Los buenos escritores desaparecen porque la gente pierde el interés en ellos
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Marvel Moreno, escritora colombiana de En diciembre llegaban las brisas. |
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Rafael Humberto Moreno Durán, escritor colombiano, autor de Femina suite, una saga feminista. |
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Álvaro Mutis, escritor colombiano, creador de Maqroll el Gaviero y su saga de narraciones. |
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Héctor Rojas Herazo, escritor colombiano de Celia se pudre./eltiempo.com |
En una época, cumpliendo uno de esos raros
rituales de la justicia poética, algunos buenos escritores, que se
morían tan discretamente como habían vivido, eran sacados del olvido y
rescatados para la incierta posteridad con todas sus galas. La muerte
les traía su cuarto de hora póstumo.
Hoy sucede todo lo contrario. Cuando se han
agotado las notas necrológicas de los periódicos, los testimonios de
admiración de los amigos y el exhibicionismo de los críticos, aquellos
que fueron realmente buenos e imprescindibles, que fueron leídos y
admirados por sus contemporáneos, en algunas semanas empiezan a vivir
una segunda muerte.
¿Qué ha pasado con la obra de Álvaro a Mutis?
Quiero decir: ¿qué ha pasado con sus lectores si solo hace 10 años era
uno de los escritores más leídos en Colombia? Y cito a Mutis porque,
como poeta y narrador, no solo recibió los mayores premios de la lengua
española. Su gloria de escritor fue correspondida por la gloria
mediática y la traducción de sus libros a numerosos idiomas.
Se podría pensar en un círculo vicioso: los
buenos escritores desa-parecen porque la gente pierde el interés en
ellos y no se vuelven a publicar por eso mismo, porque la gente no los
pide ni vuelve a leer. Se podría decir que las obras literarias
interesan cada vez a menos personas y que un país no le debe gratitud a
quien las escribió y fue siempre asociado en sus momentos de esplendor
con el país donde nació.
Si es así, al cabo de unos pocos años no habrá
más tradición, ni escritores del inmediato pasado que la sustenten, ni
memoria de una de las más altas formas de la creatividad humana.
Estaremos atiborrados de novedades y entretenimientos pasajeros, pero
huérfanos de la tradición donde nos reconocemos como sociedad.
¿Por qué no mantener extendido el hilo de una
tradición y cuidar a aquellos escritores que le han dado brillo en cada
época? ¿Por qué no mantenerlos vivos? Uno pensaría, haciendo matemáticas
fáciles, que bastaría contar la cantidad de programas de literatura de
las universidades colombianas, el número de estudiantes y docentes que
hay en ellas para imaginarse la construcción de esa memoria.
Pero no es así. El estudio de autores y obras
literarias que se sigue en las universidades influye poco o nada en el
mercado editorial y en los gustos de la gente, ese precario número de
personas que leen libros de creación y no simples baratijas.
Hace unos meses, proponía en este mismo
espacio la posibilidad de que la universidad pública –la Universidad
Nacional– asumiera el reto de reconstruir la tradición perdida en el
mercado y sus industrias con un fondo editorial. Los modelos existen,
ambiciosos y modestos: el Fondo de Cultura Económica, de México, y Monte
Ávila, de Venezuela. Pero, en ambos casos, hubo una voluntad política
de sus respectivos gobiernos. Grande y duradera, en el caso de México.
En estos días, estuve curioseando en varias
librerías. Busqué libros de excelentes y hasta hace poco afamados
novelistas colombianos: R. H. Moreno Durán, Germán Espinosa, Marvel
Moreno, Héctor Rojas Herazo, Manuel Mejía Vallejo, Pedro Gómez
Valderrama. Por supuesto, no estaban expuestos en las mesas de
novedades.
Me acompañaba un amigo extranjero, profesor de
literatura, que quería comprar y leer escritores distintos a García
Márquez. Tuvieron que buscar sus libros en las cumbres borrascosas de
las estanterías, a donde van a parar antes de salir de las librerías.
Encontraron unos pocos títulos, pero ninguno estaba en un lugar visible.
La invisibilidad, me dije, es otra manera de morirse.