sábado, 10 de septiembre de 2011

Minicuentos 10




Cuento de espantos

José Emilio Pacheco

Violó la cripta a medianoche. Halló su propio cadáver en el sarcófago.


La tumba india
José de la Colina

Había una vez un maharajá en Eschnapur que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejanas tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron, y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor, y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas, de los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas, y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró matarlos, porque ellos lo habían traicionado dos veces, en su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado...

Y entonces el constructor dijo: “Señor, siento que la mujer que amáis haya muerto”, pero el maharajá preguntó: “¿Quién dice que ha muerto? ¿Quién dice que la amo?”, y el constructor se turbó y dijo: “Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor”, y entonces le contestó el maharajá: “No te equivocas: la tumba la construye ahora mi odio. Pero cuando pasen muchos años, tantos años que esta historia será olvidada, y mi nombre, y el de ella, la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre mandó construir en memoria de un gran amor”.


Descontento
Oscar Wilde

José de Arimatea, después de la crucifixión de Jesús, se encuentra a un joven desnudo y lloroso.

-No me asombra tu gran pesar -le dice-, porque en verdad que Él era un hombre justo.

-No, si no lloro por Él -replica el joven-. Yo también he hecho milagros y todo lo que ese hombre ha hecho, ¡pero no me han crucificado!


La caracola
Ramón Gómez de la Serna

Al ponernos al oído aquella caracola escuchábamos ruido de mar y gritos de náufragos.


La historia que pudo ser
Eduardo Galeano

Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.

A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.

Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.

Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.

Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.


Cigarras y hormigas
Alberto Barrera

Durante ese verano, ese otoño y esa primavera la cigarra cantó, leyó libros maravillosos, se hinchó de frutas de comarcas lejanas, fornicó y bebió hasta desfallecer, durmió sobre el humo de las ramas del sauce. Mientras, la hormiga —que sabe leer y conoce la historia— saqueó con su modestia la montaña, llenó de hojas, migajas y restos de vecinos muertos toda su cueva. Meticulosa, la hormiga pasó el año ahorrando para cuando el viento y la lluvia feroz.

Y llegó el invierno (como suele suceder en la literatura y en el mundo) y arrasó con todos los planetas. Del reino sólo quedaron raíces y hojas de plátano, susurros atrapados bajo el hielo, cadáveres simples y pequeños (cigarras y hormigas, por ejemplo).


Instrucciones para llorar
Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza.

El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro.
Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto.
Duración media del llanto, tres minutos.


Miedo
Evelio José Rosero

Una vez llamó a su casa, por teléfono, y se contestó él mismo. No pudo creerlo y colgó. Volvió a intentarlo y nuevamente volvió a escuchar su propia voz, respondiendo. Entonces tuvo el coraje de preguntar por él mismo y su propia voz le dijo que no siguiera insistiendo porque él mismo nunca más iba a volver. “Con quién hablo”, preguntó, por fin, y escuchó, anonadado, lo que nunca debió oír. ¿Qué escuchó? Nadie lo sabe, pero debió ser algo terrible porque él no pudo controlar la carcajada creciente, asfixiándolo. Al día siguiente los periódicos no registraron la noticia, cosa lamentable si se tiene en cuenta que todo periodismo de verdad consiste en ir más allá de lo aparente, hacia la verdad total, y más si el hecho tiene que ver acaso con un problema de orden metafísico en la compañía de teléfonos. Usted mismo podría indagar la realidad de este suceso, exponiéndose –eso sí, por su propio riesgo– a que todos los teléfonos se confabulen una tarde contra usted y lo silencien, definitivamente.


Naúfragos
Ana María Shua

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados.
Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.