sábado, 17 de noviembre de 2012

Minicuentos 47






Ícaro                                                                                                                              
Bernardo Esquinca Azcárate

Cuenta la leyenda que al salir volando del laberinto, Ícaro se acercó tanto al sol que la cera que sostenía sus alas se derritió y él cayó al mar ahogándose. Lo que en realidad pasó fue que, hechizado por el fulgor del astro, Ícaro decidió fundirse con él. Ahora, convertido en un rayo solar, llega hasta el sitio más recóndito del laberinto para guiar a los que se han perdido y, algunas veces, hasta les presta sus alas para que puedan salir.

La iluminada
Jorge Esquinca
La que se encamina al mar con una lámpara encendida, ignora la presencia del faro. Su ignorancia es flor de invierno, voluntaria. Armada con la débil lumbre de su lámpara, ella va hacia el mar. No la distraen las voces del puerto, los guiños cómplices de sus hermanas, ni la tibieza inesperada de unas manos que la alcanzaron, anhelantes, en la penumbra del callejón. Pues la que va al mar, abriéndose paso con la llama incierta de su lámpara, sabe que ha de salvar nuestras vidas.

Pesca de sirenas
Marco Denevi
Hundir el barco hasta el fondo del mar, si es preciso, hasta que la quilla repose sobre la negra arena del fondo, en medio de la oscuridad y del silencio. Se corre el riesgo de que el navío no vuelva más a flote. Pero si vuelve, en su arboladura, enredadas en las jarcias, habrá sirenas.
Mujer iluminada
Luis Ignacio Helguera
La mujer encinta de nueve meses pasados es trasladada en camilla presurosa al quirófano. Todo el equipo de enfermeras, anestesistas, instrumentistas y doctores salta atropelladamente sobre ella como si su bulto fuera un gran balón de futbol americano o una piñata partida. No puede dar a luz; cesárea necesaria. Sobre las batas y las cabezas con gorro de los especialistas, entre las piernas de la embarazada, pasan, en rápida exhibición, bisturíes, tijeras, jeringas, fórceps. Finalmente la herida, la portezuela de emergencia, el ziper en la carne azorada. Y en seguida, con tremendo impulso alimentado de la retención insoportable, el nacimiento abrupto, luminoso. Todo el equipo, repelido: manos en los ojos, deslumbramiento de ceguera. Para los que esperan afuera: ni niño ni niña. La caverna sólo ha parido luz.
El oidor
Genaro Estrada
Le Grand Homme avancait régulièrement,
la tête haute, l´air vague.
Ses adsmirateurs
s´arrêtaient pour le regarder…
J. Renard
“Le Vigneron dans su vigne”

Cuando el oidor llegó a las puertas del cielo, echó una mirada a su ropilla negra y, componiéndose la capa como cuando entraba a la Audiencia por la puerta principal del Palacio, llamó con visible autoridad, con el aldabón de bronce.
No se abrieron las puertas, sino una rejilla en la cual apareció, indiferente, la cabeza de San Pedro.
—¿Qué deseáis, hermano? —preguntó el apóstol un poco fatigado, como quien acostumbra repetir muchas veces la misma pregunta.
—Soy un oidor de la Real Audiencia.
—Detallad. ¿Qué cosa es la Real Audiencia? ¿De qué país venís? ¿Qué queréis exponer?
El oidor estaba asombrado. Acababa de morir con gran pompa; el virrey y su corte habían asistido a sus exequias; el Arzobispo habíale dado la absolución; las campanas de todos los templos habían doblado por su alma; los alabarderos rindiéronle honores militares; la Universidad ideó epitafios en latín que se colocaron en el imponente Túmulo, y en los cuales ocupose la crítica, poniéndoles reparos de sintaxis. Dio explicaciones: dijo que era un alto personaje de la Nueva España.
—Esperad un momento —dijo San Pedro, mientras hojeaba las grandes páginas de un atlas Portulano—. A ver: Sicilia… las columnas de Hércules… la Española… el Mar Caribe… la Pimeria… ¡he aquí la Nueva España!
El oidor adivinaba que ya era esperado en el cielo; suponía que dos golpes de alabarda saludarían su llegada; que un paje lo conduciría a través de espléndidos aposentos hasta llegar al que se le había preparado, mientras que era introducido al trono de Dios, en donde se desarrollaría un magnífico recibimiento, con arcos triunfales, sacabuches, atabales y fuegos de artificio.
Sin añadir palabra, San Pedro metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta. El oidor penetró, erguida la cabeza, con paso solemne. Fuera del portero, ningún ser humano había allí; nadie lo esperaba; no resonó el golpe de alabarda; el paje no se presentaba, ni distinguíanse por todo aquello escaleras, galerías ni aposentos. Algo sospechó de pronto. Y para no hacer un mal papel que hubiera deslucido la alcurnia de su persona, acomodóse lo mejor que pudo, y requiriendo recado de escribir, púsose gravemente a redactar sus memorias.