Laing sigue el rastro de seis vidas de escritores alcohólicos marcadas por el talento y el desastre
John Cheever, en un retrato de 1979. /The New York Times./elpais.com |
Cada escritor sigue inclinaciones poderosas que se repiten
transformándose de un libro a otro. Olivia Laing tiende a escribir sobre
los itinerarios geográficos de vidas con finales desastrosos. Su primer
libro, To the River, cuenta un viaje a lo largo del río Ouse, donde se dejó morir ahogada Virginia Woolf,
adentrándose en él con los bolsillos llenos de piedras. El segundo
traza un itinerario mucho más largo, no a través de Reino Unido, sino de
toda la amplitud de Estados Unidos. En The Trip to Echo Spring,
Olivia Laing viaja de Nueva York a Nueva Orleans, de Nueva Orleans a
Key West en Florida, de Florida hacia el Norte, hasta Saint Paul, en
Minnesota, y de Saint Paul hacia Port Angeles, en la costa noroeste del
Pacífico, donde Raymond Carver
murió en 1988 de cáncer de pulmón, después de veinte años de
alcoholismo y espanto, y diez años breves de serena felicidad. En avión,
en coches alquilados, pero sobre todo en trenes, en los trenes
destartalados y eternos de Estados Unidos, que cruzan el país en viajes tan
largos como los de sus ríos mayores, Olivia Laing sigue el rastro de
seis vidas de escritores alcohólicos, las seis marcadas por el talento y
el desastre, solo dos de ellas concluidas en la curación. En Nueva York
se aloja en el hotel Elysée, en la zona agitada y turística de la
proximidad de los grandes teatros, donde Tennessee Williams
murió una noche de junio de 1983, devastado por el alcohol y los
barbitúricos, solo como un perro, atragantándose con el tapón de
plástico de un bote de colirio para los ojos, rodeado de frascos de
medicinas, drogas legales e ilegales, ceniceros llenos de colillas, ropa
sucia, papeles desordenados, botellas de vino a medio beber. En esa
época Tennessee Williams llevaba más de dos años sin estrenar y todas
sus últimas obras habían sido fracasos de público y recibido críticas
crueles. En el vestíbulo del hotel, en los restaurantes cercanos, en los
bares de chulos que frecuentaba, Williams era un espectro familiar y
patético. Tuvo que morirse para que los mismos críticos que se habían
ensañado tan sin misericordia en sus obras tardías accedieran a celebrar
el mérito indeleble de las mejores que había escrito, las que treinta
años después de su muerte perviven con la misma belleza que cuando se
estrenaron, con su desmesura y su poesía. En una de ellas, La gata sobre el tejado de cinc caliente,
un personaje tullido y borracho dice que va a hacer un pequeño viaje a
Echo Spring, el manantial de los Ecos. Es un viaje hasta el mueble bar, y
ese nombre que suena a refugio arcádico es una marca de bourbon.
Alcohol y no agua fluye del manantial de los Ecos. La misma sed
destructiva que no se le saciaba a Williams ni a sus personajes afligió
durante la mayor parte de su vida a John Cheever,
incluso en los años en los que exteriormente disfrutaba de más éxito,
los mismos de los grandes estrenos de Tennessee Williams en Broadway. En
los cuentos de John Cheever la perfección luminosa del mundo tiene un
punto turbio de ginebra cruda en ayunas, un espanto de vergüenzas
secretas.
A nadie se le ocurre hacer romanticismo del cáncer y de la literatura, pero todavía queda quien asocia bebida y talento
Los itinerarios de Olivia Laing se superponen a las vidas
entrecruzadas de los escritores alcohólicos. Una de las últimas obras de
Tennessee Williams, un fracaso tremendo, trataba de la vida de Scott Fitzgerald. A Fitzgerald, después de muerto, lo calumnió y lo ridiculizó vilmente Ernest Hemingway,
que al ensañarse en la decadencia alcohólica de su antiguo amigo
encubría su propia exasperada dependencia, los muchos terrores e
inseguridades que intentó esconder detrás del espectáculo de ruda
masculinidad de su personaje público. En Key West, Tennessee Williams
conoció a Hemingway unos años antes de que se suicidara, y aunque al
principio se sintió amedrentado por su fama de agresivo hombretón luego
lo encontró cordial, nada hostil, y se fijó en que parecía enfermo y
tenía los brazos muy flacos. En 1961, cuando el poeta John Berryman leyó
en el periódico que Hemingway se había quitado la vida, adivinó que lo
había hecho disparándose un tiro en la cabeza, igual que había hecho su
padre. Berryman, como Hemingway, era alcohólico e hijo de un padre
suicida, y también él se quitó la vida, en 1972, en Minneapolis,
arrojándose al Misisipi desde la barandilla de un puente. Como John
Cheever y Raymond Carver, fue profesor en el taller de escritores de la
Universidad de Iowa, e igual que ellos dejó tras de sí una leyenda de
borracheras y calamidades, aunque también de entrega al oficio de
escribir y a la enseñanza entusiasta de la literatura.
En 1973, cuando llegó a dar clases a Iowa, John Cheever era un
maestro célebre, con modales y acento de clase alta de Boston. El joven
Carver al que conoció allí había publicado un par de libros de poemas y
algunos cuentos en revistas minoritarias, y tenía aspecto de lo que era,
un trabajador manual, hijo de la clase obrera y de la pobreza
americana, con camisas de cuadros, manos grandes manchadas de nicotina y
patillas pobladas. Se conocieron cuando John Cheever se presentó en la
habitación de Carver con un vaso vacío, sosteniéndolo en alto mientras
el discípulo obsequioso lo llenaba de ginebra hasta el borde. Antes de
las nueve de la mañana, cuando abrían las tiendas de licores, Cheever y
Carver ya estaban esperando mal abrigados contra el frío para comprar
garrafones de whisky barato.
De los seis escritores a los que sigue Olivia Laing, solo ellos dos
vencieron la dependencia del alcohol. Gracias a eso, y a diferencia de
los otros, escribieron algunas de sus mejores obras en los años últimos
de sus vidas. En Port Angeles, en los arroyos veloces y resplandecientes
de los bosques, en la bruma lluviosa de la orilla del Pacífico, Laing
reconoce los escenarios de esos poemas extáticos de Raymond Carver en
los que la plenitud de la vida y de la naturaleza le hacen pensar a uno
en la poesía china, en los grabados contemplativos japoneses. Libre del
alcohol, John Cheever se desprendió también de la vergüenza sexual que
había alimentado bebiendo, aunque él creyera que el alcohol le ayudaba a
mitigarla y lo protegía contra ella: el bebedor torturado por deseos
homosexuales disfrutó en sus últimos años de sobriedad una tranquila
relación con un hombre más joven. En las fotos tardías, John Cheever es
un desconocido. Montaba en bicicleta, disfrutaba del amor, asistía a las
reuniones de Alcohólicos Anónimos, escribía su mejor novela, la última,
la mejor trabada, la más franca y poética, la más sabia y entre dulce y
amarga de todas, Falconer.
A Cheever lo mató con 71 años un cáncer de hígado; a Raymond Carver,
con 50, un cáncer de pulmón. A nadie se le ocurre hacer romanticismo del
cáncer y de la literatura, pero todavía queda por ahí quien asocia la
bebida con el talento literario o artístico. Pero al único sitio a donde
lleva el viaje del alcohol es al sufrimiento, el deterioro y la ruina.
Cuando Olivia Laing termina su itinerario americano y toma un avión de
vuelta a Reino Unido se le nota mucho el alivio de estar huyendo de
tantos fantasmas quejumbrosos.
The Trip to Echo Spring: On Writers and Drinking. Olivia Laing. Picador. 2013. 352 páginas.