El novelista colombiano Evelio Rosero, advierte de que la falta de memoria explica mentiras y asesinatos
El escritor y periodista colombiano Evelio Rosero, en Segovia./Aurelio Martín./elpais.com |
Evelio Rosero nunca imaginó que fuera a escribir sobre el conflicto
que ha condicionado y arruinado la vida de millones de colombianos
durante décadas. Este novelista preparaba la publicación de un libro de
relatos fantásticos cuando Julio Daniel Chaparro, periodista de El Espectador,
poeta, editor y amigo suyo fue asesinado en Segovia, Antioquia. “Lo
hicieron arrodillar y lo mataron. En plena calle. No sabemos quién”.
Ahora, años después, su literatura sobre el conflicto le ha traído a
Segovia, España, al Hay Festival para hablar de sus libros, de un país
que, asegura, “se ve arrastrado hacia el abismo”, como los personajes de
sus obras. Camino del lugar donde se desarrollará la entrevista, la
conversación gira rápidamente hacia un conflicto que se cuela en la vida
de la gente y en la literatura del autor de Los Ejércitos (Tusquets)
a través del dolor. “Duele porque es inevitable”, asegura, “es una
realidad matutina, nocturna, que en cualquier momento se asoma a tu
vida, a tu trabajo, a tu relación personal”.
Conversación vespertina en una Segovia fría, un brandy para
el escritor y un güisqui para el periodista ayudan a entrar en calor y a
suavizar un poco las aristas de una realidad que el autor de Los Almuerzos (Tusquets) no ve de manera muy optimista. “No soy pesimista, ni escéptico” se defiende cuando se le pregunta por la vía de negociación que ha abierto el gobierno de Santos con las FARC,
“soy simplemente realista”. “Colombia es un país bello, con dos mares,
en el que no se puede salir a pasear” añade con un gesto que no se sabe
bien si es de dolor, frustración o hastío.“¿Colombia va bien? Eso dirán
las cifras” asegura cuando se le pregunta por el crecimiento de la
economía colombiana, “pero ¿cómo va a ir bien un país en el que hay
tanto paro, en el que hay guerra en los pueblos, en las veredas, en el
que las partes compiten para ver quién hace más daño a los civiles?”.
El conflicto, de nuevo, siempre el conflicto. Polemista con ideas
claras, Rosero apuesta por defender esas posiciones a través de la
literatura. El periodismo, que practicó en la Barcelona de principios de
los ochenta, no le interesa, asegura, no le motiva como el inicio de
una novela. ¿Y cómo se denuncia en la literatura? A través del estilo,
responde Rosero sin dudarlo, haciendo gala verbal de esa prosa sobria,
dulce, devastadora que gobierna sus libros. “Apuesto por el arte. Mi
obra está primero, me preocupa la invención literaria, el estilo. Me
defino como un estilista. La novela, que sea novela” asegura.
Su último ataque, su última misión suicida es La carroza de Bolívar (Tusquets)
novela, sí, pero intento también de aclarar las cosas sobre el “mal
llamado libertador”, ese mediocre estratega y sinuoso político que tan
bien parado sale en la historia oficial. “La historia que se enseña en
los colegios es historia de ángeles y para ángeles, totalmente
tergiversada. Todo es perfecto”, afirma Rosero que añade que “la falta
de memoria es la responsable de este presente de mentiras y asesinatos.
Colombia necesita recuperar la identidad y poner las cosas en su lugar”.
Desgraciadamente, el narcotráfico es un tema ineludible cuando se
habla de la realidad colombiana, es la gasolina que alimenta la guerra.
“Hay mucha falsa moral en los países que esnifan la cocaína, en Europa y
EE UU, y luego los colombianos, los mexicanos o los bolivianos ponen
los muertos”. La literatura tiene su fuerza e intenta imponerse al
conflicto.
La conversación se traslada a la terraza para que el autor pueda
fumar. Hablamos de los elogios que ha recibido de la prensa
internacional y de las críticas que le nombran heredero de García Márquez.
“Es el último clásico vivo”, asegura, “pero la comparación, imagino, es
una estrategia editorial”, añade mientras mira a su editor, que se ha
incorporado a la conversación, que empezó por la tarde y termina por la
noche, que se inició con una copa y termina con cervezas, un poco de
jamón, una impresionante tortilla de patata y la estampa de la catedral
de fondo. En Segovia, en una Segovia muy distinta de la que cambió para
siempre la vida de Rosero.