Hoy creo que debates de escritores en periódicos hacen parte de la democracia y de la literatura
|
El oficio de escribir, el oficio de transgredir y debatir./eltiempo.com |
Hace ya medio siglo, la idea del compromiso de
los escritores con la sociedad hizo carrera en Europa y América Latina,
empujada por las teorías de Jean-Paul Sartre, expuestas en uno de sus
libros menores: ¿Qué es la literatura? Muchos caímos por un tiempo en
ese espejismo.
Desde entonces, el compromiso de escritores e
intelectuales (los clérigos, según el célebre bautizo de Julien Benda)
con las causas de la justicia pasó a ser argumento político de la
izquierda. Un argumento incompleto: la condena de las atrocidades del
nazismo dejaba de lado las atrocidades del comunismo y o gulag
estalinista.
La historia es larga y ha sido muy contada. De
una u otra manera, los escritores latinoamericanos nacidos entre los
años 20 y 40 sentimos la presión moral y política del compromiso
sartreano. La izquierda lo había convertido en imperativo, al tiempo que
reducía la figura del intelectual a la de un perro que no dejaba de
ladrarles a la burguesía y al capitalismo, incapaz de ladrar y morder al
otro sistema en discordia: el comunismo y el “proletariado” en el
poder.
Con el imperativo del compromiso se
escribieron más obras malas que buenas. La carga ideológica desactivaba
muchas veces el poder explosivo de la verdadera literatura. El
predominio de lo político sobre cualquier otra expresión de la realidad
le quitaba tres patas a la mesa. Lo político, entendido como un
compendio de creencias partidistas, no es sino uno de los tantos
elementos, el menos explícito.
Desde Malraux hasta Javier Cercas, pasando por
Jorge Semprún o José Saramago, lo político está subordinado a la
condición humana y no a los odios y esperanzas de una clase social, por
justa que sea su causa.
La corriente del compromiso languideció y
murió hacia los años 70 del siglo pasado. Ni la realidad era tan
limitada, ni el compromiso de los intelectuales se reducía a la cacería
de injusticias en la burguesía y el capitalismo. Tony Judt dejó un
magnífico libro sobre las tendencias intelectuales de Francia en la
segunda postguerra: Pasado imperfecto.
En casi todos los países de la órbita
occidental, los escritores literarios empezaron desde hace al menos tres
décadas a ocupar las páginas de opinión de publicaciones impresas y
portales. Esta multiplicidad de pareceres ha llenado el hueco dejado por
los liderazgos individuales, cuando las luces de un “maestro”
iluminaban o encandilaban una época.
En Colombia, cada día es mayor el número de
poetas, novelistas y ensayistas, académicos o autodidactas, que opinan
de política en diarios nacionales y regionales. Esta opinión contrasta a
veces con la de los especialistas. Una nueva especie de intelectual y
escritor ejerce su “compromiso” ciudadano en los medios.
La universidad, que vivía encriptada en sus
claves y lenguajes cifrados, está haciendo presencia en los medios con
un lenguaje comprensible que no le ha exigido reducir la complejidad de
las ideas. El oficio de escribir en los periódicos le devolvió su
componente ético y publico a la función intelectual.
Hoy creo –después de haber sucumbido a la
tentación del compromiso– que los debates de los escritores en los
periódicos hacen parte de la democracia y de la literatura. Se atacan o
defienden modelos de sociedad y sistemas políticos, pero la producción
de herejes se ha reducido al mínimo. Solo las dictaduras los fabrican.
En su nuevo compromiso, el escritor,
desdoblado en periodista, introduce en la agenda diaria cierta
intemporalidad crítica, necesaria para no verse arrastrado por el
vértigo de la información. Su desafío ya no es imponer un dogma, sino
deshacerse de los que aún existen.