Enrique Serrano reflexiona sobre el impacto del aparato en el quehacer de escritores y lectores
La vida de las bibliotecas (sobre todo de las personales) y los viejos libros empolvados se verá pronto ferozmente afectada por la presencia desafiante de verdaderos acervos virtuales, casi inagotables, llenos de ventajas y perfectamente transportables; nadie puede negarse a la evidencia de sus virtudes ni pretender cerrar los ojos ante el cambio que suponen e imponen, un avasallante principio de sustitución agresiva que, como tantos otros, tiene lugar ante nuestros ojos, sin duelo alguno y de manera inconsulta.
Es la alternativa ante la trajinada y costosa pesadez de las viejas herramientas de sabiduría, hoy despojadas de su antigua grandeza.
La nostalgia va llenando el campo de los lectores tradicionales, con sus rituales y sus supersticiones. Los jóvenes miran por encima del hombro tales gestos de rigidez, tales rebeldías inútiles ante el paso del tiempo y el avance de las más audaces tecnologías.
Los viejos se cimbran, sin saber exactamente qué es lo que están perdiendo, y que nunca recuperarán.
Las glorias de un pasado que no necesariamente fue mejor harán creer a la mayoría especializada y ultraocupada que este cambio era, como todos los demás que han llegado en cascada, necesario y conveniente y, en verdad, lo será para casi todos.
Pero el dolor sordo que quedará adentro de los lectores de antaño -y su inútil resistencia-, quedará como prueba de que hubo un largo tiempo en el que los libros, los verdaderos, forjaron a generaciones enteras y fueron la semilla de tantos cambios.
En fin, va surgiendo un mundo inimaginable para el propio Gutenberg o para el editor veneciano Aldo Manuzio.
El mundo -literalmente descarnado- de los libros limpios y sin papel, hechos en pocos días, versátiles y variados. Redactados en todas las lenguas y traducidos en pocas semanas desde las lenguas más disímiles, llegan como regalo o como "ñapa" de promociones por la compra del iPad. Porque el contenido es lo que sobra, el complemento, nunca más, la esencia.
Y eso, a pesar de lo que pueda decirse -con mucho de corrección política- sobre el valor intrínseco del saber, que parece palpitar ahí, pero, por desgracia ya no palpita, y que se ahoga rápidamente en las densas mentes de los jóvenes.
Los iPad vienen a comprometer aspectos sutiles de la vieja lógica del gusto, de la elección, de la vitalidad que los libros de marras llevaban consigo.
Hay en cada aparato miles de ellos, producidos en serie y sobre medidas, abordando todos los temas, completamente fungibles, y "dotados" de una horrorosa caducidad.
Se amontonan en hileras invisibles, se guardan solos, se clasifican sin apenas darnos cuenta, no hacen bulto y, por tanto, y aún tratando de no sufrir por ello, no nos conmueven como aquellos de "carne y hueso", de papel y tinta, que, a cambio, estaban dotados de una presencia efectiva, muchas veces invasiva y pesada, pero irremediablemente dulce.
El iPad permite, además, intervenir en aspectos formales y definitivos de la naturaleza del libro, los mismos que los viejos lectores simplemente aceptábamos de buena gana, como producto de la ya caduca manera de editar.
Cada lector hace su edición y le imprime el realismo respectivo, a su manera, despojándolo de algunas de su odiosas o maravillosas características, pero deshaciendo el libro en sí mismo: el texto queda, el libro desaparece.
Se acabó la excusa de que la letra es muy chiquita o muy confusa. Se acabó también la excusa de que no hay modo de cargar con tantos libros.
Ahora, los problemas son otros, y los desafíos que suponen el oficio de leer, y sus enseñanzas, están atravesando barreras invisibles a toda velocidad, sin que sepamos con claridad hacia dónde vamos.
Pero el vacío que queda detrás de todo esto es grande y difícil de asimilar. El iPad lleva consigo otros muchos retos que yacen en la penumbra de sus innegables cualidades.
La pertinencia del objeto es virtual, y sus cualidades ya no pueden medirse con los cánones que usamos durante siglos. La publicación significa otra cosa desde ahora, puesto que desaparece el editor, al menos en el viejo sentido del término, para situarse en el infinito.
Esa omnisciente cualidad de factótum imprescindible es tal vez el secreto de que no se sienta un afecto inmediato por el contenido, sino por el instrumento, que termina por hacerse un fin en sí mismo.
El iPad llena muchos espacios para lectores del futuro, pero desocupa muchos para los lectores actuales y deja despoblado el horizonte del capricho, de la deliberada despreocupación lectora, si pudiera llamarla así, en la que los libros iban apareciendo "ellos solos", ligados a memorables asuntos de la vida, y no como productos de la mera voluntad de leer.
Es aquello lo que se echa en falta, esa extraña materialidad de objetos vivientes, que los vinculaba con nosotros como sujetos vivientes, lo que produce una cierta melancolía, un sentimiento de pérdida profunda, un mutismo irremediable.
Por otra parte, la veloz difusión de conocimiento ha variado hacia un campo intangible, en el que la parte sustituye al todo. Como el iPad, la mayor parte del saber de hoy es indescifrable, y tiene sus propias reglas, de las que a duras penas podemos aprovechar una pequeña parte, una esquina, un vértice escogido al azar.
Como el iPad, seguirá su propio rumbo y su lógica sin que podamos decir algo sobre su dirección, su contenido o sus especificaciones, ni elegir de manera certera la precaria dirección que pretendíamos darle a la vida a través del saber.
Será siempre más cómodo dejarse llevar, y creer de buena fe que la cantidad de libros y de información son las virtudes esenciales de nuestra nueva biblioteca virtual. Y, claro, la calidad también será algo diferente, acomodada dentro del sistema de ventajas previsibles.
En fin, sea justo decir que la cuestión del iPad no es como para volverla un drama insufrible; no podemos quedarnos en aquello de aferrarnos a los engorrosos libros tan amados, cada día más remotamente situados en un pasado casi abstracto.
Un día no lejano será preciso cerrar para siempre sus lomos ya gastados y ennegrecidos, y los ojos, para emprender valientemente la exploración de la biblioteca portátil, por otros caminos, y reinventar la conformación de un nuevo acervo, potencialmente infinito, que pese sólo seiscientos cincuenta gramos y que además nos obligue a leer varios periódicos, nos ponga música y nos levante por la mañana. Lo demás será silencio informático.
Entre las letras y la reflexión
Enrique Serrano es comunicador social y filósofo. Escribió 'La marca de España' y 'De parte de Dios' (relatos) y las novelas 'Tamerlán', 'Donde no te conozcan' y 'El hombre de diamante'. Máster en Estudios de Asia y África del Colegio de México, y en Análisis de problemas políticos y económicos.
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