viernes, 9 de noviembre de 2012

Una fantasía desbocada


Publicada originalmente en 1988 y traducida ahora por primera vez al español, Baila, baila, baila continúa en cierto modo la celebrada Tokio Blues, aunque con menos eficacia
Haruki Murakami favorece su escritura fantástica en Baila, Baila, baila./adncultura.com
Desde hace algo más de un siglo, es decir desde que Japón volvió a mirar a Occidente, cualquier expresión artística surgida en la gran isla del Pacífico que logre arraigar en este otro mundo parece, en mayor o menor medida, contaminada. El artista en cuestión sufre el estigma, la silenciosa acusación de haberse occidentalizado, de traducir su obra en términos exportables, haciéndola más digerible, caricaturizando las señas que la definen o, en el peor de los casos, tomando a la inversa los tópicos vulgares de Occidente para volverlos a contar en un lenguaje inofensivamente rasgado. Es apenas una simplificación, a menudo injusta o absurda, pero desde cuya perspectiva se ha leído más de una vez a Ryunosuke Akutagawa o Yasunari Kawabata (en su caso la sospecha se acrecienta a causa del Nobel), o se ha pretendido rebajar expresiones cinematográficas tan agudas y disímiles como las de Akira Kurosawa (que para colmo ganó varios Oscar), Takeshi Kitano o Wong Kar-wai (que es hongkonés, pero la terrible sombra se ha extendido a todo Oriente).
Hecha esta aclaración, hay que decir que la obra de Haruki Murakami, el best- seller culto que se ha convertido en una suerte de posta obligatoria para cualquier lector con ambiciones o ínfulas, efectivamente hace honor a todos esos prejuicios, aunque su habilidad de artesano por momentos lo dignifique. La de Murakami es en verdad una doble operación: por un lado, la reducción de lo oriental a un gesto uniforme, casi siempre relacionado con la contemplación, el silencio, lo ceremonial, el misterio; por otro, la apropiación superficial de cada uno de los símbolos de Occidente, de todas y cada una de las referencias culturales a mano. Respecto de esto último, es interesante -o inteligente- el modo en que Murakami suele procesar toda esa información, atiborrando al lector de datos y recuerdos y lecturas y sonidos para deshacerse casi siempre de ellos de inmediato. De algún modo, es como si el autor de Kafka en la orilla creara su propio desierto, una tierra arrasada por la marea de las referencias culturales que la desbordan y vacían de sentido para que sus criaturas luego vuelvan a darle vida.
Baila, baila, baila, publicada en su idioma original en 1988 -cuando Murakami arañaba su cuarta década-, es la novela que escribió luego de Tokio Blues y, en más de un sentido resulta, si la leemos desde esa perspectiva, su prolongación natural (aunque estrictamente es, en parte, la continuación de La caza del carnero salvaje, de 1982, publicado por Anagrama). Como en aquella, el pasado irrumpe inesperadamente, en este caso en la forma de un sueño. Allí reaparece un paisaje de reminiscencias ambiguas para el protagonista, hasta cierto punto querido y a la vez indescifrable: el Hotel Delfín, en la ciudad de Sapporo, en el que años atrás pasó unos días con una prostituta, una mujer que desapareció misteriosamente y que en el sueño parece estar llamándolo, con desesperación, desde algún rincón de ese mismo lugar. Un poco porque necesita reorientar su vida o terminar de ponerla en orden, otro poco porque aquella mujer -Kiki- ocupa en su memoria un espacio insospechado e inquieto, el narrador decide regresar a Sapporo a buscarla. Pero el pequeño hotel se ha transformado en una opulenta torre, aunque con el mismo nombre. Acaso porque sospecha que esa búsqueda será un punto de inflexión en su vida -o porque el autor necesita que proceda de ese modo y lo exime de justificación alguna-, el narrador no sólo se queda allí sino que además prolonga su estadía. Las jornadas transcurren todas iguales, insignificantes y aburridas, hasta que sucede: Murakami comienza a actuar con la impunidad de un autor consagrado.
Porque lo que en Tokio Blues aparecía, pese a todo, contenido, haciendo pie en esencia en la ambivalencia de los sentimientos, en este caso se desmadra. La fantasía de Murakami carece de lógica, de progresión, de un sistema que el lector pueda abordar al menos sesgadamente. Y en ese continuo sacar conejos de la galera, lo que termina de derrapar es lo sobrenatural, el encuentro del protagonista con una misteriosa criatura que pretende hacerle de brújula, aquel que lo traerá de vuelta al ruedo. "Baila -dijo el hombre carnero-. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques significados. En realidad, no significa nada". Se trata de un brevísimo fragmento, que podría haberse tomado al azar, en el que se tornan evidentes los dos problemas centrales de la novela, que a fin de cuentas tratan de lo mismo. En principio, la sensación frecuente de que nada tiene en el fondo sentido alguno, de que nada toma cuerpo. "Nada a lo que agarrarse", se dice a sí mismo el narrador en la página 125, y al instante: "Estoy perdido". Es el sendero que el lector transita a cada paso.
En segunda instancia, la sobreactuación constante de Murakami por darle precisamente sentido a la historia, por enlazarla con frases como "todo estaba conectado"; o en todo momento -al menos en la traducción- plagar el texto de signos de admiración, buscando subrayar una intensidad inexistente, o utilizando las itálicas para que cada frase se vista de una profundidad y una significación que sólo muy de vez en cuando esconden el truco. Aunque tal vez alcance, para graficar el carácter artificial de los procedimientos de Murakami, con mencionar al alma gemela del escritor, que en la novela se llama Hiraku Makimura y del que se dice que "carece de talento". El narrador sostiene además de sí mismo, como un estribillo, que nadie comparte su sentido del humor. Es que la ironía, se sabe, es un lenguaje que sólo logran manejar unos pocos. Y que difícilmente pueda sacar a flote una novela.
Baila, baila, baila
Haruki Murakami
Tusquets
Trad.: Gabriel Álvarez Martínez
453 páginas