. ¿Qué
 contendrá la carta? La gitana reapareció, con un muchacho a su lado. Se
 inclinó ante El Patrón y se retiró para dejarlos hablar a solas. El 
muchacho a todo decía que sí con la cabeza, con el servilismo de un 
perro golpeado por su amo pero al que, a pesar de todo, obedece con la 
cabeza gacha.
Tenía la mirada hosca, la cara salpicada de acné y 
cuando hablaba usaba un lenguaje unas veces arcano y otras cochambroso. 
—Este Cachorro es el mejor monaguillo que nos asiste en los oficios, 
aquí en La Catedral —dijo El Patrón, con un tono de voz sardónico, 
provocador, humillante. Entonces el sacerdote se sintió al borde de la 
claudicación. Triste y decepcionado, creyó que todas sus fuerzas lo 
abandonaban sin remedio. Se arropó más con su ruana y en un instante se 
dio cuenta de que había vivido un espejismo. Que la oscuridad que 
durante tantos meses se había apoderado del país era tan negra como su 
sotana y que a lo mejor lo único que él consiguió al facilitar la 
entrega de Escobar fue detener por un año el fatídico desenlace de los 
hechos. Pero, ¿qué es un año en la perenne tragedia de este país? 
Comprendió que él no había sido un simple mediador en la rendición de un
 criminal sino el portavoz de una premonición, escondida tras la frase 
con la que a lo largo de cuarenta años se despidió de sus fieles a 
través de la televisión. Supo, en fin, que él era el día que terminaba y
 que su país no era otra cosa que la larga noche que ahora comenzaba.
Sintió
 que todo le daba vueltas a su alrededor y sin hacer caso de las miradas
 inquisitivas de los asesinos durante un largo rato meditó con los ojos 
cerrados. Entonces sintió que entre sus manos anudadas sobre las 
rodillas se abrían paso otras, casi heladas, y al abrir los ojos, sin 
disimular un gesto de espanto, vio cómo las garras de la gitana 
depositaban sobre sus palmas la carta que Pablo le enviaba a César. Y no
 pudo menos que pensar en la paloma mensajera que horas antes se había 
posado en la ventana con el mensaje que él ahora debía entregar. Y 
recordó el breve pico del pajarillo que en las ferias de su infancia 
extraía de una baraja de mensajes la tarjeta verde o azul o púrpura que,
 elegida por el ave al azar, le señalaba los caminos de la fortuna.
Y
 concluyó que nada es casual. ¿Acaso no había sido él quien al propalar 
la fábula del pajarillo que llevaba polvo blanco al país de los ricos y 
regresaba con monedas de oro en el pico se había metido en este 
embrollo? Y entonces se sintió al borde del llanto al escuchar la voz de
 la iniquidad, camuflada entre la devoción burlona de El Patrón: —Dele 
su bendición a este Cachorro, padre. Mañana tiene que hacerme un 
trabajito del que a lo mejor no vuelve.

