Ciclo: Una imagen necesita más de mil palabras. Literatura y cine colombianos
Película colombiana, basada en la novela homónima del escritor Fernando Vallejo
Barbet
Schroeder
(Teherán, Irán, 26 de agosto de 1941), es un
director, actor y productor francés de origen suizo. Empezó su
carrera en el cine francés en la década de los 60, al lado de Jean-Luc Godard y Jacques Rivette. A los 23 años,
Schroeder funda su propia productora "Les
Films du Losange" junto con Eric Rohmer, y produce
algunas de las mejores películas de la nueva ola
francesa.
Su debut como director fue More (1969), sobre la
adicción a la heroína y que se convirtió en un éxito en toda Europa, entre
otras cosas porque Pink
Floyd
fueron los encargados de musicalizar el film. En 1972, escribió y dirigió El
valle,
película que también fue musicalizada por Pink Floyd, cuyo resultado se oye en
el disco: Obscured
by Clouds.
En
la década de los 80, Schroeder dirigió más películas y entró de lleno en el
mundo de Hollywood. Así llegarían El borracho (1987) protagonizado
por Mickey
Rourke,
Mujer blanca
soltera busca
(1992), y Reversal
of Fortune
(1990), por el que
recibió una nominación a los Oscar y donde Jeremy Irons en el papel de Claus von Bülow recibiría el Oscar
al mejor actor.
A pesar de los
éxitos de sus películas, Schroeder ha continuado interesándose en realizar
proyectos de bajo presupuesto como la adaptación de la obra del escritor
colombiano Fernando Vallejo La virgen de los
sicarios (2000) o el documental de 1974 sobre el
dictador ugandés General Idi Amin Dada, o
"Terror's advocate" (2007) sobre el terrorismo de los últimos 50 años
a través de los ojos del abogado Jacques Vergès.
Schroeder
también ha hecho algunas apariciones como actor: como presidente de Francia en Mars Attacks! (1996), de Tim Burton, o como duque en
La duquesa de Langeais (2007), de Jacques Rivette. En 2006 fue objeto de
una retrospectiva en la 54 edición del Festival de San Sebastián
La Virgen de Los Sicarios, la película
William Ospina
El
joven protagonista de La virgen de los
sicarios, de Barbet Schroeder, mata mucha menos gente que Rambo, o que los
invariables e incansables policías de Los Ángeles y sus malvados enemigos, pero
ninguna víctima de Rambo nos sobrecoge, y en cambio cada uno de estos crímenes
improvisados en Medellín es perturbador y logra quitarnos el sosiego. No
acabamos de conciliar su advenimiento intempestivo con la cara de ángel del
asesino, ese sangriento Tadzio de barriada, ese Alexis, a quien no podemos
conocer porque es elemental e imprevisible, porque vive demasiado de prisa,
porque habita un mundo demasiado provisional y demasiado desprovisto a la vez,
porque es apenas una nube que pasa.
Tal
vez por eso es tan conmovedora la secuencia de las nubes que llenan y vacían
desesperadamente los cielos de Medellín, que se desbordan sobre las montañas
vecinas, que en seguida se esfuman, y que en algún momento fulminan con rayos
tremendos el valle populoso y profundo. El director no puede impedirse comparar
esa juventud tierna, dulce incluso, capaz de solidaridad y de devoción, pero a
la vez implacable, inconsciente, inhumana, con la violencia impersonal de la
naturaleza en un mundo tormentoso, agobiado de una casi insolente fecundidad.
Vemos a estos jóvenes matar y morir en una danza impulsiva, irreflexiva,
carente de sentido, y no conseguimos odiarlos, porque nos parece que se matan
con la misma inocencia con la que se abandonan al amor o a la música.
No
son del todo reales. Criaturas de la ficción de Fernando Vallejo, hechas para
ilustrar a la vez sus ensueños y sus opiniones vehementes sobre lo humano y lo
divino, sin duda tienen mucho de los jóvenes que ha conocido en su vida y de
los que llenan con su muerte precoz la noche de las barriadas en la ciudad más
extraña de uno de los países más extraños del mundo.
Estos
jóvenes de Vallejo son curiosas quimeras, y ello no significa que no existan.
«Conjuntan en su sangre», como diría un autor de culto de Vallejo, Porfirio
Barba Jacob, la violencia con la inocencia. No saben vivir, pero lo intentan.
No quieren morir, pero matan. No saben morir, pero mueren. ¿Quién se atreverá a
decir que no existen? El director ha sabido recibir el doble aporte de Vallejo
y de Víctor Gaviria para hacer una película que un mero colombiano tal vez
podría concebir pero no realizar, que un mero europeo tal vez podría realizar
pero no concebir. «Yo sé que no se parece a nada conocido», me dijo con orgullo
Barbet Schroeder a la salida de una exhibición privada de su filme en la
avenida Wagram, en París. Creo, sin embargo, que le ha hecho un consciente homenaje
a algo conocido cuando escogió un caño turbio como aquel en que ocurren varias
turbias escenas de La vendedora de rosas para una de las escenas más singulares
de su película: la de la muerte del perrito. También siguió el consejo tácito
de Gaviria de usar actores naturales sacados de las turbulentas barriadas para
encarnar a sus personajes; esto hace crecer hasta el vértigo la dosis de
realidad de la obra. Así podemos sentir con gratitud que un gran director del
cine mundial se ha dejado tocar en la medida de lo necesario por una obra
reciente del cine colombiano.
Halago
lateral y amistoso al arte abigarrado pero hondamente intuitivo y poético de
Víctor Gaviria, la película de Schroeder es también, centralmente, un homenaje
a la personalidad imponente de Fernando Vallejo, después de García Márquez el
más original y vigoroso escritor colombiano contemporáneo. Siendo tan intensos
y conmovedores los jóvenes sicarios, es Vallejo quien centra la película, con
su personaje a medias real, a medias fantástico, finamente reinventado por
Germán Jaramillo, que ensaya para cada hecho de la realidad una conclusión
epigramática.
La
pasión de Barbet Schroeder por los cínicos griegos encuentra aquí su molde
perfecto. Como en la vida de Diógenes contada por Diógenes Laercio, el
protagonista filósofo va puntuando la realidad con sus frases insolentes,
escépticas, mordaces, siempre a mitad de camino entre el edificante cinismo
filosófico y el cinismo a secas de cada día. Sus opiniones son tan singulares
que no logran desdibujar ni entorpecer la acción, y por momentos hasta creemos
en el ser humano que se oculta bajo esa manía sentenciosa. El fin de Vallejo,
con todo, es menos retratar una conciencia que zarandear a un país y,
desnudando sus vergüenzas, igualarlo al resto de la humanidad, a la que insulta
con indignación imparcial.
Su
moral es la de Almafuerte, su complicidad con el criminal es idéntica: ¡Dónde
esconde sus pálpitos de lobo/ Dónde esgrime su trágica energía/Para ponerme yo
como vigía/Mientras urde su crimen y su robo! Y la conclusión de su prédica
bien podría ser la de ese vigoroso poeta de los suburbios: Yo derramé, con
delicadas artes/Sobre cada reptil una caricia/No creí necesaria la
justicia/Cuando reina el dolor por todas partes.
Por
eso el protagonista va asumiendo gradualmente el papel de misionero del
nihilismo, y su actitud profundamente religiosa, de modo negativo, se ve
resaltada por su frecuentación de las iglesias. Es allí donde el nombre de la
película revela su contenido secreto. Sobre los gritos que denuncian al Dios
inexistente -lo que no impide que el protagonista lo vea en los ojos de un niño
callejero abandonado y drogado- se yergue la imagen de la virgen de los
sicarios, la madre comprensiva que santifica con su silencio la labor de los
niños asesinos. Esa mujer intangible y ausente, en este mundo de hombres solos,
de hombres que se aman y se matan, que se matan para amarse, que se aman para
matarse, es un extraño símbolo, bien inexplicable pero bien imborrable. Buen
sacerdote de su religión es este gramático que rechaza la procreación y odia a
las madres aunque ama a sus hijos. Un hombre moderno, a la manera de
Baudelaire, odiador profesional de la madre a la que idolatra, compadecedor de
las ancianas en las que ve la crueldad de Dios:Ruinas, sois mis hermanas,
vencidas, solitarias/Cada tarde os despido con mi solemne adiós./¿Dónde
estaréis mañana, evas octogenarias/Marcadas por la garra implacable de Dios?
Estas despiadadas comprobaciones, estos
sermones del ateísmo militante, estos asesinatos simbólicos del poder, fueron
siempre el modo como las sociedades se quitaron de encima las mordazas del
clericalismo y las camisas de fuerza de una moral hipócrita. Aquí Barbet
Schroeder se une a Vallejo para hacer una obra que pone a Colombia en el mundo,
permitiendo a la vez que Colombia se mire a sí misma. Es evidente que la
realidad del país no se agota en este elocuente símbolo de los amores entre un
gramático y un sicario bajo la tutela espiritual de la virgen, como no se agota
Rusia en Raskolnikov, ni Grecia en Clitemnestra, pero mucho de él está aquí a
la vista. Y, cosa curiosa, será su aire profundamente familiar lo que le dará
su éxito en Colombia, en tanto que será su radical extrañeza lo que le dará su
lugar en el mundo.
Extrañeza
de su tono humano, de su conmovedora música campesina, de sus barriadas
equinocciales y de la devoción de sus asesinos, idéntica a la de los cruzados y
los conquistadores, que se santiguaban con las armas e invocaban al santoral
para sus orgías de muerte, pero ahora utilizada no para arrasar al infiel ni
destrozar al distinto sino al hermano querido. Lo demás no es extraño. Lo demás
de esta historia es viejo como el mundo. Es el desolado amor de un hombre por
su juventud perdida, y es la incestuosa guerra / de caínes y abeles y su cría
de la que hablaba Borges. La muerte, que no es un patrimonio colombiano, sino,
como lo dijo un crítico francés después de ver la película, «lo que más hay en
todas partes».
La virgen de los sicarios
Una
película de Barbet Schroeder, guión de Fernando Vallejo, adaptación de su
novela homónima, con la actuación de Germán Jaramillo, Anderson Ballesteros,
Juan David Restrepo y la participación de Manuel Busquets. Cámara: Rodrigo
Lalinde. Dirección de arte: Mónica Marulanda. Sonido: César Salazar. Edición:
Elsa Vásquez. Montaje de sonido: Jean Goudier. Mezcla: Dominique Hennequin. Productora: Margaret
Menegoz.
Fuentes:Wikipedia. revistanumero.com