May Sinclair
Donde su fuego nunca se apaga
No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la
aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino
hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de
marina Jorge Waring.
Años después, cuando pensaba en Jorge
Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la
flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con
su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos
pardo oliva.
Waring le había pedido que se casaran y había
consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y
para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.
–Dice que somos demasiado jóvenes.
–¿Cuánto quiere que esperemos?
–Tres años.
–¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
Lo
abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la
estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.
–En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
Pero
no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya
no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
Harriet
Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde
la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del
reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo
había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se
preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado
definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo
claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia
integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo
sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía
comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y
que no debían olvidarlo.
Oscar respondió indignado:
–No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
–Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
–¿Lo dice en serio?
–Sí. Ya no debemos vernos.
Oscar
se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para
soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad.
Ahora que había trazado un límite,
¿por qué no podían verse? Hasta
ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le
había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había
tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces:
con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con
arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y
ancho, de
caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos
hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio
superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y
animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía
un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan
distinto de Jorge Waring...
Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
–Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
–Sí, Oscar. Lo he perdonado.
Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La
llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando
importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no
tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
Terminó la cena. Su
congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó
hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet no sabía si
alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación
virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había
renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba
con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.
Cenaron
juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes
blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados,
las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo
carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de
cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las
luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena.
Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en
qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora
sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia
vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había
deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba segura de lo que iba a
ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche,
cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía
soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una
empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De
tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del
restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no
convenía arriesgarse.
Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba.
Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y
deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre
esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la
repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera
un dejo de grosería.
Para justificarse pensaba en sus buenas
cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas,
de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él
leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que
no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un
hombre necesita la tiene con sus amigos.
–Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar.
Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.
Cuando
se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía
inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después
empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre,
Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué,
dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua.
Trató
de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual
que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de
aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la
intimidad, no podían soportarse.
Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
En
Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo
artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el
antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus
temperamentos románticos.
Pero los perseguía el temor de que los
descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror
que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía
jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.
Sobrevino la ruptura.
Oscar
murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya
nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet
se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No
recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho
antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido
una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran
recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de
santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era
amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María
en Maida Vale.
Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de
Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente
Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a Jorge Waring, subía al
pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su
muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama
blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote
se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal
del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que
despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y
que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
–¿Estás lista? –preguntó.
–Todavía
no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió
dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de
nuevo a la cama.
–Ahora no tendrá miedo.
–No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
–La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
–Será en mi confesión.
–¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios.
Recordó
su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de
Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible.
No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía
otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:
–Me
sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis
pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en
los seres queridos. – Después recibió la extremaunción. Pidió al
sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la
tuvo así hasta que él la oyó murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía
que era horrible y es la dicha, la dicha.
Harriet permaneció unas
horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era
familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el
crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia
cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación
con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo
misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una
mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y
dos años.
Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser.
Luego,
súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en
zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se
inclinaban en todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla
transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La
cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de
vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había
quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris
amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era
la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano.
Abrió la puerta y entró.
Había vuelto a espacio y tiempo
definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente.
Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo,
permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.
Sabía
para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave
hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió
la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la
sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció
Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde
estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que
decirle.
Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y
no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se
confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló
ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto,
cortándole el paso.
Las luces de las naves laterales iban
apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en
esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un
altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces
recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era
Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete
años. Estaba libre de él para siempre...
Cuando salió al atrio de
la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que
recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de
Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por
la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía;
fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños
innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un
descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una
ventana opaca; allí sintió el horror del lugar. Ya no se acordaba de la
iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso
retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.
Pero
había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos
los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el
corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro
corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta
torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el
número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder.
Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos
mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal,
oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la
arrojó a la calle.
Lo extraño es que estaba fuera del tiempo.
Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no
se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por
suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el
espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde
no sucedió.
Caminaba por un camino blanco, entre campos y
colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua
casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y
se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas,
ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la
sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar
Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo
miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto.
Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si
estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.
La cara
muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó
la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y
los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se
abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.
El
cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se
quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y
correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha,
el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los
abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino
cruzaba la aldea.
Si pudiera retroceder aún, estaría segura,
fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven
pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven;
sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de
una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el
Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los
muros del parque de su niñez.
Estas cosas parecían insustanciales,
tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se
dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los
muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y
en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.
Entró.
La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una
mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba
la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la
servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado.
Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor
del vino.
–Yo sabía que vendrías.
Comió y bebió en silencio,
postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se
afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y
casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de
alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la
salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo
dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en
la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose.
–Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
–Pero terminó. Terminó para siempre.
–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.
–No. Me voy ahora mismo.
–No puedes. La puerta está con llave.
–Oscar, ¿por qué la cerraste?
–Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.
–Es
inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás
postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.
Se
sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de
una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras
apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de
uno al otro, aunque se arrastraban en contra.
De repente, sus
rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el
terror. Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque,
donde Oscar no había
estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su
memoria fue limpia y joven. Caminaba ahora por la senda en el campo,
hasta donde la esperaba Jorge Waring. Llegó. El hombre que la esperaba
era Oscar Wade.
–Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus .recuerdos.
–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge
Waring? ¿Tú?
–Porque les tomé su lugar.
–Mi amor por ellos fue inocente.
–Tu
amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el
porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
–Me iré lejos.
–Esta vez iré contigo.
El
cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba
sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba
del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.
Luego
bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos
por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de
la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a
lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su
inmortalidad.
–¿Hasta cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
–¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno.
–Sí, no puede haber nada peor.
–Esto
no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos
ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero
pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá.
En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos,
más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En
la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta
con llave. Yaceremos aquí, para siempre.
–¿Por qué? ¿Por qué? –gritó ella.
–Porque eso es todo lo que nos queda.
La
oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas
más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para
romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos
había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped
con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en
el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su
madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.
Sólo
el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era
diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón
de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint
Pierre.
May Sinclair fue el seudónimo de Mary Amelia St. Clair
(1863-1946), una prolífica escritora británica autora de varias docenas
de novelas, relatos cortos y poemas. Su inclinación por el relato de
terror la incluye dentro de las pocas feministas dedicadas al género.
May Sinclair nació en Rock Ferry, condado de Cheshire, Inglaterra. Su padre fue un marino eficiente y un alcohólico vocacional. Su madre, en cambio, eligió otros vicios, entre ellos, una estricta espiritualidad religiosa. El último ingrediente para formar la personalidad de May Sinclair surgió cuando cursaba sus estudios en el Cheltenham Ladies College, momento en el que debió hacerse cargo de sus cuatro hermanos, quienes sufrían distintos problemas cardíacos.
Para sostener económicamente a su familia, May Sinclair hizo lo que mejor hacía: escribir; sin resignar un ápice de sus creencias. Todas sus obras, aún las que exploran un horror atávico más elegante que visceral, debaten sobre la posición de la mujer en la sociedad.
Alrededor de 1913 May Sinclair comenzó a interesarse por las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud, y rápidamente las introdujo en sus novelas. Un año después se alistó en el cuerpo de enfermeras que asistió a los heridos en el frente de Flandes durante la Primera Guerra Mundial; escenario donde pudo contrastar las miserias humanas con el heroismo anónimo.
Ya en 1930 May Sinclair comenzó a manifestar los primeros síntomas del Parkinson, que eventualmente cesarían con su muerte en 1946.
En 1897 publicó su primera novela, Audrey Craven, a la que siguió The Divine Fire (1904), que fue un éxito. En 1908 era ya una escritora consagrada, una conocida sufragista y una figura en los círculos literarios londinenses. En 1922 acuñó el célebre término «corriente (o flujo) de conciencia».
May Sinclair nació en Rock Ferry, condado de Cheshire, Inglaterra. Su padre fue un marino eficiente y un alcohólico vocacional. Su madre, en cambio, eligió otros vicios, entre ellos, una estricta espiritualidad religiosa. El último ingrediente para formar la personalidad de May Sinclair surgió cuando cursaba sus estudios en el Cheltenham Ladies College, momento en el que debió hacerse cargo de sus cuatro hermanos, quienes sufrían distintos problemas cardíacos.
Para sostener económicamente a su familia, May Sinclair hizo lo que mejor hacía: escribir; sin resignar un ápice de sus creencias. Todas sus obras, aún las que exploran un horror atávico más elegante que visceral, debaten sobre la posición de la mujer en la sociedad.
Alrededor de 1913 May Sinclair comenzó a interesarse por las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud, y rápidamente las introdujo en sus novelas. Un año después se alistó en el cuerpo de enfermeras que asistió a los heridos en el frente de Flandes durante la Primera Guerra Mundial; escenario donde pudo contrastar las miserias humanas con el heroismo anónimo.
Ya en 1930 May Sinclair comenzó a manifestar los primeros síntomas del Parkinson, que eventualmente cesarían con su muerte en 1946.
En 1897 publicó su primera novela, Audrey Craven, a la que siguió The Divine Fire (1904), que fue un éxito. En 1908 era ya una escritora consagrada, una conocida sufragista y una figura en los círculos literarios londinenses. En 1922 acuñó el célebre término «corriente (o flujo) de conciencia».
Semblanza biográfica: compartelibros.com. Texto: El cuento del día. Foto:Internet