En La Guajira, casi en el límite con Venezuela, una minera avanza
sin freno contra el asentamiento Tamaquito II, donde todavía viven 32
familias. Una crónica de la amarga resistencia de un pueblo para
conservar sus ritos ancestrales
ARCOS Y FLECHAS. De su herramienta y arma para alimentarse, había pasado a ser un juego pero volverá a ser arma si no los escuchan./Rodrigo Grajales. |
TRADICIONES WAYUU. La médica de la tribú, hilando./Rodrigo Grajales. |
TRADICIONES WAYUU II. Además del arco y la flecha los jóvenes de la tribú practican la lucha./Rodrigo Grajales. |
EL PATRIARCA. José Alfonso Epieeyu Fundador del asentamiento Tamaquito II. /Rodrigo Grajales. |
LOS DUEÑOS DE LA TIERRA. Los jóvenes Wayúu reclaman que se preserven sus tradiciones. /Rodrigo Grajales./Revista Ñ |
En Tamaquito II, un asentamiento de los indios Wayúu en La
Guajira, al norte de Colombia, las familias mantienen vivo un rito
ancestral. Cavan un hueco cerca de su Pichi (refugio, casa para el
occidental) y entierran allí el ombligo de los recién nacidos. Marcan el
lugar, para no olvidar de dónde son. Se conectan con el territorio. Ya
enterraron más de 150 ombligos. El último, el de Geovanni Camilo
Fuentes, un bebé de dos meses, hijo de Sandra Paola Bravo Epieyuu. Nunca
los desentierran. Se van sumando cada vez que viene un nuevo miembro de
la familia. Sin embargo, aunque hay dos mujeres embarazadas en el
asentamiento, no saben dónde enterrarán sus ombligos. Tamaquito II será
reubicado.
En 1965, cuando don José Alfonso Epieyuu llegó a
Tamaquito jamás imaginó que el lugar y los ritos de su gente estarían en
peligro. Venía de la Alta Guajira, por Lagunita, pasó luego al
Descanso, y deambuló por la Serranía de Perijá. Nunca cercó, nunca tuvo
en cuenta los límites. Para él, para su pueblo, la tierra es de quien la
trabaja. El territorio pertenecía a todos los Wayúu, el mayor pueblo
indígena de Colombia, con cerca de 400 mil personas que viven casi todas
en La Guajira. Viven sin divisiones, ni mallas, con la libertad de
andar y trabajar donde quieren. Don Alfonso llegó allí caminando,
siguiendo la tradición nómada de los Wayúu. Era su territorio, pero no
sabe si lo seguirá siendo.
La principal amenaza son las varias
multinacionales que se apoderaron de miles de hectáreas para extraer
minerales. Una de ellas, El Cerrejón, una firma que explota el carbón,
en su proyecto de expansión pretende quedarse con más terrenos todavía.
Avanza como la locomotora minera, a todo vapor. En 2011, vendió 32,3
millones de toneladas, pero quiere llegar, pronto, a exportar 500
millones de toneladas. Don José Alfonso y su comunidad no duermen
tranquilos.
Tamaquito II, un territorio poblado por 32 familias,
195, personas, está a una hora en mula de Venezuela. El camino ya
desdibujado, expropiado por la multinacional, los ha cercado. Por ahí ya
no pueden transitar. Pero a uno y otro lado de esa frontera que para
ellos no existe viven cientos de hermanos de la familia Wayúu. Los de
Tamaquito tendrán que irse, exiliados de su lugar ancestral, el mismo en
el que entierran su ombligo, guardan sus recuerdos, dialogan con sus
espíritus, practican sus rituales de pueblo originario.
“Estamos
dispuestos a usar nuestras flechas para defender lo que nos pertenece”,
avisa Jairo Fuentes, un joven líder que en 2005 fue electo gobernador y
que pertenece al clan de los Pushaina. Fuentes lidera la lucha de Wayúu
en Tamaquito, que se organiza a través de los clanes, grupos de
familias con la autoridad y el poder para ejercer autoridad dentro de su
estructura. Y dará pelea.
En estos últimos años, el
ejército acampó varias veces cerca del asentamiento. Ellos los dejaban,
pese a que escuchaban sus reuniones y asambleas. Más tarde decidieron
denunciarlos, cuando el ministro de defensa era el actual presidente,
Juan Manuel Santos. Les preocupaba convertirse en falsos positivos (el
ejército colombiano tiene varias denuncias por matar a civiles y luego
hacerlos pasar como guerrilleros). Y dejaron una advertencia, a modo de
defensa. Si volvían a espiarlos estarían dispuestos a enfrentarlos:
volverían a usar las flechas.
“Sabemos que el batallón Gustavo
Matamoro cuida el territorio, pero protegen los intereses de la
empresa”, reclama Fuentes. Este año volvieron a denunciarlos por
invasión de su territorio. Lograron un acuerdo: la fuerza pública debe
estar a más de 2 kilómetros de distancia de su predio. Ya no confían.
Armaron una guardia indígena. Los mayores usan el bastón como sinónimo
de respeto, y los jóvenes llevan el arco y las flechas; se ubican entre
los árboles, mimetizados, manteniendo el orden, cuidando sus plantas
ancestrales y sus animales, diezmados por los intrusos que talan sus
bosques y pescan con explosivos. Sus vertientes, arroyos, fuente de la
espiritualidad, fueron contaminadas por la mina, por el polvillo que
llega con los vientos. Las explosiones ahuyentan a los monos aulladores,
tampoco ha vuelto el tigre ni el león, quedan iguanas y conejos, más
unos ñeques y zainos. Su enemigo, así lo llaman, es El Cerrejón.
En
el asentamiento, de apenas 10 hectáreas, se ven unos pocos chivos,
cerdos y gallinas. Allí cultivan la yuca, el maíz, el frijol guajiro, el
filo, la malanga, el ñame. El arco y la flecha, que los ancestros
usaban para cazar, para alimentarse, había pasado a ser un juego
tradicional para los actuales Wayúu. En Tamaquito II vive el campeón
departamental. Pero ahora los jóvenes empuñan sus arcos y flechas
desafiantes. Les pregunto para qué lo usan. “Para jugar”, responden. Eso
esperan.
Pero al mediodía una explosión los perturba. No se han
acostumbrado, cada vez que suena se estremecen, se asustan y el cielo se
cubre de gris. La contaminación le daña la piel, les hace doler la
cabeza. Sufren infecciones respiratorias y digestivas. Si hasta los
chivos han mermado el parir. Tras el impacto salen a recorrer el
territorio. Yurani Mileni Fuentes, una artesana de la comunidad que teje
unas manillas, se queda. Entra a su casa, su territorio simbólico,
afuera yace enterrado el ombligo de su hijo Adrián, no quiere
desenterrarlo.
Pero muchos se resignan. No queda más que la
reubicación. El Cerrejón ideó el proyecto, un lugar al que no quisieran
trasladarse, porque los sitios ancestrales no se mudan así como así. Los
de El Cerrejón dicen en los documentos de reubicación que “las
comunidades Wayuu no tienen tradición territorial y mucho menos
referentes simbólicos, míticos y culturales que los aten a esta tierra”.
Así justifican el traslado. Cuatro comunidades más, Roche, Patilla,
Las Casitas y Chancleta, también serán trasladadas. “Por qué, si aquí
vivimos bien y alegres” dice Dayana Solano de 15 años, quien va todos
los días a estudiar a Barranca.
En Tamaquito II no se quieren
trasladar. Pero si finalmente los doblegan, exigirán que esas 10
hectáreas se conserven como un sitio sagrado. “Pedimos que no lo toquen,
que respeten las tradiciones”, dice Jairo. Les ofrecieron tierras en
otro lado, y casas nuevas de unos 3 metros cuadrados, como las que
hicieron a los reubicados de Patilla –otro lugar comprado por la
multinacional. No les alcanza ni para colgar su chinchorro el espacio.
Por ahora, está el acuerdo de las tierras y de las nuevas viviendas. Lo
más fuerte de la negociación es el valor cultural, natural y simbólico.
No es negociable, exigen que quede como está. “En el otro lugar los
espíritus no nos conocen y los de acá no se pueden llevar”, dicen.
Tampoco los 150 ombligos que están enterrados.