Y si las Torres Gemelas
fueron el Pearl Harbour de la guerra de Irak, señala Feinmann, pronto
podrá verse la utilización guerrera y xenófoba que hará la derecha
occidental del atentado a Charlie Hebdo.La unicidad
del mahometanismo y la unicidad del Occidente tecnocapitalista se
enfrentan durante los días presentes y la modalidad de ese
enfrentamiento adquiere la forma de la catástrofe y el terror. Hace más
de una larga década que el pensamiento crítico ha denunciado la
dogmática tecnocapitalista de lo Uno surgida luego del fin de la Guerra
Fría. La posguerra fría se caracterizó por la violenta imposición de un
discurso único, triunfante, devastador e irrefutable: el discurso del
liberalismo de mercado que sofocó las diferencias, las culturas
alternativas, los estados nacionales y las identidades. Un discurso
apoyado en un aparato comunicacional poderoso capaz de constituir las
subjetividades del mundo sometido a él. Así, el Occidente
tecnocapitalista instauró un Saber absoluto, un Sujeto absoluto, una
centralidad absoluta y una maquinaria de guerra inédita que sostenía
esos poderes. Hoy, desde otra unicidad, desde otro Uno que es,
simultáneamente, lo Otro de Occidente, se agrede con una eficacia
devastadora lo Uno occidental. A su vez, Occidente se prepara para
arrasar con lo Uno islámico. Un apocalíptico juego especular en que lo
Otro de Occidente acabe, tal vez, realizando la destructividad esencial
del tecnocapitalismo y exhibiendo, en ese gesto, que es en verdad la
cara oculta de Occidente, su pesadilla secreta, su inconsciente más
temido, ya que –si llevamos al terreno de la filosofía política una
fórmula de Jacques Lacan: el inconsciente es el discurso del Otro–
podríamos sugerir que el discurso devastador del fundamentalismo
islámico es el inconsciente del tecnocapitalismo, y viceversa. No es
casual, entonces, que el planeta se encuentre al borde de la
destrucción.
Hegel y Mahoma
Hegel, en su Filosofía de la Historia, en esas clases olímpicas que
daba en tanto rector de la Universidad de Berlín y filósofo dilecto del
Estado prusiano, se ocupa del mahometanismo. Se trata de una “revolución
del Oriente” que vendría a terminar con el aberrante culto de las
particularidades en que había caído el paganismo cristiano. “Aquí lo uno
convirtióse en el objeto de la conciencia y en lo último de la
realidad.” (Nota: Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal, Alianza, 1999, pp. 591 y siguientes.) Es una religión “fuerte
y pura” que da testimonio de un “espíritu sencillo que, como el
judaísmo, rompe con todos los particularismos”. De este modo, judíos e
islámicos comparten esa pasión por el Dios abstracto, alejado de la
figuración, de lo relacional, de los particularismos. “En esta religión
sólo lo uno, lo absoluto, es conocido. La intuición de lo uno debe ser
lo único reconocido y lo único que rige.” Esta adoración de lo Uno lleva
a la negación, a la destrucción “de todas las diferencias”. ¿Qué deduce
Hegel de esta actitud? Adorar lo Uno y aborrecer de las diferencias
“constituye el fanatismo”. Y define: “El fanatismo consiste, en efecto,
en no admitir más que una determinación, rechazando todo lo demás
particular y fijo y no queriendo establecer en la realidad más que
aquella única determinación”. Ya veremos esta temática en el Corán.
Sigamos un poco más con Hegel: “La adoración del uno es el único fin
último del mahometanismo; y la subjetividad tiene sólo esta adoración
como contenido de la actividad, como también el propósito de someter el
mundo entero a ese uno”. Acaso en este último matiz se exprese cierta
paranoia occidental de Hegel, quien, sin embargo, no estaba preocupado
por el, digamos, “peligro islámico”. Y continúa: “El hombre tiene valor
sólo como creyente. Rezar al uno, creer en él, ayunar, eliminar el
sentimiento corpóreo de la particularidad, dar limosna, esto es,
renunciar a la posesión particular; estos son los simples mandamientos”.
Sin duda, Hegel se había hecho tiempo para frecuentar el Corán, pues la
descripción es certera. Y más aún: “Pero el supremo mérito es morir por
la fe y el que perece en la batalla por la fe está seguro de obtener el
paraíso”. Actitud religoso-existencial que permitió la eficacia del
atentado a las Torres Gemelas, porque el terrorista al que no le
preocupa huir, establecer un plan de escape, es infinitamente más letal
que el otro, el que pone la bomba pero quiere seguir vivo.
Hegel, luego, establece una simetría fascinante: une Oriente y
Occidente con el lazo del terror. Señala a Robespierre y afirma, sin
más, que si para el fanatismo islámico el principio es “religión y
terror”, para el fanatismo iluminista de la Revolución Francesa el
principio fue “libertad y terror”. Si establecemos un puente entre la
burguesía capitalista que conquista, en 1789, el poder político y su
demoníaca heredera del siglo XXI –el capitalismo financiero
tecnocomunicacional– podríamos decir que éste esgrime un principio tan
destructivo como el del Islam y el de Robespierre: Libertad de mercado y
terror. Vamos, así, dibujando el complejo entramado civilizatorio que
derrumbó las Torres e inició el siglo XXI, si es que aceptamos la
modalidad de iniciar los siglos con las catástrofes. (El siglo XX se
inició con la del Titanic y terminó con la del Titanic, el Titanic de
James Cameron, el film catástrofe más caro de la historia en el que todo
el mundo vio, sin sospecharlo o acaso sí, sospechándolo, la
prefiguración del hundimiento de las Torres.)
Otra simetría entre Robespierre y los califas: “Los califas tenían
derecho a ejecutar a quien quisieran, a capricho. El principio de
Robespierre de que para mantener la virtud es necesario el terror, era
también el principio de los mahometanos”. Y Hegel se remite al califa
Omar, quien destruyó la biblioteca de Alejandría, para entregarnos su
más impecable ejemplo de fanatismo y negación de lo diferente. ¿Por qué
destruye Omar tan magnífica bilbioteca, un espacio luminoso que cobijaba
todo tipo de libros diversos? Dice Hegel: “O esos libros –dijo (Omar,
el califa)– contienen lo que ya está en el Corán o contienen cosa
distinta. En ambos casos, sobran”.
Hegel, entonces, ahí, en Berlín, circa 1830, termina con perfecto
desdén occidental su exposición del mahometanismo: “En la actualidad el
Islam ha quedado recluido en Asia y Africa (...) quedó hace tiempo,
pues, fuera de la historia universal, retraído en la comodidad y pereza
orientales”. Sarmiento pensaría algo similar: el Oriente bárbaro restaba
sumergido en una siesta eterna y sólo podía “importunar con su
algazara” la misión civilizatoria de Occidente. Que también se
desarrollaba en las provincias argentinas, ese rostro insumiso de la
barbarie sudamericana. De este modo, ese monstruo, ese Otro absoluto que
Occidente daba por terminado, “fuera de la historia universal”, aparece
hoy como la pesadilla devastadora de quienes lo imaginaron dormido o
muerto para siempre.
Heidegger en Friburgo
Otro rector, otro Estado autoritario, otro curso de filosofía, nos
desplazamos así del Hegel berlinés del siglo XIX al Heidegger
nacionalsocialista del siglo XX. En 1935, en Friburgo, Heidegger dicta
su curso de Introducción a la metafísica. Si Oriente, en las Lecciones
de Hegel, quedaba sepultado en la comodidad y la pereza, en el Curso de
Heidegger no existe, tan sepultado está que no forma parte del conflicto
metafísico que el “maestro de Alemania” explicita. ¿Cuál es ese
conflicto? Escribe Heidegger: “Esta Europa en atroz ceguera y siempre a
punto de apuñalarse a sí misma, yace hoy bajo la gran tenaza formada
entre Rusia, por un lado, y América, por el otro. Rusia y América
metafísicamente vistas son la misma cosa: la misma furia desesperada de
la técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre
normal (...) La decadencia espiritual de la Tierra ha ido tan lejos que
los pueblos están amenazados por perder la última fuerza del espíritu,
la que todavía permitiría ver y apreciar la decadencia como tal (...) En
efecto, el oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la
destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha
insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el
planeta tales dimensiones que, categorías tan pueriles como las del
pesimismo y el optimismo, se convirtieron, desde hace tiempo, en
risibles” (Cap. 1: La pregunta fundamental de la metafísica). De este
diagnóstico (que suena en nuestros oídos siglo XXI como una descarnada y
brutal verdad) Heidegger extrae conclusiones: Europa debe abrirse de
las tenazas de América y Rusia y buscarse en su centro, de aquí habrá de
despegar sus fuerzas histórico-espirituales. ¿Cuál es ese centro? Es
Alemania. La Alemania de 1935, la Alemania nazi. Escribe Heidegger:
“Estamos dentro de la tenaza. Nuestro pueblo se experimenta como
hallándose en el centro de su presión más cortante (...) Todo esto trae
aparejado el hecho de que esta nación, en tanto histórica, se ponga a sí
misma y, al mismo tiempo, ubique el acontecer histórico de Occidente a
partir del centro de su acontecer futuro, es decir, en el dominio
originario de las potencias del ser” (Ibid). En suma, si Europa quiere
escapar a la aniquilación “deberá centrarse en el despliegue de nuevas
fuerzas histórico espirituales, nacidas en su centro” (Ibid). Al ser,
ese centro, Alemania, su despliegue salvará a Occidente. Así, el diseño,
digamos, geopolítico de Heidegger, ahí, en Friburgo, en 1935, como
rector nacionalsocialista, es el siguiente: hay una tenaza que sofoca
las fuerzas espirituales del centro. La tenaza tiene dos brazos (que,
metafísicamente hablando, son lo mismo): Rusia y América. El centro es
Alemania. Y eso es todo. Oriente, como vemos, no había “olvidado” el ser
para entregarse a la exaltación del ente en tanto técnica como Rusia y
América, sino que, simplemente, no tenía nada que ver con él.
Lo uno y Occidente
Occidente no tiene que ir a buscar el fanatismo de lo Uno al Islam,
ya que lo tiene en el Mediterráneo, en su hogar primitivo, entre los
griegos, entre quienes, precisamente, Hegel decía que “nos sentimos como
en casa”. Heidegger, a su vez, habrá de rechazar la calificación de los
presocráticos como prealgo, desde que ese “pre” expresaría un juicio de
valor. De aquí que califique de “necio” hablar de Parménides como
presocrático, más necio aún, dirá, que calificar a Kant de prehegeliano.
Así las cosas, Parménides y la Escuela de Elea expresan el corazón de
la filosofía de Occidente en igual medida que Platón o Aristóteles, y si
Parménides es el filósofo de lo Uno, Zenón –con sus aporías– será el de
la imposibilidad del movimiento. Dos caras de la misma moneda.
Ahí, entonces, en Elea, siglo V a. C., Occidente se consagra a la
exaltación de la unicidad. Y es Parménides, inspirándose en Hesíodo,
quien habrá de escribir un poema épico cuyo título es: Sobre la
Naturaleza. Y cuyo pasaje acaso más célebre es el que sigue: “Aquella
que afirma que el Ser es y el No-Ser no es, significa la vía de la
persuasión –puesto que acompaña a la Verdad–, y la que dice que el
No-Ser existe y que su existencia es necesaria, ésta, (...) resulta un
camino totalmente negado para el conocimiento (...) Porque jamás fuerza
alguna someterá el principio: que el No-Ser sea”. En cambio: “El Ser es
increado e imperecedero, puesto que posee todos sus miembros, es inmóvil
y no conoce fin. No fue jamás ni será, ya que es ahora, en toda su
integridad, uno y continuo. Porque, en efecto, ¿qué origen podrías
buscarle? (...) Por tanto, o ha de existir absolutamente o no ser del
todo (...) No es igualmente divisible, puesto que es todo él homogéneo
(...) Nada hay ni habrá fuera del Ser”. En suma, el Ser es Uno, el Ser
es eterno, el Ser no tiene principio ni fin, el Ser es inmóvil, el Ser
es la Verdad y el Bien. Se argumentará (recurriendo a un lugar común de
la historia de la filosofía) que en ese Mediterráneo de los orígenes
también estaba Heráclito y su río y la imposibilidad de bañarse dos
veces en él porque no cesaba de fluir. No obstante, la centralidad
retorna una y otra vez en la filosofía de Occidente. Para congraciarnos
con los seguidores del último Heidegger, con los deconstructores de la
metafísica, señalemos que, sí, en Descartes la subjetividad se afirma
como centro de una nueva metafísica, la subjetividad ocupa el lugar del
Ser parmenídeo. Pero no dejaremos de señalar –es válido hacerlo aquí–
que el deconstructor supremo de la centralidad cartesiana, Heidegger
(por ejemplo: no sólo en La época de la imagen del mundo, sino en el
tomo segundo del Nietzsche), el filósofo que encarna la crítica a la
centralidad del sujeto, encuentra (como vimos) otra centralidad, allí,
en Friburgo: la de la Alemania de 1935. El centro, lo Uno se encarna
aquí en la voluntad del Führer.
¿Qué es lo que constituye a lo Uno en Uno? Lo Uno se opone a la
diferenciación. A la multiplicidad. A la pluralidad. La doctrina de la
Verdad, en Parménides, basándose en lo Uno, señala que lo Uno jamás será
lo múltiple, y verá en lo múltiple el reino de la ilusión, de la
opinión. Todo aquello que no es el Ser será lo que no es y será lo
falso, lo ilusorio, lo inexistente. Vemos dibujarse así el
fundamentalismo occidental: al asumirse Occidente como el Ser, todo lo
que no sea Occidente es el No-Ser. Así, para Hegel, Oriente era el
No-Ser en la modalidad de la comodidad y la pereza: estaba fuera de la
historia universal que es, claro, el Ser para Hegel. Para Sarmiento –lo
veremos mejor– la barbarie es el No-Ser, y –sobre todo– es lo que no
debe ser, matiz que expresa la posibilidad represiva. En Heidegger, por
último, el No-Ser es lo que no está en el centro y –ni siquiera– existe
en tanto tenaza del Ser. (Me refiero, exclusivamente, a los textos de
Introducción a la metafísica.)
Lo uno y el Islam
El concepto fundamental del Corán (de todo el Corán, de punta a
rabo, repetido al infinito) es el de la unicidad de Dios. Alá es Uno y
Mahoma es su profeta. Si el culto a lo Uno es la centralidad expresiva
de la fe y la sumisión (“islam” significa eso: sumisión u obediencia, y
“musulmán” significa “el que obedece la ley de Alá”), el extremo pecado,
el pecado de absoluta irredención y que se hará pasible de los más
feroces castigos es el de no reconocer o negar o desobedecer la unicidad
de Dios. A su vez, el modo de desobedecer o negar la unicidad de Dios
es el de asociar a Dios con otros elementos. Es el pecado de asociación y
quienes lo cometen son los “asociadores”. No hay infierno que alcance
para ellos. De este modo, el Corán es un libro de exigencias y castigos.
También de muchas otras cosas, ya que todo lo que un musulmán debe
hacer está escrito en el Corán, desde el matrimonio, los pesos y las
medidas, la vigilancia de los ganados, las reglas de la hospitalidad
hasta la vestimenta, la ética, el pago de los impuestos y la justicia.
No obstante, una y otra vez, con la obsesividad de una amenaza
compulsiva, hay una exigencia fundamental y un pecado tan fundamental
como la exigencia, ya que surge de no obedecerla y no confirmarla. La
exigencia es la de someterse a la unicidad de lo Uno, el pecado es
asociar lo Uno a cualquiera de los infinitos “otros” posibles. Por
ejemplo: “¿Tomaré por patrón a otro distinto de Dios, creador de los
cielos y de la tierra, que da alimento mientras él no se alimenta? Di:
‘He recibido orden de ser el primero que se someta a Dios’. ¡No estés
entre los asociadores!” (6: 14). También: “Le han fabricado hijos e
hijas (...) ¿Cómo tendría un hijo si carece de compañera y ha creado
todas las cosas y sobre todas las cosas es omnisciente?” (6: 100/101).
También (en una de las infinitas invectivas contra judíos y cristianos):
“Los judíos dicen: ‘Uzayr es hijo de Dios’. Los cristianos dicen: ‘El
Mesías es hijo de Dios’. Esas son las palabras de sus bocas: imitan las
palabras de quienes, anteriormente, no creyeron. ¡Dios los mate!” (9:
30. “El Islam ante los infieles”). También (muy marcadamente contra el
cristianismo como religión esencialmente “asociadora”): “Dicen: ‘Dios ha
adoptado un hijo’ (...) No tenéis prueba de esto. ¿Diréis contra Dios
lo que no sabéis? Di: ‘Quienes forjan contra Dios la mentira no serán
salvados’. Tendrán un breve goce en el mundo. En seguida les haremos
gustar el terrible tormento, porque fueron incrédulos” (10: 70/71:
“Unidad divina”). También: “En verdad les hemos dado pruebas en este
Corán para que reflexionen, pero no les aumenta más que el extravío. Di:
‘Si junto a Él hubiese otros dioses, como dicen, desearían encontrar
una senda hasta el Dueño del Trono (...) No hay nada que no cante su
alabanza, pero vosotros infieles no comprendéis su loor” (17: 43/46:
“Unidad y omnipotencia divinas”). Así las cosas, basándose todo el texto
sagrado en la postulación de la unicidad de lo Uno y el señalamiento de
la asociación como el más lacerante pecado, los acápites del Corán se
multiplican en señalar dos cosas: 1) Unidad y omnipotencia de Dios; 2)
Castigos para los infieles. Veamos: “Amenazas a los infieles” (“Si
estáis en duda sobre lo que revelamos a nuestro siervo, Mahoma, pues
traed una azora de su émulo y llamad a vuestros testimonios
prescindiendo de Dios (...) Si lo hacéis –y no lo haréis– temed al fuego
que tiene por combustible a las gentes; las piedras se han preparado
para los infieles”, (2: 21/22), “Extravío de los impíos”, “Contra
judíos, cristianos y politeístas”, “Omnipotencia y unicidad divinas”,
“Contra los apóstatas”, y muchas veces más: “Unidad divina”,
“Omnipotencia divina”. Y pasajes de arrasadora belleza. Sobre los
impíos: “¿No meditarán el Corán o encima de los corazones hay cerrojos?”
(47: 26). Y si sobre sus corazones hay cerrojos: “¡Maldígalos Dios!
¡Ensordézcalos! ¡Ciegue sus ojos!” (47: 25).
Aclaremos: nada más lejos de nosotros que inducir a una lectura del
Corán en tanto texto primitivo o “irracional”. Podríamos señalar iguales
pasajes llenos de intolerancia y amenazas feroces en el Antiguo y Nuevo
Testamento. No es casual que los judíos (aunque víctimas de
discriminaciones y persecuciones en el universo musulmán) no sufrieron
ahí ni remotamente los castigos habituales que se les aplicaron en el
Occidente cristiano. Por decirlo claro: no hubo un Hitler islámico. Pero
el texto islámico (al postular la sumisión a lo Uno y el castigo a los
“asociadores”) incurre en una rigidez condenatoria que abarca demasiadas
expresiones de la condición humana. El marxismo, para el Islam, es
herético y blasfemo, ya que dice que Dios es una creación del hombre,
elevando, de este modo, al hombre por encima de Alá. Ni pensemos los
horrores que el Islam indicaría para Nietzsche, supremo asociador y
negador de Dios, a quien declara “muerto” para instalar al hombre, en
tanto superhombre, en su lugar. También son asociadores los que se
alejan de Alá y se asocian a los cultos materiales del dinero, el
progreso científico, la tolerancia sexual, etcétera.
El Islam y el Tercer Mundo
En el film de Gillo Pontecorvo, La batalla de Argelia, que tanta
influencia tuviera entre los movimientos insurreccionales (armados o no)
de fines de los sesenta y comienzos de los setenta en la Argentina y en
América latina, había una escena decisiva. Pontecorvo narraba cómo dos
militantes del argelino Frente de Liberación Nacional enfrentaban al
colonialismo francés, revolucionariamente, re-asumiendo sus tradiciones
musulmanas; esos dos militantes eran un joven y una joven que decidían
establecer matrimonio según el ritual musulmán. Era una afirmación de la
propia identidad en contra de la deculturación del imperialismo. Los
casa un miembro del Frente de Liberación y se asume –conceptualmente–
que la religión, en los países agredidos por el colonialismo, es un arma
de lucha en tanto retoma la auténtica tradición nacional. Este esquema
interpretativo fue –entre nosotros– utilizado por Rodolfo Ortega Peña y
Eduardo Luis Duhalde en un texto clásico de los setenta: Facundo y la
Montonera. Se daba una interpretación progresista de la célebre bandera
de Quiroga: Religión o muerte. Quiroga no postulaba el islamismo, sino
el catolicismo, pero lo hacía en contra del laicismo rivadaviano
empeñado en facilitar la penetración del imperialismo británico. Ortega
Peña, así, hablaba de la religión como factor nacional defensivo en los
países dependientes. Ideas como ésa –aquí– lo llevaron a morir bajo las
balas hiperfundamentalistas de la Triple A.
En un sencillo pero muy serio librito sobre el Islam se aborda la
temática con justeza: “La difusión del Islam siempre se ha basado en la
fuerza y la sencillez de esta convicción religiosa (...) En
consecuencia, resulta fácil entender por qué los pobres del Tercer Mundo
–que es donde el Islam se propaga con mayor rapidez– buscan solaz en la
idea del Paraíso después de la muerte. Pero también existen motivos
políticos y sociales del éxito persistente de esta religión. El Islam es
una fuerza conservadora muy vigorosa que apuntala la vida tradicional
de la familia y protege a las personas y las comunidades contra los
cambios gigantescos y a menudo destructivos impuestos a los países del
Tercer mundo por el contacto con el mundo capitalista desarrollado o con
el comunista” (Chris Horrie y Peter Chippindale, ¿Qué es el Islam?, p.
13). Es lo que mostraba Pontecorvo, pero, claro, en relación con la
opresividad del capitalismo: el islamismo, si bien era arcaico, devenía
progresista, y hasta revolucionario, porque afirmaba, retomándola, la
identidad nacional contra el agresor imperialista. No es casual que hoy,
desde los países pobres castigados por la globalización
tecnocapitalista, muchos, secretamente, admiran a este Islam
fundamentalista, hijo de la utopía del Tercer Mundo liberador, atrasado,
pobre, que ha logrado –como nadie nunca antes– herir al coloso en el
corazón de su poder. Incluso hay un chiste en boga que expresa
impecablemente este sentimiento: “Superman se arroja desde los
edificios, Spiderman trepa por los edificios, Musulman los destruye”.
Oriente en el Facundo
En el final del libro de Huntington (el libro que todos leen
buscando develar el secreto de los días que transcurren y el libro,
también, que guió a Bush y al Pentágono en la cruzada bélica y vengativa
de Occidente contra el Islam) se lee que el choque, “el choque máximo,
el verdadero choque a escala planetaria, (es) entre civilización y
barbarie”. Se trata, casi, de la frase final del libro, de la conclusión
de todas las conclusiones. De este modo, otra vez esa antinomia
absoluta, ese antagonismo irresoluble, esa contradicción insuperable,
antidialéctica, trama la historia. La palabra “bárbaro” viene de los
griegos y la retoman los romanos. Brevemente: designa lo Otro, lo Otro
absoluto, lo inintegrable. Aquello que jamás habremos de ser, que jamás
será parte nuestra, y que deberemos ignorar o, si es necesario,
destruir, pues con belicosa frecuencia la barbarie se muestra, no sólo
como lo Otro de la civilización, sino como una fuerza que se alza para
destruirla. A lo largo de la historia, la civilización, no obstante, se
las ha ingeniado para destruir a la barbarie, que es, entre tantas otras
cosas, infinitamente seductora.
Lo era, al menos, para Sarmiento. En Facundo las alusiones a Oriente
son constantes. Sarmiento busca identificar las campañas argentinas con
el quedantismo oriental. Así, “la extensión de las llanuras imprime
(...) a la vida del interior cierta tintura asiática” (Facundo,
Universidad de La Plata, 1938, p. 34). La civilización se viste de frac,
la barbarie no: “De frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando
el sultán de Turquía Abdul-Medjil quiere introducir la civilización
europea en sus estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas
para vestir frac, pantalón y corbata” (p. 148). Facundo y Rosas, por el
contrario, señala indignado Sarmiento, le han hecho una guerra sin
cuartel al frac y la moda. (Sarmiento olvida aquí al Quiroga porteño de
1834, constitucionalista y obsedido por la elegancia y los salones de
Dudignac y Lacombe. Es este Quiroga el que Menem encarna en su segunda
etapa: cuando hace la política de la oligarquía liberal y se viste á la
Versace.) Sigue señalando, Sarmiento, simetrías entre Oriente y la
campaña argentina: el color colorado, el color de la barbarie. Escribe:
“¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam,
los africanos, los salvajes (...) el verdugo y Rosas se hallen vestidos
con un color proscripto hoy día por las sociedades cristianas y cultas?”
(p. 147). No, ocurre que Oriente y las montoneras argentinas expresan
lo Otro de la civilización. Hay, así, una guerra que cubre diversos
territorios, pero es la misma guerra: “Las hordas beduinas que hoy
importunan con su algazara y depredaciones la frontera de la Argelia,
dan una idea exacta de la montonera argentina (...) La misma lucha de
civilización y barbarie existe hoy en Africa; los mismos personajes, el
mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la
montonera” (p. 76). Los ingleses en la India y los porteños en las
provincias argentinas traman una misma lucha: entre la civilización y la
barbarie, “entre la inteligencia y la materia” (p. 47). Si analizamos
cómo solucionó Buenos Aires la antinomia después de la batalla de Pavón
(1861), si analizamos cómo se desarrolló eso que el general Mitre llamó
“guerra de policía”, si pensamos que sus puntos culminantes fueron la
decapitación de Peñaloza en Olta y el arrasamiento definitivo del
Paraguay (ver: Belgrano Rawson, Setembrada, donde el símil
Paraguay-Vietnam es muy claro), podremos conjeturar el espíritu que
alimentará las campaña civilizatoria de Occidente: el aniquilamiento de
la barbarie. El general Bougeaud, conquistador francés de Argelia, le
aconsejó a Sarmiento: a la barbarie se la combate con la barbarie. El
fundamentalismo islámico alimenta al de Occidente. Las Torres Gemelas
fueron el Pearl Harbour de la guerra de Irak. Veremos muy pronto la
utilización guerrera, xenófoba, que hará la derecha occidental del
atentado a Charlie Hebdo.
La Historia según Satanas
Son los llamados versos satánicos. Cierta vez Mahoma recibió una
revelación en que se le decía que concediera condición divina a tres
diosas paganas adoradas por una tribu que necesitaba tener de su lado
por motivos de estrategia guerrera. Así lo hizo. Esa tribu se convirtió
al Islam y guerreó junto al profeta. No obstante, hubo otra –terrible–
revelación. En ella se le decía a Mahoma que no había sido Alá quien
había susurrado la primera revelación, sino Satanás. Este episodio no se
conserva en el Corán, nada hace referencia a él. Pero todos lo saben:
una vez, fatídica, Satanás habló por labios de Mahoma. Si esto ocurrió
una vez, ¿no habrá ocurrido siempre? ¿No será todo el Corán un inmenso
monólogo de Satanás dicho por Mahoma? Si fuera así, ¿qué es el Islam? El
tema es infinito: toda una religión acosada por una sospecha demoníaca.
Veamos la cuestión desde la fórmula de Lacan que utilizamos al
comienzo: los versos satánicos, lo que el islamismo niega, lo que no
puede aceptar, su lado oscuro, en suma, su inconsciente, es, en efecto,
el discurso del Otro. En este caso, el Otro de Alá, Satanás. Nosotros,
que somos occidentales, no creemos que sea así. Se trata apenas de una
leyenda que busca infamar un texto sagrado en el que creen millones de
musulmanes, hombres y mujeres que nada tienen de fundamentalistas ni
adhieren a la política del terror.
Por otra parte, nosotros, occidentales, no ignoramos sino que
sabemos –desde hace siglos– que la Historia es un largo monólogo de
Satanás. O también –al modo de Shakespeare y Faulkner– el relato de un
idiota lleno de sonido y de furia. Acaso más que nunca lo sabemos hoy.