La escritora reflexiona sobre el duelo y la vida en su nuevo libro, escrito tras la muerte de su pareja en 2009
Rosa Montero, fotografiada en su casa de Madrid. /Bernardo Pérez./elpais.com |
Principio-puñetazo: “Como no he tenido hijos, lo más importante que
me ha sucedido en la vida son mis muertos”. La frase con la que Rosa
Montero arranca su último libro es dinamita existencial; también el
comienzo de un viaje repleto de bifurcaciones improvisadas hacia
cualquier parte. La ridícula idea de no volver a verte (Seix
Barral) es un libro extraño, híbrido, subyugante como los ojos de una
cobra, que se abre pensando encontrar amargura tras esa frase-puñetazo y
que se sumerge en aguas luminosas sobre el placer de vivir o la
libertad de elegir. ¿Su adiós al duelo por Pablo Lizcano, su pareja durante 21 años, que falleció en 2009 tras un cáncer?
“Sí y no. Nunca me había propuesto hacer un libro sobre la muerte de mi
pareja. Soy muy pudorosa. Mis novelas no tratan sobre temas
autobiográficos. He empezado a hablar y escribir cuando el duelo era no
solo mío, sino de todos. No es un libro sobre el duelo, o no solo. Creo
que es un libro que celebra la vida, luminoso”.
En realidad es una caja mágica de la que van saliendo tesoros: detalles autobiográficos, retazos de la vida de Marie Curie, fotografías históricas y personales, reflexiones sobre la pérdida y la intimidad, hashtags, confesiones, deseos, literatura. La escritora lo emparenta con La loca de la casa, aquel inclasificable y delicioso ensayo sobre la escritura y la vida que publicó en 2003. La ridícula idea de no volver a verte
nació de un tirón —algo infrecuente en su proceso creativo: dedica unos
tres años a cada novela— y derivado de un encargo. Elena Ramírez, acaso
con las luces largas de la editora, le pidió a Montero un prólogo para
acompañar un librito excepcional, el diario que Marie Curie escribió
durante el año posterior a la muerte de su marido, Pierre.
El paralelismo circunstancial entre ambas era evidente, y a ello se
sumó la admiración. La escritora se rindió a los pies de esa científica
irrepetible —Nobel en dos ocasiones— que logró aislar dos elementos, el
polonio y el radio, trabajando en una especie de cobertizo y que tuvo
pasiones igual de radiactivas. Compró biografías y descubrió que, más
allá de lo consabido, numerosos aspectos de madame Curie eran
poco conocidos. “Cuando leí su diario fue como encontrar un espejo de
aumento sobre mis reflexiones. Además, acabo de cumplir 62 años, estoy
en un momento lógico para intentar entender la vida, cuál es el camino
hacia la libertad más allá de lo que esperan los otros de ti, intentar
ser libre de verdad, algo tan difícil, y ser feliz”.
Marie Curie se trastornó con la muerte de su marido, atropellado por
un coche de caballos en abril de 1906. Prohibió a sus dos hijas que
mencionasen al padre en su presencia. Sentía ganas de aullar. Durante
dos meses guardó en su armario ropa con restos de sesos de Pierre, a los
que tal vez besaba. Nada que ver con la primera imagen que Albert
Einstein se formó de ella: “Madame Curie es muy inteligente, pero es tan
fría como un pez”.
“El dolor puede volverte loco”, afirma Montero. “Marie Curie se
volvió loca durante un tiempo. Era una personalidad complejísima”. La
reacción ante la muerte desata fenómenos extraños. En el libro la autora
de Historia del rey transparente detalla los suyos: “Desde que
murió no solo echo de menos su presencia, seguir viviendo con él y
verle envejecer, sino que también añoro su pasado. Las muchas vivencias
que no conocí”. Ante su duelo, la escritora hizo lo que creía que tenía
que hacer: se mudó de casa, se deshizo de su ropa, tapizó el sillón
favorito de Lizcano. Luego se arrepintió. “En esos momentos tratas de
responder más a las exigencias de los demás que a las propias. En
España, y yo también lo hacía, cuando se muere alguien, llegan tus
amigos y te dicen ‘Llora, llora’ sin entender que estás agotada, tan
noqueada que no encuentras las lágrimas. Y a los dos o tres meses, justo
cuando tú estás empezando a llorar, todo el mundo empieza a decirte
‘Venga, se acabó, vete al cine, alegría, alegría’. Los duelos son muy
largos, no hay recetas, que cada uno haga lo que pueda. Dos años después
te sigue doliendo la pérdida, pero el duelo tampoco es un túnel
cerrado, la vida es tan maravillosa que incluso en esos momentos
cualquier cosa te esponja el corazón y puede hacerte feliz a ratos. Hay
que saber cómo colocar el dolor y cómo reinventarse porque ya no
volverás a ser la misma”.
Con el tiempo, Montero se ha incorporado al grupo de artistas que
había denostado por exponer un desgarro brutal en público. Piezas
durísimas y poéticas, como Tears in heaven, de Eric Clapton, o Paula,
de Isabel Allende, creadas tras la muerte de sus respectivos hijos, le
parecían hace años un impúdico tráfico con el dolor. Ya no. “He ido
siendo menos radical. Cada uno lo maneja como puede, pero el sentido
último de la escritura es intentar encontrar un sentido al mal y al
dolor, aún sabiendo que no lo tienen”.