La poesía de José Emilio Pacheco es impecable, tallada con la materia de las palabras duraderas
Pacheco, junto a la reina Sofía, el día de la entrega del premio Cervantes en 2010. / Uly Martín./elpais.com |
Quienes contemplamos la escritura desde la atalaya de la edad sabemos
muy bien que una cosa es la creación literaria y otra el mundo
literario. Sin embargo, a veces, como un milagro que da alegría, ambas
visiones se funden intensamente y entonces nuestro gozo es mucho,
abandonamos el pesimismo y damos por bien utilizada la vida que
plenamente hemos dedicado a la literatura. Ésta es la primera idea que
me viene a la cabeza cuando me comunican la muerte del poeta mexicano José Emilio Pacheco, pues esa fusión ideal entre obra y vida se dio durante mi último encuentro con este poeta en la Feria del Libro de Guadalajara de 2011, en México, cuando él presentó la edición de mi Obra poética completa.
Confluyeron muchas sintonías vivenciales en aquel acto, pero sobre
todo la de ver la gran sala llena de público, que yo pensaba que se
debía, claro, a la presencia de José Emilio y no a mi libro. Nada nuevo,
por otra parte, si tenemos en cuenta el respeto y el fervor que en
América se tienen hacia la poesía y los poetas. Poesía y vida, por
tanto, en plenitud, fundidas, como debe ser, y aunque él hubiese llegado
a la sala sentado en una silla de ruedas, señal de que su salud no iba
bien. Pero enseguida se puso de pie y la presencia de su esposa
Cristina, muy popular periodista y escritora, y de su hija Laura Emilia
afervoraron el ambiente.
La segunda idea que viene a mi cabeza, tras su muerte, es más
sustancial y menos personal. Me refiero a que a la poesía de José Emilio
Pacheco le estuvo destinada la difícil tarea (y el don) de abrir nuevos
caminos en la rica “selva” de la poesía latinoamericana del siglo XX,
repleta de grandes maestros, y no pocos de ellos de México (López
Velarde, Gorostiza, Efraín Huerta, Paz, Sabines, por citar sólo las
corrientes más fértiles). ¿Cómo abrir, pues, nuevos caminos después de
ellos?
Lo cierto es que la poesía en español que nos llega de América sigue
siendo llamativa y de un alto “voltaje” expresivo, incluso la de los más
jóvenes; pero a Pacheco le tocó abordar el reto de vivificarla en la
encrucijada de la década de los 50, en un libro como Los elementos de la noche o, luego, con El reposo del fuego.
Su arte poética descrita ya en aquel tiempo en solo dos versos
(“Tenemos una sola cosa que describir:/este mundo)” recuerda la
sentencia del poeta sufí, aquella de que el mundo es una realidad
absoluta y no local o sectaria.
De ahí la carga intelectual, culta, que ya entonces aportó a sus
poemas, el anecdotario universalista de éstos, pero también ese lenguaje
enriquecido, tan propio de aquellos países, que tiene siempre presente a
la naturaleza como maestra (en su caso con la presencia notable y sabia
de los animales). La suya es, sobre todo, una poesía burilada, de
ejemplar concisión, pero no hay que olvidar esa riqueza verbal, nacida
del ingenio no de la mera retórica, que al final expresará incluso
mediante el poema en prosa (La arena errante).
“Escribir es tarea de Sísifo. No hay obras acabadas, sólo obras
abandonadas”, escribió en una nota que él puso a uno de sus libros (Tarde o temprano,
Fondo de Cultura Económica, 2004); volumen que él me regaló durante una
de sus varias estancias en Salamanca, ciudad donde era y es muy
querido. Su poesía, pues, como un gran reto superado. Impecable,
concreta, tallada con la materia de las palabras duraderas. Esas que
nunca se olvidan, pues nos hacen sentir y pensar. Y siempre con la
emoción contenida, inteligente.
Cuatro poemas:
- Tacubaya, 1949, (de Irás y no volverás).
- Fin de siglo (de Desde entonces, II).
- Las dos primeras estrofas y la última del poema 'Caín', (de Miro la tierra).
- Rubén Darío en el burdel (de La arena errante).