sábado, 7 de abril de 2012

Minicuentos 29



La cólera de un particular
Anónimo chino
El Rey de T’sin mandó decir al Príncipe de Ngan-ling:

-A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda.

El Príncipe contestó:

-El Rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio.

El Rey se enojó mucho, y el Príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El Rey le dijo:

-El Príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí. T'ang Tsu respondió:

-No es eso. El Príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecieras un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría.
El Rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu:

-¿Sabes lo que es la cólera de un rey?

-No- dijo T’ang Tsu.

-Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda -dijo el Rey.
T’ang Tsu preguntó entonces:

-¿Sabe Vuestra Majestad lo que es la cólera de un simple particular?

Dijo el Rey:

-¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con la cabeza.

-No -dijo T'ang Tsu- esa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día.

Y se levantó, desenvainando la espada.

El Rey se demudó, saludó humildemente y dijo:

-Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido.

Las cosas de Andrés

Manuel Mejía G

Los amigos dicen que Andrés no se baña hace al menos dos generaciones y la culpa, la verdad, no es suya. Él aduce que el agua hace que le salgan granitos en la piel y que le escuece cuando se pasa una toalla por el torso. Para colmo, no puede desnudarse en el cuarto de baño ya que el frío le produce dermatitis alérgica aguda y mejor no hablemos del rechazo que causa el jabón. Todo ello junto obliga al bueno de Andrés a no bañarse. Está más sano que cualquiera, aunque los amigos dicen que no le conocen novia.

El último aliento

Marcelo Del Castillo

El planeta navegaba extraviado en la galaxia. La naturaleza se había agotado y ya no crecía la yerba ni existía el agua. La última guerra por el agua había expoliado a todos los seres vivos. Se había extinguido la vida misma del planeta. Todas las conexiones naturales habían desaparecido. La atmósfera era un manto oscuro de tinieblas donde flotaba un ambiente espeso que producía vapores mefíticos por la ausencia de oxigeno que envenenaba si se atreviera a salir de su escafandra. Martín pensó que era ilusorio tratar de hallar la compañía de alguien. Sudaba protegido en su invernadero. Eso le permitía sentirse vivo al respirar una atmósfera artificial que costó millones de vidas realizarla. Recordó que su padre contaba una fábula religiosa, que el mundo lo había hecho un dios extraño en siete días y había creado al hombre a su imagen y semejanza. Hallaba divertida esa fábula, porque, de algún modo, explicaba un mito fundacional de una especie que ya era extinta y que él era el último ejemplar que la recordaba. Educado en el frio racionalismo de la ciencia-antes de la guerra final- sólo creía en los resultados científicos. Sabía que había sido engendrado mediante in vitro en el vientre de una mujer que ofrecía estos servicios clandestinos. Su padre inmediatamente le incrustó el chip definitivo que legalizaba su existencia, para así evitar que fuera aborrecido y desechado como millones de seres por la proliferación humana que había agotado el planeta. Así, pues, él no conocía sentimientos ni sensaciones abrumadoras. A esa edad- treinta y tres años- no sabía nada de emociones ni entendía por qué en el pasado más antiguo y remoto de su especie, la gente se haya acoplado tanto para producir ese desastre planetario de acabar con el planeta mismo. No sabía ni comprendía palabras como amor, sentimientos. Su mente había sido programada desde su chip para producir cálculos científicos y raciocinios fríos y exactos, donde no comprendía tampoco la palabra error. Cuando comprendió la palabra soledad, en la que estaba, buscó una explicación pero la maquinaría fría, yerta y luminosa de sonidos, no sabía explicarle nada. Así, que abrumado se asomaba una y otra vez al blindado vidrio oscuro del invernadero donde sentía su aliento vivo, esperanzado y anhelante de una compañía…