lunes, 8 de diciembre de 2014

Levrero, el secreto mejor guardado

Entrevista inédita. A diez años de su muerte, Ñ rescata una larga charla con Mario Levrero, el escritor uruguayo que se convirtió en el gran descubrimiento de las letras latinoamericanas de este siglo

 
Mario Levrero, el mejor secreto guardado de la literatura latinoamericana./revista Ñ.

Intimidad. Las imágenes fueron tomadas en febrero de 1991 en Colonia del Sacramento. Levrero tenía 51 años y estaba escribiendo “El discurso vacío”, cuenta el fotógrafo Eduardo Abel Giménez.

En septiembre de 2003, cuando Mario Levrero escribía, ¿sin saberlo?, la que sería su última obra –la nouvelle Burdeos, 1972 – propuso a su socia Gabriela Onetto, con quien dirigía un taller literario virtual, la confección de un texto que –por una broma del hermano de Gabriela– recibió el nombre provisorio The Mario Levrero´s Writing Guide For Dummies . Su idea era que esta guía de escritura o Manual para Tontos recogiera los consejos, ejercicios y líneas de acción empleados en el taller virtual. El proyecto era sistematizarlos en un libro con una redacción clara y accesible para su difusión más allá del ámbito de los alumnos. Como Gabriela vivía en México, Levrero terminó invitando a un alumno montevideano de sus talleres presenciales, Christian Arán, para que realizara la primera parte del proceso, es decir, fuera a visitarlo y grabara sus reflexiones. (“En principio, sugiero que hagas una lista de ítems desordenados; después se le buscará una estructura”, dice Levrero en un mail dirigido a Christian). De estas entrevistas surgiría un texto que sería la base para que Gabriela Onetto lo complementara y lo estructurara en un libro con las características mencionadas. Sorprendido por el pedido, el joven Arán dudó de ser el más indicado para esta tarea y durante algunos días permaneció en un cauteloso silencio. El 16 de septiembre de 2003, el mismo día en que daba punto final a la escritura de Burdeos, 1972 (una nouvelle que recoge una serie de recuerdos que lo asediaron durante quince días y que él registró con una datación y hora precisas), Levrero le envió el siguiente correo electrónico: “Che, apurate con la guía para boludos, no lo pienses tanto, porque tenés que aprovechar mientras estoy en el mundo tridimensional”.
Arán finalmente acepta y acuerdan fijar las sesiones para empezar a trabajar, pero todo se demora por las fiestas de fin de año. Mientras tanto Levrero iba recluyéndose más y más, cercado por la sensación de que su tiempo se acababa (incluso llegó a soñar con su epitafio y pidió a su familia que no lo dejaran solo en la fecha soñada). Las grabaciones, realizadas en enero y febrero de 2004, nunca se transcribieron. “Sentía que era algo de mucha responsabilidad para lo que yo no estaba capacitado”, dice Arán.
Apenas unos meses más tarde, el 30 de agosto de 2004, Levrero dejaba el mundo tridimensional. Diez años después, como si aún tuviera algo que decirnos, vuelve en esta última entrevista, obtenida por Pablo Silva Olazábal y cedida a uno de sus editores en Argentina, Facundo R. Soto, para que la entrevista llegue a sus lectores, tal como era el deseo de Levrero.
–¿Por qué te decidiste a tener una experiencia de un taller, a estimular a alguien a la creación?
–La primera vez que se me ocurrió eso fue en Buenos Aires. Fue cuando dejé de trabajar en una editorial como jefe de redacción de revistas de entretenimientos. Entonces tenía necesidad de ganarme la vida y entre otros recursos se me ocurrió hacer un taller literario. Para ello me asocié con una amiga que era profesora de Literatura (nota: Cristina Siscar) y que tenía los títulos adecuados como para convocar gente con cierta seriedad. Nos reunimos, preparamos unas consignas, de las más triviales, tipo taller común. Hicimos un poco de propaganda, conseguimos 4 o 5 alumnos y empezamos a trabajar con eso. Entonces sobre la marcha me fui dando cuenta del poco significado que tenían esas consignas. No tocaban las cosas esenciales.
–¿Cuáles eran esas consignas “tipo taller común”?
–Eran formas de juegos a partir de la palabra, con textos ajenos. Completar, seguir, imaginar. Siempre en función de la palabra y no de lo que hay atrás de la palabra. No de lo que es la materia prima de la literatura. Entre las consignas iniciales se me ocurrió poner algunas basadas en experiencias, por ejemplo, relatos que pueden salir a partir de un sueño. Enseguida vi que eso tenía mucho más resultado. Los textos eran más ricos y coloridos porque las consignas eran más movilizadoras. Entonces se me fue ocurriendo, en un proceso que no se dio enseguida sino a lo largo de bastante tiempo, que debía eliminar las consignas que tenían que ver con la palabra y trabajar con las consignas que yo iba rescatando de la experiencia personal.
–De tu experiencia como creador.
–Como escritor, sí.
–¿Qué es lo que se logra a partir de un sueño que no se logra con otro tipo de consigna?
–Los sueños tienen imaginación, están compuestos fundamentalmente de imágenes y son uno de los pocos vínculos que tiene alguna gente para conectarse con el inconsciente, que es el depósito de la experiencia personal más profunda y la materia prima esencial del arte, sea para la literatura o para cualquier otra disciplina artística.
–El arte es...
–El arte es hipnosis.
–En otras palabras…

–El arte es crear una especie de máquina de hipnotizar a otra persona para transmitirle vivencias o experiencias anímicas que no se traducen en hechos perceptibles. Escribís una historia y la historia que escribís es como una trampa que mantiene el interés del lector para que en ese estado vaya creyendo lo que está leyendo y vaya bajando los niveles críticos de la conciencia.
–Hablabas de que al principio del taller las consignas eran desde la palabra. ¿Eso dificultaría el contacto con el mundo interior?
–Si trabajás a partir de la palabra se reduce toda la estructura a un juego intelectual y terminás trabajando con las herramientas del yo. Te perdés así las herramientas de todo el resto del ser, que son mucho más contundentes.
–En una de las páginas de los talleres virtuales, en la web de Gabriela Onetto, señalás que las consignas buscan profundizar el mundo interior, navegar el inconsciente y ponernos en contacto con él.
–Claro.
–Y después, cuando recibís el producto de la consigna de alguien que va a tu taller ¿cómo hacés para evaluar si ha navegado o no en el inconsciente? ¿Tenés herramientas para eso? ¿Tiene algo que ver con el psicoanálisis?
–No, todo es intuitivo (largo silencio). No sé, vos te das cuenta cuando una persona está hablando con su voz más verdadera, más profunda. Eso da el estilo de la persona. El alumno que viene por primera vez al taller, por lo general tiene la idea de que debe tratar de escribir como se debe escribir. Todo el estilo personal está borrado, eliminado, y lo que recibís del alumno son penosos esfuerzos por meterse en un estilo convencional que él cree es lo mejor, lo ideal, porque lo recibió de distintas fuentes en las que él depositó gran confianza. En algún momento de su vida estas fuentes confiables le dijeron cómo se debe escribir. Todo esto no sirve para nada y hay que destruirlo. Hay que conseguir que el alumno pueda expresarse con su propia voz, su propio estilo. Vos te das cuenta cuando una persona está tratando de conseguir una voz convencional o cuando está diciendo las cosas tal como las siente.
–Y ahí entonces hacés una lectura de la estructura del relato, de las condicionantes psíquicas de cada uno…
–No, para nada. Nada de eso.
–¿No las mirás, por ejemplo, como si fueran devoluciones de una terapia?
–No, nada que ver. A veces el taller tiene efectos terapéuticos, pero son efectos secundarios que no son buscados por el taller. Yo lo que busco es oír la voz verdadera del alumno. Cuando oigo que se está expresando con el estilo que le calza, que tiene que ver con su manera de ser, con su forma de pensar, de sentir, y que no se parece a nada que yo haya oído, ya está. No me importan los contenidos. El tipo puede tener un contenido marxista, de Carlos Marx, o marxista de Groucho Marx. No importa, no interesa en absoluto. Somos únicos y a mí me interesa que sea él mismo.
–¿Y cómo podés convencer a otra persona que esa es la voz de él? A veces las personas leen en el taller y no notan la diferencia. No se dan cuenta si es su voz o no.
–Nadie se da cuenta.
–¿Nadie se da cuenta cuando lee con su propia voz? ¿Ni siquiera los que escuchan?
–Es lo mismo. Tanto cuando escucha como cuando lee, la gente todavía está muy encerrada en los contenidos. Juzga un texto por los contenidos. A veces incluso por los sonidos, por la combinación de palabras. Cuando alguien dice “me gustó mucho tu texto en la parte que decís tal cosa”, quiere decir que el texto no está bien, pero destaca algo que sobresalió, algo que fue pensado o salió por casualidad con una forma especialmente afortunada, que se despega del contexto, y que en cierto modo es un parche, una cosa fallida dentro del texto general. Entonces se rescata “al menos” eso. La gente presta atención a los contenidos, a los argumentos, a las afortunadas combinaciones de palabras, incluso a las ingeniosidades, que no tienen nada que ver con la literatura. Lo único que importa en literatura es el estilo. Una vez que se alcanzó eso se puede decir lo que quieras. Cualquier narración, cualquier cosa que pongas va a estar bien, se va ajustar perfectamente con lo que estás expresando. Puede ser algo desagradable, o nada edificante, pero ése sos vos, un ser único. El estilo personal es imposible de alcanzar con oficio. No hay oficio que lo pueda conseguir.
–¿Y la hipnosis sólo se logra cuando el texto está escrito con estilo personal? ¿O eso es algo que se puede, digamos, simular o falsear? ¿El estilo personal está vinculado a la hipnosis del arte?
–En cierto modo sí porque… aclaro que esto de la hipnosis del arte no es una idea mía, está sacado de un libro, Psicoanálisis del Arte de Charles Baudouin. Este autor va incluso más allá, dice por ejemplo que cuando mirás un cuadro las formas del cuadro obligan a los ojos a hacer un camino preestablecido. Los ojos se mueven y siguen una serie de líneas y colores y sin que te des cuenta eso comienza a provocarte un pequeño trance. Y en ese trance lo que uno recibe es algo que no está en el cuadro sino en el alma del artista. O sea que la hipnosis permite transmitir el contenido de un alma a otra alma, independientemente del tema del cuadro. Siguiendo tu pregunta, me parece que si el texto está logrado, si está narrado con el estilo personal, uno entra inevitablemente en ese tipo de trance, que no es el trance habitual de quedarse dormido, aunque una vez me dormí con unos relatos de Mónica. Me dormí y hasta ronqué (risas), pero después pude comentar todos los pasajes. Dormido lo seguía escuchando.
–¿Te transporta, te hace imaginar lo que estás escuchando?
–No. Es una captación especial. El trance se da también cuando leés sin que nadie te hable. Es simplemente… a ver, una idea contemporánea del trance es que cualquier forma de concentración es un trance. Tu estás estudiando y te concentrás. Ahí ya entrás en cierta forma de trance. Si ahora, hablando conmigo, me prestás gran atención, entonces también estás entrando en cierta forma de trance. Hay un tipo de trance que es específicamente artístico, literario, pictórico, que tiene por finalidad suprimir la crítica intelectual. Entonces si vos estás creyendo lo que lees, lo que ves, estás creyendo en la película cuando estás en el cine, si crees que eso está sucediendo en la realidad –cuando es obvio que no– estás en trance. La obra atrapa tu atención de tal forma que el autor en ese momento, no se sabe bien cómo, digamos que bajo cuerda, te trasmite contenidos de su alma que no es posible ver en la obra porque no están ahí. Al menos no están explícitos. Yo por ejemplo capto mucho de los alumnos a través de los textos porque estoy tratando de captar al alumno en su totalidad, no en lo que me está diciendo, que no me interesa, sino en una cantidad de pequeñas cosas que forman un todo que es él, el alumno. Sus gestos, su voz, todo. ¿Entendés lo que estoy diciendo? Me parece que suena algo confuso. A ver, pongamos un ejemplo, a veces soñás con una persona y cuando despertás te das cuenta de que su aspecto en el sueño no correspondía con esa persona. La imagen podía ser cualquier cosa, podía ser otro, o podía ser algo que apenas se veía pero no obstante ello, de un modo inexplicable vos sabías en el sueño que esa persona era él y no otra. ¿Nunca te pasó eso?
–No.
–Hay elementos invisibles, inasibles, de una persona que son los que componen el Ser. Es lo que aparece cuando uno dice “este sentimiento es fulano”. En el sueño sabés que es él, pero no sabés porqué, la imagen no corresponde, la situación no corresponde, pero vos igual sabés que es esa persona. Estos elementos intangibles no tienen forma fija de expresión convencional y se captan vía inconsciente en los estados de trance o en los sueños. Es decir, en los estados que no están supervisados por el yo. Estados donde se suspendió la función crítica del intelecto.
–¿El objetivo del taller sería que una persona escriba desde su voz interior?
–Claro.
–Ahí el taller estaría redondeado.
–Que el alumno sea lo que es.
–¿Pero a nivel artístico no hay necesidad de otras cosas, de cuestiones técnicas de equilibrio, de proporción? ¿O cuando se logra hablar desde el yo eso ya viene incluido?
–Exacto. Todas esas medidas que inventaron los críticos, son a posteriori. Primero está la obra y después viene el análisis de los recursos, técnicas y esto y lo otro… pero el artista no tiene que pensar en eso, el artista tiene que pensar en lo que siente y en lo que está viendo en su mente y ponerlo. Eso ya tiene un equilibrio propio, da un equilibrio artístico. Que sea convencional o no es otra cosa, pero no se construye el arte con técnicas. Tú preguntabas antes si la hipnosis del arte se puede dar por medios técnicos sin poner en juego el alma y resulta claro que sí, evidentemente eso es posible. Podés conseguir atrapar la atención y lograr una gran concentración del que recibe el mensaje, sea pictórico, literario, por medios exclusivamente técnicos sin poner en juego nada personal. Es algo muy difícil de lograr, algo que da mucho trabajo y el resultado… Hay obras que te encantan, que son exclusivamente intelectuales y que igual te atrapan, pero no sé bien qué queda al final de todo eso. Tiendo a pensar que no queda mucho, al menos no como memoria personal. Es decir no queda como una experiencia personal, algo que uno abrigue al extremo de sentir, de decir “esto yo lo viví”. Son sólo pequeños trances que consiguen captar la atención del lector sin modificarlo.

Mario Levrero

básico

 Montevideo, 1940-2004. Escritor

Pasó la mayor parte de su vida en Montevideo, con breves estadías en Colonia, Buenos Aires y Francia. Sus primeros textos son de la década del sesenta. Entre sus libros capitales están Fauna , París , Espacios libres , La máquina de pensar en Gladys , El discurso vacío y La novela luminosa . Estos dos últimos lograron que Levrero dejara de ser un autor de culto para convertirse en uno de los más importantes escritores de la región.

 Levrero, Varlotta y el humor


Quienes conocieron a Levrero en persona, cuando se fue subrayaban una y otra vez un elemento en el recuerdo: su carcajada. Quienes habían formado parte además de un grupo flotante que solía reunirse (llevado por algún tema previo o la espontaneidad), en su departamento de la calle Soriano 936, primer piso, a veces disfrutaban de largas tiradas casi narrativas donde imperaba un humor más lento, irónico, o simplemente desopilante en el remate. A la larga, casi siempre reconducía a la carcajada.
Por otra parte la habitación que daba a la calle (donde se hacían las reuniones) tenía las paredes cubiertas por todo tipo de grafitis o montajes, desde “Castre a su gato con Castrol” (una marca de lubricantes), pasando por “No se sabe dónde están las cosas” (frase oída en un ómnibus entre dos señoras de edad), hasta “No hay que darle a Tarzán más virtudes de las que realmente tiene”. Cuando varios integrantes de ese grupo se fueron dispersando por el mundo cercano (Buenos Aires, Rosario) o lejano (España, México, Estados Unidos) pudieron seguir disfrutando de ese componente sólido –el humor–, a través de las cartas y luego los mails.
En su obra el humor impera sobre todo en Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo , que parece un divertimento pero que Levrero/Varlotta (él mismo decidió usar este último apellido) consideraba como demasiado revelador de conflictos personales. El argumento desencadena docenas de mecanismos salvajes, violentos. Más refinadamente, la novela París tiene un subsuelo de ironía cultural considerable sobre elementos tópicos de la cultura francesa: el surrealismo, los folletines. También aparece, esta vez con un sentido del “timing” notable (Levrero era fanático de la Pequeña Lulú, de Buster Keaton y el Gordo y el Flaco) en sus historietas: Santo varón , Almas en subasta (o El llanero solitario, con dibujos propios), y Los profesionales .
Ese humor tuvo plazo de entrega en la revista Misia Dura, un suplemento semanal de humor sobre todo político del diario El Popular, entre 1969 y 1971. Allí integró un grupo con sus viejos amigos Rubén Gindel (que escribía “Por los cines”), Carlos Casacuberta (de humor barroco) o Jaime Poniachik, con quien escribió unas “Lecciones de geometría” donde el punto, por ejemplo, era definido como un elefante que se aleja, y, en el instante previo a desaparecer, es un punto.
Varlotta Levrero usó allí varios seudónimos. El principal era “Tía Encarnación”, una señora de barrio que daba consejos sentimentales, culinarios o simplemente absurdos. El 22 de enero de 1970 apareció su necrológica, con el título “La comieron los chanchos”, y en el mismo número, un desmentido de “último momento”. Otros seudónimos fueron el Dr. Lavalleja Bartleby, Crush Syndrome, Sofanor Rigby.
A veces un texto cruzaba el río y aparecía en alguna revista literaria argentina, como este apunte científico de Lavalleja Bartleby, titulado “Odontogénesis”: “El espermatozoide, al penetrar en el óvulo, genera el diente. Este se multiplica varias veces por dos (uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, etc.) formando así la dentadura postiza. De las enervaciones dentarias surgen el cerebro, los ojos, el pelo, la nuca, y el sistema neuro-vegetativo. En esta etapa el feto abandona su sueño atávico y adquiere la perspicacia.” Misia Dura era dirigida por Jorge “Cuque” Sclavo, quien a veces se sentía abrumado por la diferencia entre el “grupo Levrero” (por llamarlo de algún modo) y el resto de los colaboradores, más seguidores de la tradición del humor político en el Río de la Plata. Creo que un libro que reuniera los textos de sus integrantes Gindel, Poniachik y Casacuberta, liderados por Levrero, no sólo sería un aporte bibliográfico sino también una lectura fascinante. Basta citar algunos títulos: “El choclo, ese desconocido”, “Catecismo de la mosca”, “Teoría de los briyos”.

Brillar en la mayor oscuridad

Obra recuperada. En la Argentina, la crítica le asignó un lugar de privilegio a partir de su muerte


Mario Levrero tenía una teoría, estrafalaria como todas las suyas: afirmaba que los libros, en la medida en que el papel se amarillaba y envejecía, desarrollaban un hongo cuyas partículas al ser aspiradas durante la lectura, generaban una fuerte adicción. Así explicaba su devoción por las novelas policiales de colecciones populares, adquiridas en ferias o librerías de viejo, materia prima de su formación como escritor.
¿Cuál es el hongo, cabría preguntarse, que se desprende de los últimos libros de Levrero, capaz de generar idéntica adicción? La aclaración vale. Aun cuando la idea de considerar su obra como un todo se consolida en la recuperación que está llevando a cabo Random House Mondadori, el abandono del relato como historia a favor del registro de la experiencia menuda y personal provocó un sismo. ¿Dónde reside el secreto –se preguntan los lectores fanáticos– que mantiene la fascinación por una escritura que habla sobre lo que cualquiera puede ver?
En la Argentina, la recepción de los textos de Jorge Mario Varlotta Levrero se modificó sustancialmente a partir de que Interzona publicara en 2006 El discurso vacío . Se habían cumplido dos años de su muerte y meses después de que Alfaguara editara en Uruguay su proyecto más extraordinario: La novela luminosa , precedida del Diario de la beca . Más tarde, Diario de un canalla y Burdeos, 1972 se sumarían a esas obras en formato de diario íntimo.
Hasta entonces, sus libros conocían la fama del boca a boca en algunos círculos, así como las anécdotas de este uruguayo de aspecto descuidado que se ganaba la vida con publicaciones humorísticas, historietas, la redacción de revistas de ingenio y crucigramas, la coordinación de talleres literarios, e incluso, algunas de las letras cantadas por Leo Maslíah. Productos que firmaba con alguno de sus muchos seudónimos. Es probable que el desempeño en estas actividades postergara su acceso al podio de los escritores –lugar que jamás habría reclamado porque nunca se consideró a sí mismo como tal. Lo cierto es que a pesar de haber publicado de manera regular no pocos títulos ­–la “trilogía involuntaria” compuesta por las novelas La ciudad (1970) , París (1979) y El lugar (1981); los libros de relatos La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992), Ya que estamos (2001), Los carros de fuego (2004); las novelas breves Caza de conejos (1986), F auna/Desplazamientos (1987), Dejen todo en mis manos (1994), El alma de Gardel (1996), más el folletín paródico Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) y las columnas periodísticas reunidas en Irrupciones I y II (2001)– no fue suficiente para que César Aira lo incluyera en su Diccionario de autores latinoamericanos . Hoy, un librito suyo autografiado se cotiza a $ 3000 y la crítica académica le asigna un lugar de privilegio mientras trata de desentrañar el enigma que plantea su escritura asfixiante y lúdica.
Mario Levrero es para las letras latinoamericanas el gran descubrimiento de este siglo. Descubrimiento que germinó en el campo fértil de las llamadas literaturas del yo (no cuesta imaginar cuánto le hubiera desagradado esta categoría) y en esa afirmación a contramano que consiste en brillar en la mayor oscuridad. Porque eso es lo que testimonian los últimos libros: ya no esas experiencias kaf-kianas o surrealistas de los primeros, sino la angustia de quien escribe para decir que no puede hacerlo o que lo hará sólo bajo determinadas condiciones, por ejemplo, imponiéndose ejercicios caligráficos u obligándose a llevar un diario. Esas propuestas tienen algo de absurdo y parecen fundadas en el humor del que habla Elvio E. Gandolfo. Un humor, agrego yo, que convive con la desesperación.
Pongamos por caso el Diario de un canalla , escrito en 1986. Un año antes, Levrero se había radicado en Buenos Aires, apremiado por problemas económicos. Aquí, la módica holgura que le brindaba un sueldo fijo lo hacía sentir culpable, no tanto por el hecho de no escribir sino por haber “abandonado por completo toda pretensión espiritual”. El Espíritu, según su peculiar filosofía, es todo lo que cuenta porque gracias a él se manifiesta el ser. Ni la literatura “ideológica” portadora de contenidos, ni las técnicas literarias, ni el trabajo obsesivo sobre la palabra definen el ser del escritor.
Ahora bien: ¿cómo hacer para que el Espíritu se manifieste? Cavila sobre esto, encerrado en su lóbrego departamento, cuando descubre que en el patio ha caído un pichón de gorrión. Es una señal, se dice, pero ¿de qué? Y agrega: “Me sentiría mucho mejor si pudiera interpretar con claridad la señal, si pudiera interpretar con certeza qué carajo quiere de mí el Espíritu (…) Tal vez sólo espera que siga adelante con esta novela, diario, confesión, crónica o lo que sea, aunque no puedo figurarme por nada del mundo para qué querría que siguiera con esta mierda. Lo cierto es que la fenomenología avícola comenzó con las primeras líneas de este texto”. Durante once días vigila el patio oscuro, el pichoncito y el revuelo que provocan sus padres. Y lo escribe. Ahí está el drama y su torpe comicidad. Ahí el sortilegio que mantiene a los lectores en vilo. Un hombre, unos pájaros y lo que surge de la imposible comunión entre uno y otros. Una “fenomenología avícola”, la lucidez del sinsentido, la consagración del prosaísmo. Un día el gorrión pudo volar, uniéndose a la bandada indiferenciada. “Ahora Pajarito no tiene nombre. Nadie lo quiere. Para mí ya es recuerdo; es el que fue, el que estuvo en mi patiecito, el que yo miraba por entre las tablitas de las persianas, durante mucho tiempo, a la caída del sol, con la esperanza de verlo hacer algún preparativo especial para dormir (…) Ahora, la varita con la planta enroscada, sin Pajarito como remate, penacho o fruto, da una triste idea de incompletud, de inutilidad, de fracaso.”