Varios volúmenes profundizan en la prolífica relación entre literatura y animales domésticos
“He conocido perro malvados y bondadosos, estúpidos e inteligentes,
pero no podría vivir sin ellos. Los griegos decían que una casa no es un
hogar si no tiene una golondrina anidando bajo su alero, y en mi
opinión una casa no es un hogar si no tiene un perro”, escribe Gerald
Durrell en el prólogo de Las mejores historias sobre perros. Una recopilación de relatos breves firmados por autores clásicos y protagonizados por canes que la editorial Siruela ha reeditado junto a Las mejores historias sobre gatos y, este mismo mes, Las mejores historias sobre caballos.
Tres tomos que vienen a desbordar las baldas de las librerías dedicadas
a ese subgénero cada vez más pujante dentro del mercado español.
Rozándose las tapas con ellos, otras novelas consagradas a la relación
entre literatura y animales domésticos como la recién publicada El paraíso de los gatos y otros cuentos gatunos (Nórdica) o Perros, gatos y lémures (Errata Naturae), lanzada el año pasado.
El delirio por esta temática en países como Reino Unido o Alemania es
tal que existen catálogos dedicados exclusivamente a historias de
mininos. Sin llegar a esos niveles, Elena García Aranda, editora de
Siruela, asegura que en España funciona más que bien. “El público que
comparte la pasión por los animales y la literatura no es pequeño. Y a
toda esa gente le gusta leer a los escritores que admira hablando de
mascotas o de animales, una vivencia que comparten con ellos y en la que
se ven reflejados”, coincide Irene Antón, editora de Errata Naturae.
Los animales han transitado por la narrativa antes incluso de que se
fijara en papel. Baste recordar que el primer ser en reconocer a Ulises
de vuelta a Ítaca no es otro que su fiel can, Argos. Desempeñan
roles relevantes, como detalla García Aranda, en las antiquísimas
parábolas con moraleja, en las fábulas grecolatinas y en los cuentos
persas. Aparecen en la Biblia y también en el Corán, donde una aleya
habla de la relación entre Mahoma y su gato. “Además, en cualquier época
de la historia, los escritores siempre han sido seres solitarios que, a
veces, tienen una relación mas estrecha y empática con las mascotas con
las que comparten su casa que con otros seres humanos, por esa
característica intrínseca de su oficio que les obliga a estar atado a un
escritorio durante horas”, resume la editora de Siruela. Ernest
Hemingway, por ejemplo, vivió en La Habana con una veintena de gatos y
un número indeterminado de perros.
“Marguerite Duras ni siquiera escribía en el jardín, allí, decía,
siempre había un gato, un pájaro, una ardilla… Ella quería la soledad
absoluta, la casa encerrada sobre su propio ser. Para otros escritores,
en cambio, la soledad incluye aquello que Duras excluye: un animal, un
ser que no es humano, que no habla o interrumpe, que nos deja solos
pero, al mismo tiempo, nos acompaña”, escribe Andrés Trapiello en el
prólogo de Perros, gatos y lémures.
Quizá por esa íntima relación, Cortázar introdujo a su minino –llamado Teodoro W. Adorno- en algunas obras como Rayuela o Más sobre filosofía y gatos. Virginia Woolf narró en El final los últimos días de Flush, trasunto de una perra suya muy querida. Y Raymond Chandler confesó en sus escritos que su gata Taki,
sentada rotunda sobre los folios, parecía decirle: “Lo que estás
haciendo no es más que una pérdida de tiempo, compañero”. La lista de
autores que recurren a mascotas en sus obras es interminable.
E incluye a escritoras españolas como Marta Sanz, que participó en Perros, gatos y lémures. La autora de Un buen detective no se casa jamás
(Anagrama) considera que, además de por razones sentimentales, los
escritores gustan de incluir animales porque resultan muy rentables
literariamente. “Nos permiten", argumenta, "liberar la imaginación, y
plantear hipótesis sobre sus pensamientos. Aportan un punto de vista
extrañado sobre la realidad que nos facilita verla mejor”.
Soledad Puértolas ha incluido a sus tres perros en la trama de Mi amor en vano,
(Anagrama) su última novela, “simplemente porque mientras escribía
estaban alrededor”. A diferencia de Sanz, considera que resultan
elementos muy difíciles de gestionar mas allá de la mera función
ornamental . “Hay que tener un punto de vista muy especial, coger una
distancia. En casos como el de Virginia Woolf constituyen experimentos
arriesgados que no pueden contarse entre lo mejor de su producción. Pero
he de reconocer que", agrega, "aunque a veces es un poco premioso,
cuando [J.R.] Ackerley habla de su perra Tulip [en Mi perra Tulip] resulta muy divertido”.
Pero los escritores no son los únicos miembros del mundo editorial
que mantienen un vínculo sentimental/profesional con estos seres
peludos. “Si eres ilustrador y no tienes gato es como si te faltase
algo”, sentencia Javier Olivares que ha puesto bigotes al protagonista
del cuento de Saki, Tombermory, dentro de El paraíso de los gatos.
¿La razón de tal relación de dependencia? “Son autónomos y no tienes
que sacarles a la calle. Pero como somos estéticamente más puñeteros que
la media, creo que nos atraen tanto porque están muy bien dibujados, se
mueven de forma sinuosa y son silenciosos”. Musas para lápices y teclas
que en compensación solo piden una caricia y unas bolitas de pienso.
Unos héroes muy bestias
En toda relación hay grados de compromiso. Y dentro de la que tejen
literatura y animales, el más alto lo ocupan aquellas novelas cuyo
protagonista absoluto resulta ser una fiera dotada de cualidades
humanas. Una fórmula que articula varias novelas destacadas por la
crítica en los últimos años.
Una de las que más éxito logró entre el público fue Firmin (Seix
Barral), en el que Sam Savage se autorretrata como un ratoncito de
Boston que devora los tomos que se apilan en el sótano de una librería,
como las obras de Jane Austen, que saben “bastante parecido a la
lechuga”. Y sueña con convertirse en un gran autor, aunque pronto
comprende que una rata culta es una rata solitaria. Un “poderosa
metáfora de las virtudes redentoras de la lectura”, tal y como la definió el crítico Javier Aparicio Maydeu.
Natsume Soseki analiza la burguesía Meiji a través de la sarcástica
mirada de un felino viejo, filosófico y sin nombre que no puede reprimir
los más incisivos comentarios sobre el clan de estrafalarios personajes
con los que le ha tocado vivir. Soy un gato (Impedimenta)
recién reeditado por Impedimenta, explota esa visión extrañada que,
según Marta Sanz, tan eficazmente se construye a partir de un personaje
animal, y que devuelve al lector un retrato sorprendente de la condición
humana en general.
Joseph Smith va más allá y trata de reproducir lo que sentirían y pensarían los animales salvajes en El lobo y El toro (ambos
en Mondadori). En estas obras, el autor trata de ponerse en su piel
mientras buscan alimento en el bosque, se enfrentan a caballos y perros,
además de describir los mecanismos que hacen dispararse el llamado
instinto animal. Y al hacerlo, habla también del sentido de la vida, de
la asunción de la responsabilidad y de nuestra relación con la
naturaleza, según explica el crítico José Manuel Sánchez Ron.