Gabriel García Márquez: Homenaje: 85.45.30*
Mientras el novelista y un profesor reconstruían la vida del Nobel, los dos luchaban contra el cáncer
Gerald Martin, autor de la biografía de Gabo: Una vida/eltiempo.com |
En 1995, cinco años después de embarcarme en una biografía de Gabriel
García Márquez, me enfermé. Trabajaba en la Universidad de Pittsburgh,
pues en 1992 había viajado de Europa a Estados Unidos, para vivir en
el Nuevo Mundo.
En mayo volví a Londres para las vacaciones y una hora después de
aterrizar, mientras conducía, noté que algo me pasaba. No fui al médico
de inmediato porque mis hijas estaban terminando sus estudios en
Oxford y Cambridge, y todo dependía de los exámenes finales. A pesar
de no haber sufrido ninguna enfermedad en 45 años, intuí que tenía
cáncer.
Regresé a Pittsburgh en julio y fui a ver a mi médica. Cuando entré a
su consultorio, exclamó: "Dios mío, ¿no sabes lo que tienes?". "¿Cómo
voy a saber?", le dije. "Tienes un linfoma", me contestó (tenía el
cuello muy hinchado).
Fue la primera vez que escuché esa palabra. Más tarde sabría que
Jacqueline Onassis (1994), Louis Malle (1995) y el rey Hussein de
Jordania (1999), entre otros, murieron de linfoma. Tuve suerte. No hay
mejor lugar que Pittsburgh si tienes cáncer y yo, además, tuve una
oncóloga de su famoso instituto que parecía una hada madrina. Cancelé el
viaje a Bogotá que había planeado para el resto de julio y agosto -en
esos momentos pensé que a lo mejor nunca más volvería a Colombia- y
empecé seis meses de quimioterapia.
Fue duro, pero sobreviví. Durante la quimioterapia seguí como director
del programa (de literatura hispánica) en Pittsburgh y con la
biografía. En 1996 fui con mi esposa a pasar el verano en el sur de
Francia, en una casa donde, durante los siguientes diez años, tendría
mis mejores momentos de composición de la biografía.
Desde que me enfermé no había contactado a Gabo (en parte porque
imaginaba que la muerte seguía aterrando al niño de Aracataca que él
lleva dentro y no quería que me asociara con aquel miedo primitivo;
además, un inglés no se queja). Pero un día recibí una llamada de Carmen
Balcells, su agente literaria -su "supermán"-, anunciándome que me
había pillado en la campiña francesa porque Gabriel García Márquez
quería hablar conmigo. En seguida escuché esa voz cálida y lacónica:
"¿Cómo estás? Por el número de teléfono, calculo que estás cerca de
Angoulême..."
Me dijo que quería enviarme su nuevo libro, Noticia de un secuestro.
Llegó a los dos días, dedicado: "A Gerald Martin, el loco que me
persigue".
En los años siguientes nos fuimos acercando. En diciembre de 1996 y
enero de 1997 estuvimos en La Habana, adonde fui a hablar con Fidel
Castro, y México. Gabo me dijo entonces que, para él, entre todos los
políticos colombianos sobresalía un tal Juan Manuel Santos y que algún
día sería presidente y uno muy bueno. "Imposible", dije, "¿otro Santos
en la Presidencia? No va a pasar". No le gustó mi reacción.
Más llamadas inesperadas
En septiembre de 1997 estuve con él en Washington, cuando la
Universidad de Georgetown celebró sus 50 años de escritor gracias a
los buenos oficios de César Gaviria. Allí, Gabo y Mercedes conocieron
finalmente a mi esposa.
En 1998, dos días después de la muerte de mi madre, recibí una llamada
de Gabo -en casa de mi mamá, para gran sorpresa mía, gracias a la
"supermán" catalana- y una vez más no mencioné mi trauma. En noviembre
tuve la experiencia de presentarle a Gabo al público de Guadalajara,
cuando leyó -por primera vez-, en el paraninfo de la universidad, las
primeras páginas, totalmente inolvidables, de sus memorias, Vivir para
contarla.
Llegamos a 1999. Yo, inseguro de cuántos años podía tener por delante y
devastado por la muerte de mi madre, renegocié mi contrato. De ahora
en adelante pasaría 4 meses al año en EE. UU. y el resto, en Inglaterra,
con mis hijas, y en Francia. Pero en septiembre, durante mi semestre
en Pittsburgh, recibí otra llamada inesperada de Gabo. "Ahora somos
colegas", dijo. Él también se había enfermado. De linfoma.
Quedamos en vernos cuando su situación se aclarara. Mientras tanto,
seguí con mis chequeos. A pesar de haber estado, aparentemente, en
remisión, un examen ultrasónico reveló una posible recurrencia. La
oncóloga me dijo que la única posibilidad era someterme a otros seis
meses de quimioterapia. Le dije que no. Quedamos en discutirlo cuando
volviera a Pittsburgh. Al día siguiente viajé a México a ver a Gabo,
embarcado en algo similar entre México y Los Ángeles, donde vivía su
hijo Rodrigo y donde los oncólogos son, también, muy renombrados.
Lo que más me impresionó fue la valentía con la que Gabo -delgado y
casi sin pelo- enfrentaba su situación. Es verdad que Mercedes lo mimaba
-recuerdo que exigía helado al final de cada comida y se quejaba
ruidosamente cuando no había-, pero no encontré al Gabo miedoso que
aquel niño asustado de Aracataca había proyectado en tantas entrevistas
desde Cien años de soledad.
No pude mencionar mi situación. Al contrario, los tres celebramos mi
salud y hubo un intercambio alegre de síntomas y remedios en que el
biógrafo ya curado dio consejos al biografiado aún doliente, pero cuya
situación se daba por excepcionalmente prometedora.
Yo conocía bien México. Allí leí Cien años de soledad, en 1968, meses
después de su publicación. Lo leí poco después de leer la novela de mi
compatriota Malcolm Lowry Bajo el volcán, cuyo escenario es Cuernavaca,
donde Gabo y Mercedes tendrían una casa.
Por la ventana de mi hotel veía, hacia el sur, el volcán Ajusco, el
punto más alto del Distrito Federal. Y casi al lado del hotel (se
llamaba El Paraíso) estaba el sitio arqueológico de Cuicuilco. No me di
cuenta al hacer la reservación.
En la casa de El Pedregal
Pese a haber vivido en la ciudad y haberla visitado más de 20 veces, y
a pesar de haber estudiado las culturas prehispánicas de Mesoamérica,
nunca había visitado Cuicuilco, "el lugar donde se hacen cantos y
danzas", devastado hace 2.000 años por una erupción volcánica, cuyo
derrame de lava creó el Pedregal de San Ángel.
Tenía un interés especial en su Gran Pirámide. Tras diez años de
seguir el hilo laberíntico de la vida de Gabo y creer en las
supersticiones, me parecía perfectamente racional, pues había firmado el
contrato para escribir la biografía días después de visitar la Gran
Pirámide de Guiza, en Egipto.
Caminé a diario por las ruinas del lugar, dedicadas a Huehueteotl, el
dios viejo del fuego, y a Xiuhtecuhtli, el dios del año, de la
dualidad, de los volcanes y del fuego que renace. Y después caminaba a
la calle del Fuego, en Pedregal, donde vivían Gabo y Mercedes y donde
tuvimos, él y yo, durante aquella visita, las conversaciones más
íntimas de toda nuestra curiosa relación.
Caminando me preguntaba, nuevamente, naturalmente, si ésta sería mi
última visita a México, si volvería a visitar a aquel hombre tan
importante en mi vida, si yo, si Gabo...
Pero a pesar de que el Ajusco es un volcán extinto y de que Cuicuilco
es la morada de los muertos sacrificados, ambos sobrevivimos. Gabo
terminó su autobiografía tres años después y yo, tras un tratamiento
experimental de tres semanas, logré acabar mi libro.
Pues nunca se sabe. Sobrevivimos para contarla.
Septiembre del 2012
Gerald Martin.
Para EL TIEMPO
Doctor en Lenguas de la U. de Edimburgo. Autor de Gabriel García Márquez: Una vida.
Para EL TIEMPO
Doctor en Lenguas de la U. de Edimburgo. Autor de Gabriel García Márquez: Una vida.
Cien años de soledad o El Embrujo de la Palabra en la Novela Total
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Café Literario Bibliófilos: Cien años de soledad o el Embrujo de la Palabra en La Novela Total. Sábado 20 de Octubre: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. BibloRed.Bogotá. Colombia
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Café Literario Bibliófilos: Cien años de soledad o el Embrujo de la Palabra en La Novela Total. Sábado 20 de Octubre: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. BibloRed.Bogotá. Colombia