Gabriel García Márquez: Homenaje: 85.45.30*
Les dejo este artículo de García Márquez que encontré buscando
información relacionada con un tema que tenía en mente (los relativismos
del placer). Tratándose de quien se trata, y debido a que con absoluta
seguridad él lo dice mejor que yo, hago una excepción y cedo el
espacio. Es un tema bastante interesante, así que espero que lo
disfruten
Gabriel García Márquez, en sus buenos tiempos cuando publica sus memorias: Vivir para contarla.foto:archivo.fuente:kienyke.com |
Hace algunos años, con motivo de alguna celebración menor, recibí en
mi casa de México a un grupo de mis amigos más cercanos. Conforme pasaba
aquella noche diáfana de agosto, la casa se fue llenando de amigos ya
no tan cercanos. Fue lo más parecido a una pesadilla malthusiana:
la gente se iba multiplicando en proporción geométrica, mientras que yo
sólo podía proveer viandas y licores en la proporción aritmética que
había calculado. Tarde o temprano ocurriría lo que finalmente ocurrió, y
que en ese tipo de celebraciones termina por ser catastrófico: se
acabaron las seis botellas de whisky de 12 años que yo, con holgura de
guajiro, había destinado para atender a las tres parejas originalmente
invitadas.
No tuve más remedio: mientras alguien salía de urgencia a apoderarse
de cuanta botella de whisky disponible encontrara a tres kilómetros a la
redonda, yo tuve la providencial idea de reenvasar en una botella vacía
de whisky de 60 años, que guardaba como recuerdo muy especial, otra de
un whisky de toreros que me habían regalado una mala noche de tragos en
un remoto caserío de Paramaribo. Fue asombroso: instantes más tarde los
invitados hacían fila india para, después de apurar un primer trago
bastante generoso, recibir una segunda ración de aquel matarratas
caribeño que en cuestión de minutos amenazaba con agotarse.
El hecho fue una confirmación inapelable del deslumbramiento que me
produjo una conferencia a la que asistí hace muchos más años en Oslo. El
conferencista, con el propósito de atrapar desde el principio a la
audiencia, dio inicio a su disertación con una irresistible historia que
yo desconocía. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hermann Goering, mano
derecha y gran admirador de Hitler, se obsesionó con hacerse con una
obra del pintor Johannes Vermeer -Hitler tenía dos Vermeer en su
colección privada-; pero, por más que lo intentó, nunca logró robarla o
comprarla durante sus infames correrías por la Europa devastada.
Finalmente, dio en Amsterdam con un marchante de arte holandés, Han Van
Meegeren, quien le vendió la pintura de sus sueños por lo que hoy serían
diez millones de dólares.
Cuando acabó la guerra, Van Meegeren fue juzgado por traición a la
patria: le había vendido una obra protegida a un nazi. Sin embargo, Van
Meegeren se defendió diciendo que él nunca había vendido tal obra. Y
era cierto: en realidad había vendido una falsificación pintada por él
mismo con sus propias manos, tan perfecta que al propio Vermeer le
habría costado trabajo negar que fuera obra suya. Van Meegeren fue
absuelto, condenado por un delito menor de falsificación y, gracias al
engaño, considerado héroe nacional en Holanda hasta el día de su muerte.
Todo el asunto va a que Goering se enteró del fraude cuando era
juzgado en Nuremberg. Cuenta su biógrafo que, al recibir la noticia, el
feroz nazi se transfiguró y cayó abatido sobre una silla, como
comprendiendo por primera vez en su vida cuánta maldad había en el
mundo: habían abusado de su candidez vendiéndole una falsificación. Con
todo, lo único malo que tenía la pintura era que no había sido obra de
Vermeer. Por lo demás era idéntica a la original, lo que, según el
psicólogo conferencista de aquella tarde, demuestra un hecho
aparentemente incuestionable: los humanos somos escencialistas; nos
gustan las cosas, no por lo que son en sí mismas, sino por la historia
particular que cada una de ellas tendría para contar si por artes de
encantamiento se convirtieran en seres humanos.
Pero ahí no acabó todo. Van Meegeren, durante el juicio que se le
llevó, confesó otras espléndidas falsificaciones que había realizado con
igual o mejor calidad; entre ellas la famosísima La Cena de Emmaús,
considerada el mejor trabajo de Vermeer, y por la cual miles de
turistas visitaban cada año el museo donde se exhibía. Develada la
farsa, la obra fue retirada y su valor se hundió en el insondable océano
de las baratijas del mundo. Todo por el simple hecho de tener un origen
diferente del que antes se pensaba.
Así somos. Hay cientos de cosas o experiencias que tenemos por bellas
o placenteras, pero que percibimos como mucho más bellas o placenteras
si podemos asociarles una característica única o una historia
particular. Desde hace años viene en aumento un floreciente mercado de
los objetos más inverosímiles que, contra los más elementales dictados
de la cordura, se venden a precios exorbitantes: el puñal con que le
cortaron los testículos a Rasputín, los zapatos que usó Judy Garland en
el rodaje de El Mago de Oz, astillas de madera de la cruz de
Cristo, y toda una colección de fruslerías inconcebibibles que, de no
conocer yo personalmente a muchos de esos excéntricos compradores, daría
por sentado que están completamente locos.
Cuando estuve en España bajo la servidumbre implacable de la
escritura de una novela, lo único capaz de sacarme de la conduerma a que
me sometían sin tregua las exasperantes vidas propias de los personajes
fue la historia improbable de una mujer aquejada con el Síndrome de Capgras,
aterradora enfermedad mental que consiste en creer que la persona amada
ha sido sustituida por un doble perfecto. La mayoría de los afectados
sufren la más pavorosa pesadilla que podría sucederle a ser humano
alguno. Esta mujer, sin embargo, antes de padecer el trastorno vivía un
resignado matrimonio infeliz: se quejaba del pobre desempeño sexual y de
la escasa dotación masculina de su esposo. Fue después, durante los
delirios paranoicos que se sucedieron, cuando agradeció al cielo la
usurpación de su marido a expensas de un doble suyo “rico, viril,
apuesto y aristocrático”. Y era el mismo hombre.
Mi propia vida, por supuesto, no es ajena a este tipo de de prodigios
supersticiosos. Cuando escribí el primer tomo de mis memorias, estaba
al mismo tiempo embarcado en la aventura de la revista Cambio Colombia.
Con el fin de aumentar el número de suscripciones, la dirección de la
revista diseñó una estrategia consistente en regalar a los nuevos
suscriptores un ejemplar de Vivir para Contarla autografiado
por mí. Las ventas subieron como espuma, a pesar de que yo nunca tuve
contacto con ninguno de los libros obsequiados. La explicación es fácil:
Mauricio Vargas, entonces director de la revista, volaba regularmente a
México, y en cada viaje me traía unas abrumadoras resmas de papel que
yo debía firmar en jornadas de galeote; una vez firmadas, Mauricio las
retornaba a Colombia y eran anexadas a los libros.
Los nuevos suscriptores se jactaban después, ante sus perplejas
amistades, de los libros rubricados con mi autógrafo genuino, sin saber
que el único contacto que yo había tenido con esos anónimos ejemplares
era el efímero roce de mis dedos con las hojas de papel firmadas que más
tarde se les adjuntaron. Entre los muchos ilusos que compraron la
suscripción estaba mi incógnito amigo de Barranquilla Samuel Rosales
Ucrós, quien, dicho sea de paso, inventó de cabo a rabo desde la primera
hasta la última frase de esta columna con el único fin de que ustedes
disfrutaran leyendo la que seguramente consideran la mejor de todas
cuántas ha publicado por el mero hecho de creer que era mía.
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Homenaje. Café Literario Bibliófilos: El coronel no tiene quien le escriba. Sábado 14 de julio: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. Biblored.
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Homenaje. Café Literario Bibliófilos: El coronel no tiene quien le escriba. Sábado 14 de julio: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. Biblored.