En tanto poeta, Auster se formó como narrador, encontrando así una salida a la angustia inicial. Su Poesía completa es imprescindible para sus seguidores, pero no se agota en el gesto genealógico: ofrece algunas austerianas epifanías muy cerca del silencio
Paul Auster piensa en la poesía que lo formó para su narrativa./pagina12.com.ar |
Antes de convertirse en novelista, antes de consagrarse con títulos como
El palacio de la luna, La ciudad de cristal, Leviatán o Invisible, Paul
Auster fue un joven poeta obsesionado por Celan, Kafka y Jabés, por
unas cuantas palabras esenciales y unas frases muy trabajadas. En tanto
poeta, Auster se formó como narrador, encontrando así una salida a la
angustia inicial. Su Poesía completa es imprescindible para sus
seguidores, pero no se agota en el gesto genealógico: ofrece algunas
austerianas epifanías muy cerca del silencio
“¿Escribir
será, en el libro, volverse legible para todos y, para sí mismo,
indescifrable?”, se preguntaba Maurice Blanchot en La escritura del
desastre. “¿No lo dijo ya Jabés?”, anotaba. El desastre no es el pasado
sino su inminencia. Lo que se pregunta Blanchot ¿no tiene que ver con el
“yo es otro”? Las palabras siempre son equívocas. Escribir dolor no es
el dolor. Sin embargo, la palabra poética puede, para algunos elegidos,
tener el don de operar como insight y trascender la retórica. Estas
ideas no le pasan inadvertidas al joven Paul Auster que, deslumbrado por
la cultura europea, busca elaborar su propia tradición poética no en lo
que va de Walt Whitman hasta Wallace Stevens. Antes de ser el narrador
renombrado de varias ficciones excepcionales, multipremiado y también
–por qué no admitirlo– devenido en los últimos tiempos en un imitador de
sí mismo que lustra una y otra vez sus hallazgos, ese joven Auster tuvo
su iniciación en el París de los ’70 signado por Foucault, Lacan,
Derrida, Deleuze & Co. De esa época son sus inteligentes ensayos El
arte del hambre, donde se ocupa de nombres que, de modo subterráneo,
formarán el sustrato y más tarde las constantes del narrador: la
relación entre el yo y el vacío, la incidencia del azar y la
construcción de un destino, la búsqueda de una identidad, el lenguaje
como problema para expresar la conciencia del desastre que mencionaba
antes Blanchot. Sus fetiches, entre otros, son Hamsum, Kafka, Wolfson,
Ungaretti, Mallarmé, Celan y Perec, además del ya citado Jabés, a quien
traducirá con esmero. Toda su producción poética, con una inclinación
significativa hacia el hermetismo que suele culminar sus versos en un
proverbio sentencioso, tiene un aire de encierro, un sin salida del
angst, el ensimismamiento constante. Es decir, la imposibilidad del
decir, trascender la realidad a través de la palabra. Y no obstante, es
notable su persistencia en querer derribar ese muro que aísla el yo del
exterior mediante una poesía que se propone, en su conciencia de sí,
como subjetividad extrema. Si para Jabés todo escritor es un judío en la
medida en que su tierra es el libro, Auster retoma la idea pero desde
el desencanto de la inexistencia de una tierra prometida. Sin duda, al
igual que Jabés, no se refiere a Israel sino a una tierra interior: la
escritura. En todo caso, esa tierra es inalcanzable a través del
desierto y la nada, queda en el infinito: se escribe como se camina
sabiendo que no se llegará si no a ninguna parte, ese vacío que es el yo
y que se escurre como incertidumbre apenas se procura nombrarlo.
Siguiendo a Celan, el joven Auster enfrenta la barrera del lenguaje y
se le revela que las palabras son una trampa y quien cae atrapado en su
telaraña todo lo que podrá nombrar, como su maestro Jabés, es la
herida. En este tránsito, Auster recupera su origen judío y, en un doble
movimiento, desde Kafka salta a Jabés pasando por Celan y, desde esta
tríada, (se) escribe. En sus diarios Kafka anotaba que debía aferrarse a
cada una de sus páginas como antídoto del dolor existencial. En el
registro de esa imposibilidad de escribir, Kafka dejó en sus diarios un
testamento literario tan desesperado como pedagógico: los problemas de
la escritura se solucionan en la escritura... pero ¿y la vida?
Poesía completa. Paul Auster Seix Barral 300 páginas
El joven Auster, traductor de Jabés, se enfrenta con la dificultad,
obsesión y estímulo a la vez. “Cuando estudiaba me di cuenta de que si
me concentraba en formas breves podría desenvolverme mejor. Pasaron los
años y me obsesioné tanto con la poesía que dejé de pensar en cualquier
otra cosa. Escribía poemas muy cortos y concisos que solían llevarme
meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, replegados sobre sí
mismos como puños, pero a lo largo de los años comenzaron a abrirse de
forma gradual hasta que sentí que me dirigía a la prosa.” Pero no nos
adelantemos a ese pasaje. El joven Auster escribe “puños cerrados”, como
escribe también “piedras”, significantes netamente kafkianos. Aparecen y
reaparecen. La dificultad es encierro, un girar maníaco sobre sí mismo.
“No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si
no lo hago”, supo declarar por entonces. Y es acá justamente donde
sobreviene la fatalidad, la inminencia del desastre al que aludía
Blanchot. Se trata, una y otra vez, como si fuera posible, de dar un
paso hacia la realidad, pero al joven Auster no se le escapa lo que
Celan sostuvo en el discurso de Bremen: “La realidad no existe. Debe ser
buscada y ganada. Los poemas están navegando hacia un lugar que puede
ser habitado, hacia un sujeto a quien es posible referirse, y tal vez
hacia una realidad a la que es posible referirse”. Pero la realidad, lo
otro, se vuelve para el joven Auster una labor ardua con las palabras.
Por momentos transmite la impresión de estar ante un discípulo
aventajado de Jabés que, en sus últimos libros de poesía, arribará
finalmente a la prosa, y es aquí donde cabe preguntarse si, desde ese
itinerario que va de la poesía a la prosa, no se produce el
descubrimiento de lo narrativo. Sin ironía: de la poesía propiamente
dicha hacia lo prosaico, la prosa. “Por poco que sea, la vida nos ha
enseñado al menos una cosa: quienquiera que esté aquí ahora no estará
luego”, reflexiona.
No es casual que sus poemas completos se cierren con una conclusión
vocativa, en segunda persona: “Sentirte separado del lenguaje es perder
tu propio cuerpo. Cuando las palabras te fallan, te disuelves en una
imagen de la nada. Desapareces”. Dicho esto, se explica el pasaje a la
prosa que, en su caso, será la narrativa. Faulkner supo plantear una
especie de Ley de Murphy literaria al afirmar taxativo que cuando
alguien tienta la poesía y acepta su reto, al fracasar, pasa al cuento.
Si fracasa en el cuento, entonces le queda, como último recurso, la
narrativa. Esta ley puede aplicársele al joven Auster. Si bien sus
poemas se presentan tal vez como imprescindibles para los lectores
interesados en su genética textual, no son del todo un fracaso y cada
tanto, en su compulsión a la repetición, dejan entrever algún destello,
ese asombro que se espera de la palabra. Más tarde, años más tarde, como
dándole la razón a Faulkner, Auster escribiría una gran novela
americana como El Palacio de la Luna, la prueba de que hay un mundo más
allá de la palabra poética.