Un grupo de escritores cubanos, de dentro y fuera de la isla, describe la realidad personal y literaria de su país y lo que significa crear bajo el castrismo
Silencio, metáfora… apertura.
Silencio, decepción... verdad.
Estas son las dos vías paralelas de la literatura cubana en los últimos 55 años, desde que llegó Fidel Castro
al poder. La primera vía es de aquellos que han escrito desde la isla y
la segunda desde el exilio. Dos caras de una misma moneda que han
mantenido viva la creación. El sino cultural en países con regímenes
parecidos.
En este caso, “la relación estado-literatura en Cuba
ha sido compleja y contradictoria; insana y, sin embargo, capaz de
servir de caldo de cultivo para obras y autores de notable calidad;
extremadamente paradójica”, resume Antonio Orlando Rodríguez,
que empezó a publicar en la isla y hoy desde el exilio en Estados
Unidos. Un vistazo atrás le permite mostrar esa paradoja porque, “el
gobierno ha contribuido a darles alas a muchos escritores, a través de
la educación y del acceso a la cultura, pero con la pretensión de que
solo las usarían para volar entre las paredes de su jaula”.
El arco de esa historia lo trazó Seymour Menton en Caminata por la narrativa latinoamericana.
Identifica seis fases literarias: La lucha contra la tiranía (1959-61),
Exorcismo, existencialismo y autocensura (1962-65), Epopeya,
experimentación y escapismo (1966-70), La novela ideológica, realismo
socialista (1971-74), Novelas detectivescas y novelas históricas (1975-
1987) y La sexta fase (1989-2000). Faltaría una séptima, la del siglo
XXI que podría ser Diversidad y apertura.
Si las novelas de 1959-60, explica Menton, “se caracterizan por sus
héroes románticos que viven melodramáticamente durante un breve periodo
novelístico de menos de un año, los protagonistas del segundo grupo son
individuos angustiados cuya vida prerrevolucionaria carente de sentido
justifica las arrolladoras reformas sociales llevadas a cabo por la
Revolución”.
Entonces las voces disidentes empezaron a aparecer. Y con ellas la
censura, aunque Castro dijera más de una vez que cada cual podía
escribir lo que quisiera porque su gobierno no le iba a prohibir a nadie
lo que escribiera: “Al contrario. Y que cada cual se exprese en la
forma que estime pertinente y que exprese libremente la idea que desea
expresar”. Lo hizo, sobre todo, en 1961 cuando los tres directores del
suplemento cultural Lunes, del periódico Revolución,
tuvieron que comparecer ante un tribunal del Partido Socialista Popular:
Guillermo Cabrera Infante, Pablo Armando Fernández y Heberto Padilla.
Los tres fueron enviados al extranjero en asuntos diplomáticos.
En el origen y en la cotidianidad de todo eso se detiene Abilio Estévez:
“Politizaron nuestras vidas; nos obligaron a vigilarnos los unos a los
otros; nos forzaron a vivir en estado de guerra permanente contra un
enemigo que nunca nos atacó, y vivir en condiciones de guerra; nos
exigieron entender una sola filosofía, el marxismo-leninismo; creímos
entender que la verdadera vida estaba en otra parte y aprendimos que
huir era la única solución… Y aunque parezca una frivolidad: desde un
punto estrictamente literario, el conflicto vivido era, es, una
invitación a escribir”.
Aunque la respuesta del Gobierno, en muchos casos, según Wendy Guerra,
fue aplastar todo aquello que no alabara o contentara su ideal
político. “¿En qué país crecí yo?”, se pregunta, y contesta: “En un país
de escritores oficialistas, por un lado, o por el otro, de creadores
muy agudos que lograron salir adelante gracias a fenómenos muy
particulares o ayudas de personas brillantes y poderosas que los
salvaron de la hoguera (esos fueron los pocos), en mi mundo personal
conocí muchos seres acallados, criaturas sublimes castradas en su
pensamiento, apabullados y atemorizados, poetas presos, homosexuales
expulsados o condenados a trabajos forzados, nombres borrados del mapa
intelectual cubano. Libros quemados. Deportación o exilios impuestos”.
Al comienzo, dice Carlos Alberto Montaner, “casi toda la producción literaria era prorrevolucionaria y cantaba la gesta
(el lenguaje siempre es épico) de la lucha contra la dictadura de
Batista. Desde hace unos 30 años eso comenzó a cambiar y hoy es
abrumadoramente anticomunista, antiestalinista, en cantidad y calidad”.
Ese acercamiento a la realidad lo comparte Antón Arrufat.
Durante un tiempo, reconoce, se recurrió a la metáfora y a los
símbolos, luego se hizo literatura de evasión, pero “hoy los jóvenes
tocan temas impensables antes, como la homosexualidad o la falta de
alimentos. Hay libros que, tal vez, literariamente no valgan pero como
documento sí”.
Antes, en los ochenta, nace una nueva generación de artistas contestatarios, recuerda Zoé Valdés.
Todo empezó por la pintura, dice, “luego le seguimos los escritores.
Algunos ya habíamos leído a Cabrera Infante, Lezama Lima (prohibido
entonces), empezábamos a tener noticias de Reinaldo Arenas, adorábamos a
Lydia Cabrera. En los ochenta empezaron a hacerse performances
callejeros muy herméticos y críticos. Eso alertó al Ministerio de
Cultura, que en esa época quiso reunirse con los artistas y escritores
contestatarios. Le dijimos lo que pensábamos, pero todo fue una tomadura
de pelo para apretar más las tuercas de la censura. Muchos de los que
estuvimos en aquella reunión nos fuimos al exilio en los años que se
sucedieron”.
Censura es la palabra más citada. “Hay autores que no han sido
publicados o que han dejado de serlo, por el contenido de sus textos, ya
vivan dentro o fuera de la isla”, afirma Karla Suárez.
Dentro de las mismas editoriales, agrega, “hay como una especie de
resistencia, gente que intenta hacer las cosas de otro modo y se
enfrenta. De otra parte, creo que la misma situación fomentó la
creatividad, esa necesidad de contar, de dejar escrito en un papel lo
que no salía o no sale en los periódicos”.
La realidad como materia prima y la adversidad como incentivo y recursos creativos se aprecia en Cuba en el arco que traza Alma Flor Ada: “De El siglo de las luces,
de Alejo Carpentier, que se nutre de los conflictos inherentes a las
revoluciones: La injusticia que las provoca, el idealismo que las
inicia, el absolutismo, los desmanes y las traiciones que pueden
engendrar”; hasta El hombre que amaba a los perros, de Leonardo
Padura y el resto de su obra: “hace una profunda crítica al desgaste de
los ideales revolucionarios, a las traiciones cotidianas que erosionan
principios fundamentales. Pero a pesar de la crítica honesta y profunda
ambos narradores dejan abierta la esperanza en el ser humano como ente
social”.
Lo que da el marco principal a las dos orillas de la realidad cubana, es, según Isel Rivero,
Guillermo Cabrera Infante: “Aunque no estemos todos de acuerdo por
diferencias estilísticas u otras, es la obra de más consistencia de los
últimos 50 años. El libro de Reinaldo Arenas, Antes que Anochezca, es ya la denuncia abierta al régimen. Y el libro de poemas de Heberto Padilla, Fuera del Juego, marcó un hito en la represión de intelectuales que habían sido leales al proceso”.
Lo que queda es el interrogante de Wendy Guerra: “¿Las personas que
dirigen el país amaban, aman o disfrutan realmente las artes? Esa es la
verdadera pregunta. ¿Hace falta que el gobierno sospeche de nosotros, de
nuestra capacidad y éxito más allá del tópico político? No, el daño
está hecho, somos nosotros los que sospechamos uno del otro, el profundo
daño humano está hecho”.