Juan Rulfo
El hombre
Los pies del hombre se hundieron en la arena
dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal.
Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de
la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.
"Pies
planos-dijo el que lo seguía-. Y un dedo de menos. Le falta el dedo
gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. “Así que
será fácil."
La vereda subía, entre yerbas, llena de
espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de hormigas de tan
angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y luego volvía a
aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies
siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los
callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies,
rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su
fin: "No el mío sino el de él", dijo. Y volvió la cabeza para ver quién
había hablado.
Ni una gota de aire, sólo el eco de su
ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas,
calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: "Voy a lo que
voy", volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
"Subió por aquí, rastrillando el monte -dijo el que lo perseguía.
Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia.
Y el ansia deja huellas siempre. “Eso lo perderá."
Comenzó
a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un
horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba.
Sacó el machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz.
Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje.
Se
chupó los dientes y volvió a escupir. El cielo estaba tranquilo allá
arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos
guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso
de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los
matojos con el machete: "Se amellará con este trabajito, más te vale
dejar en paz las cosas".
Oyó allá atrás su propia voz.
"Lo
señaló su propio coraje -dijo el perseguidor-. El ha dicho quién es,
ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió,
después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo
me detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le
dejaré ir un balazo en la nuca... "Eso sucederá cuando yo te encuentre."
Llegó
al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de
la noche. La tierra se había caído para el otro lado.
Miró la casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo.
Se
enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin
querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las
rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces
empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
El que lo
perseguía dijo: "Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió
llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan
los sueños; después del 'Descansen en paz', cuando se suelta la vida en
manos de la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la
desconfianza y las rompe".
"No debí matarlos a todos -dijo el hombre-"."Al menos no a todos".
Eso fue lo que dijo.
La
madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado,
resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía
apretado en la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí.
Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas
secas.
El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy
abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos;
meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí
mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde.
No
hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la
respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos
sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el
río no deshace en ningún tiempo.
El hombre encontró la
línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo
veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde
anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de
la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se
persignó hasta tres veces. "Discúlpenme", les dijo. Y comenzó su tarea.
Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era
sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque
se haga a la resignación y el machete estaba mellado: "Ustedes me han de
perdonar", volvió a decirles.
Se
sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las
nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue
el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a
enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo
estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y
marchitas como si sintieran la falta del sol.
"El hombre
ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo
junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la
tierra húmeda."
"No debí haberme salido de la vereda
-pensó el hombre.” Por allá hubiera llegado. Pero es peligroso caminar
por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo.
Este
peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si
fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había
cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora,
aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el
peso, o tal vez el esfuerzo me cansó". Luego añadió:"No debí matarlos a
todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba
oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les
costará menos el entierro."
"Te cansarás primero que yo”.
Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí -dijo el que iba
detrás de él-. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde
eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues."
"Este no
es el lugar -dijo el hombre al ver el río-" Lo cruzaré aquí y luego más
allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado,
donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego
caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca".
Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.
"Caminaré más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar."
"Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte".
“Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos".
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca.
La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por
qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O
tal vez no. "Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado
solo en nuestra última hora". Porque era también la mía; era únicamente
la mía. Él vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el
final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra
el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración.
Igual
que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José
Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de
miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme.
Te
esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a
rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también
llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién
nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las
flores en la mano."
"No debí matarlos a todos -iba
pensando el hombre-". No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en
mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno.
Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera
conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde
pegarle antes que se levantara...
Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.
“La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche."
El
hombre entró a la angostura del río por la tarde. El sol no había
salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las
sombras; por eso supo que era después del mediodía.
"Estás
atrapado -dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la
orilla del río-". Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu
fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No
tiene caso que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te
veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la
puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala.
Tengo
paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi
corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está
desbaratado, revenido y lleno de pudrición.
Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días.
“No importa el tiempo. Tengo paciencia."
El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. "Tendré que regresar", dijo.
El
río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra.
Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en
cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se
oiga ningún quejido.
"Hijo -dijo el que estaba sentado
esperando-: no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto
desde ahora". ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve
contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo.
Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no
me dejó ninguna señal de recuerdo."
El hombre recorrió un largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre.
"Creí que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa."
"Discúlpenme
la apuración", les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era
igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma
cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.
Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones.
Lo
vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó
ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo.
Después rebasó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba
de frío. Hacía aire y estaba nublado.
Me estuve asomando
desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus
borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que
alguien lo estaba espiando.
Se apalancó en sus brazos y se
estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para
que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones agujerados.
vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le
colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos
lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos,
cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.
"¿Qué traerá este hombre?", me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga.
Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá abajo, echando buches de agua hasta desentriparse.
Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido.
Que
me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera
apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.
Ya
lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy
adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí
usted quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice,
lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la
cabeza lo hubiera dejado allí bien tieso. Usted ni quien se lo quite que
tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas las muertes
que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar
matones, créame usted.
No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.
La
cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día
siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo
vi venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del
pellejo, con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de
desconocido.
Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio
duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como
quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había
tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a
sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.
Le
vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrimó y
me dijo:"¿Son tuyas esas borregas?" Y yo le dije que no. "Son de quien
las parió", eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni
siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis borregas y
con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón.
Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía
chupe y chupe hasta que se hastió de mamar.
Con decirle
que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y
no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.
¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi?
De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me
contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que
no podía andar ya porque le fallaban las piernas: "Camino y camino y
ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está
lejos, más allá de aquellos cerros." Me contó que se había pasado dos
días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni
piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo
sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba
bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.
Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y
estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de
animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de
seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en
las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin.
Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.
"El animalito murió de enfermedad", le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero
dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo
que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí
en más no se nada. ¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que
las embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ahora que
vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y dice
usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que
yo fuera el que mató a la familia esa.
Yo sólo vengo a
decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega
que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo
se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo.
¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino.
El sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.
Y
ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre
las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca
abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado
al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que
luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre
coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si
lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.
Juan Rulfo (Sayula, México, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor
mexicano. Creció en el pequeño pueblo de San Gabriel, villa
rural dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió
allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más
cercana (su padre fue asesinado). Esos primeros años de su vida habrían
de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su
breve pero brillante obra.
En 1934 se trasladó a
Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración en la
Secretaría de la Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por
algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus
cuentos más relevantes en revistas literarias.
En los quince cuentos que integran El llano en llamas
(1953), Juan Rulfo ofreció una primera sublimación literaria, a través
de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su
tierra, en relatos que trascendían la pura anécdota social.
En su obra más conocida, Pedro Páramo
(1955), Rulfo dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de
interiorización de la realidad de su país, en un universo donde
cohabitan lo misterioso y lo real, y obtuvo la que se considera una de
las mejores obras de la literatura iberoamericana contemporánea.
Rulfo escribió también guiones cinematográficos como Paloma herida (1963) y otra novela corta magistral, El gallo de oro (1963). En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de Asturias de la Letras
Rulfo, dice Carlos Fuentes: Cierra “para
siempre —y con llave de oro— la temática documental de la
Revolución, Rulfo convierte la semilla de [Mariano]Azuela [autor de Los
de abajo] y [Martín Luis] Guzmán [autor de El águila y la
serpiente] en un árbol seco y desnudo del cual cuelgan unos frutos de
brillo sombrío: frutos duales, frutos gemelos que han de ser probados si
se quiere vivir, a sabiendas de que contienen los jugos de la muerte.”
De Pedro Páramo, dice Jorge Luis Borges: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”.
Rulfo, dice Octavio Paz, “nos ha dado una imagen —no una descripción— de nuestro paisaje. Como en el caso de [D. H.] Lawerence [autor de The Plumed Serpent] y [Malcolm] Lowry [autor de Under the Volcano], no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo.”
De Pedro Páramo, dice Jorge Luis Borges: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”.
Rulfo, dice Octavio Paz, “nos ha dado una imagen —no una descripción— de nuestro paisaje. Como en el caso de [D. H.] Lawerence [autor de The Plumed Serpent] y [Malcolm] Lowry [autor de Under the Volcano], no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo.”
A Juan Rulfo le bastaron una novela y un libro de
cuentos para ocupar un lugar de privilegio dentro de las letras
hispanoamericanas. Creador de un universo rural inconfundible, el
narrador plasmó en sus narraciones no sólo las peculiaridades de la
idiosincrasia mexicana, sino también el drama profundo de la condición
humana. El llano en llamas (1953) reúne quince cuentos que
reflejan un mundo cerrado y violento donde el costumbrismo tradicional
se desplaza para vincularse con los mitos más antiguos de Occidente: la
búsqueda del padre, la expulsión del paraíso, la culpa original, la
primera pareja, la vida, la muerte. Pedro Páramo (1955) trata los
mismos temas de sus relatos, pero los traslada al ámbito de la novela
rodeándolos de una atmósfera macabra y poética. Este libro ostenta,
además, una prodigiosa arquitectura formal que fragmenta el carácter
lineal del relato.
La
mítica ciudad de Comala sirve de escenario para la novela y algunos
cuentos de Juan Rulfo. Su paisaje es siempre idéntico, una inmensa
llanura en la que nunca llueve, valles abrasados, lejanas montañas y
pueblos habitados por gente solitaria. Y no es difícil reconocer en esta
descripción las características de Sayula, en el Estado de Jalisco,
donde el 16 de mayo de 1918 nació el niño que, más tarde, se haría
famoso en el mundo de las letras. Su nombre completo era Juan Nepomuceno
Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno.
Juan Rulfo dividió su
infancia entre su pueblo natal y San Gabriel (así se llamaba la actual
Ciudad Venustiano Carranza), donde realizó sus primeros estudios y pudo
contemplar algunos episodios de la sublevación cristera, violento
levantamiento que, al grito de "¡Viva Cristo Rey!" y ante el cómplice
silencio de las autoridades eclesiásticas, se opuso a las leyes
promulgadas por el presidente Calles para prohibir las manifestaciones
públicas del culto y subordinar la Iglesia al Estado.
Rulfo
vivió en San Gabriel hasta los diez años, en compañía de su abuela,
para ingresar luego en un orfanato donde permaneció cuatro años más.
Puede afirmarse, sin temor a incurrir en error, que la rebelión de los
cristeros fue determinante en el despertar de su vocación literaria,
pues el sacerdote del pueblo, con el deseo de preservar la biblioteca
parroquial, la confió a la abuela del niño. Rulfo tuvo así a su alcance,
cuando apenas había cumplido los ocho años, todos aquellos libros que
no tardaron en llenar sus ratos de ocio.
A los
dieciséis años intentó ingresar en la Universidad de Guadalajara, pero
no pudo hacerlo pues los estudiantes mantuvieron, por aquel entonces,
una interminable huelga que se prolongó a lo largo de año y medio. En
Guadalajara publicó sus primeros textos, que aparecieron en la revista
Pan, dirigida por Juan José Arreola. Poco después se instaló en México
D.F., ciudad que, con algunos intervalos, iba a convertirse en su lugar
de residencia y donde, el 7 de enero de 1986, le sorprendería la muerte.
Ya
en la capital, intentó de nuevo entrar en la universidad, alentado por
su familia a seguir los pasos de su abuelo, pero fracasó en los exámenes
para el ingreso en la Facultad de Derecho y se vio obligado a trabajar.
Entró entonces en la Secretaría de Gobernación como agente de
inmigración; debía localizar a los extranjeros que vivían fuera de la
ley. Desempeñó primero sus funciones en la capital para trabajar luego
en Tampico y Guadalajara y recorrer, más tarde, durante dos o tres años,
extensas zonas del país, entrando así en contacto con el habla popular,
los peculiares dialectos, el comportamiento y el carácter de distintas
regiones y grupos de población.
Juan Rulfo con su hijo Juan Francisco (c. 1953)
Esta
vida viajera, este contacto con la múltiple realidad mexicana, fue
fundamental en la elaboración de su obra literaria. Más tarde, y siempre
en la misma Secretaría de Gobernación, fue trasladado al Archivo de
Migración. Rulfo se ganó la vida en trabajos muy diversos: estuvo
empleado en una compañía que fabricaba llantas de hule y también en
algunas empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras.
Simultáneamente, dirigió y coordinó diversos trabajos para el
Departamento Editorial del Instituto Nacional Indigenista y fue también
asesor literario del Centro Mexicano de Escritores, institución que, en
sus inicios, le había concedido una beca.
La obra de
Juan Rulfo, pese a constar sólo de dos libros, le valió un general
reconocimiento en todo el mundo de habla española, reconocimiento que se
concretó en premios tan importantes como el Nacional de Letras (1970) y
el Príncipe de Asturias de España (1983); fue traducida a numerosos
idiomas. En 1953 apareció el primero de ellos, El llano en llamas,
que incluía diecisiete narraciones (algunas de ellas situadas en la
mítica Comala), que son verdaderas obras maestras de la producción
cuentística.
Cuando, en 1955, aparece Pedro Páramo,
la única novela que escribió Juan Rulfo, el acontecimiento señala el
final de un lento proceso que ha ocupado al escritor durante años y que
aglutina toda la riqueza y diversidad de su formación literaria. Una
formación que ha asimilado deliberadamente las más diversas literaturas
extranjeras, desde los modernos autores escandinavos, como Halldor
Laxness y Knut Hamsun, hasta las producciones rusas o estadounidenses.
Basta con acercarse a la novela, de estructura más poética que lógica,
que ha sido tachada de confusa por algunos críticos, para comprender la
paciente laboriosidad del autor, el minucioso trabajo que su redacción
supuso y que le exigió rehacer numerosos párrafos, desechar páginas y
páginas ya escritas.
Desde 1955, año de la aparición de Pedro Páramo, Rulfo anunció, varias veces y en épocas distintas, que estaba preparando un libro de relatos de inminente publicación, Días sin floresta, y otra novela titulada La cordillera,
que pretendía ser la historia de una inexistente región de México desde
el siglo XVI hasta nuestros días. Pero el autor no volvió a publicar
libro alguno. En una entrevista de 1976, Rulfo confesó que la novela
proyectada había terminado en la basura. De vez en cuando, algunos
textos suyos aparecían en las páginas de las publicaciones periódicas
dedicadas a la literatura. Así, en septiembre de 1959, la Revista
Mexicana de Literatura publicó con el título de Un pedazo de noche
un fragmento de un relato de tema urbano; mucho más tarde, en marzo de
1976, la revista ¡Siempre! incluía dos textos inéditos de Rulfo: una
narración, El despojo, y el poema La fórmula secreta.
Rulfo en su estudio (c. 1954)
Pero
esta escasa producción literaria ha servido de inspiración y base para
una considerable floración de producciones cinematográficas,
adaptaciones de cuentos y textos de Rulfo que se iniciaron, en 1955, con
la película dirigida por Alfredo B. Crevenna, Talpa, cuyo guión es una adaptación de Edmundo Báez del cuento homónimo del escritor. Siguieron El despojo, dirigida por Antonio Reynoso (1960); Paloma herida, que, con argumento rulfiano, dirigió el mítico realizador mexicano Emilio Indio Fernández; El gallo de oro
(1964), dirigida por Roberto Gavaldón, cuyo guión sobre una idea
original del autor fue elaborado por Carlos Fuentes y Gabriel García
Márquez. En 1972, Alberto Isaac dirigió y adaptó al cine dos cuentos de El llano en llamas y en 1976 se estrenó La Media Luna, película dirigida por José Bolaños que supone la segunda versión cinematográfica de la novela Pedro Páramo.
Fueron
tantas las reacciones periodísticas y las notas necrológicas que se
publicaron después de la muerte de Rulfo que con ellas se elaboró un
libro titulado Los murmullos, antología periodística en torno a
la muerte de Juan Rulfo. Póstumamente se recopilaron los artículos que
el autor había publicado en 1981 en la revista Proceso.
Semblanza biográfica:literaturaus.com.Foto:biografiasyvidas.com.Texto:El cuento del día.