“Quiero decir, en síntesis, que Fernando González fue el más santo y
el más humano de los hombres que conocí. Se liberó de su cuerpo por un
acto de voluntad y ascendió con su muerte a un Reino Espiritual donde ya
no lo alcanzamos. Algo así como otra ‘Otraparte’ sin naranjos en flor,
pero la verdadera patria de su espíritu. A él le suplico que siga
existiendo Allá, pues tal vez algún día le rezaré como santo, para
recordarle que nunca lo olvidaré como hombre y como escritor”.
Gonzalo Arango, El Magazín de El Espectador (1964).
Es
la mitad de enero, los guayacanes amarillos explotan en cada calle y se
ven sus hojas destilando luz derramadas sobre la carretera, el andén,
los techos de los negocios y las casas. Todo por esta época siempre
parece más lento, más distante. Aún hay tiempo para trazar las metas del
año y las premisas que servirán como mantra para 2015. En enero todavía
se puede pensar en lo que no se hizo el año pasado, lo que faltó, lo
que se perdió. Si bien es el comienzo de una nueva vuelta alrededor del
sol, la vida no se detiene, y menos en una ciudad. Todos los carros, en
un constante devenir, siguen vomitando sus gases tóxicos grisáceos, que
ocultan los guayacanes y el sol detrás del velo pálido de la
contaminación. La vida empieza más temprano, sin amanecer siquiera, se
extingue la existencia detrás del reloj y nos consumimos en tarjetas que
marcan nuestra hora de llegada y la hora en la que salimos y podemos
deshacernos en cualquier esquina del cadáver andante que cargamos a
cuestas.
Aún después de este melancólico proceder diario, a un
costado del camino, detrás de una ceiba entre los límites de Medellín y
el municipio de Envigado, existe Otraparte, el hogar durante 24 años de
Fernando González: una casa linda, una casa que está viva, como lo dice
Gustavo Restrepo, director de la Corporación Otraparte, que lleva trece
años operando y manteniendo la casa como museo y escenario para el
encuentro, para celebrar el poder de las ideas hechas palabras.
La
casa es una pequeña isla verde entre el cemento que brota de las
unidades residenciales, una clínica y un hipermercado que la bordean. A
la entrada, justo en la puerta recibe: Cave canem seu domus dominum, que
significa: “Cuidado con el perro, o sea, con el señor de la casa”.
Fernando González, el dueño de la casa, era ese perro que amenazaba
desde el principio con odio a lo cotidiano, a lo general y
categorizador; pero también perro fiel amigo, eterno maestro y sublime
filósofo, un perro viejo con la mente ajada de tanto andar a pie. “Era
un espíritu metafísico y al mismo tiempo el más identificado con este
mundo. Su misticismo era vital, exultante, de un optimismo fiero y
regocijado. Amaba la tierra con frenesí, como si ésta fuera la
encarnación material del cielo. Le daba todos los prestigios de algo
bello y sagrado. Por eso su obra de escritor es un himno glorificador de
todo lo viviente”, escribió Gonzalo Arango en El Magazín de El
Espectador después de la muerte de González Ochoa.
El Nadaísmo y Otraparte
Las
historias se entrelazan como tejidos invisibles que unen a las
personas. Quizá detrás de la cabeza está el hilo rojo que nos comunica
con el otro y el destino que nos advierte que, a la vuelta de la esquina
o a 30 pesos en bus, se encontrará con lo que para siempre ha de
cambiar la vida. Así encontraron Gonzalo Arango y algunos de sus amigos a
Fernando González en Otraparte, en una prueba del destino, como quien
prueba un dulce, el destierro, el desarraigo, el desapego; probar estar
en otra parte, lejos del origen, privados del afecto; probarlo sólo,
como quien toca el fuego, y verse allí en esa casa nunca antes visitada
por ellos, en ese paraje yermo, en esa habitación vacía de necedades y
convencionalismos; sintieron que pasando por esos parajes desolados se
siente como quien da el último beso; reconocieron, por alineación
astral, quizá, haber cruzado la línea de ese otro estado previo a este
en que estarían, posterior a aquél en el que estuvieron, hasta que
ellos, los que ya no eran y los que aún les quedaba por ser, rozaban al
que estaban siendo y entre poemas y manifiestos esperaban que los demás
se cansaran de encontrarlos, y dentro del origen de su ira y su rebeldía
necesitaban recibir ese cansancio de estar siempre a la defensiva, con
crítica y fervor como un don, un amanecer, una limpia mañana, y luego de
andar por los prados verdes no tener que ir a ninguna parte donde no
estuvieran.
Los hilos de la historia, tan separados en sus años y
sus acciones, los hicieron pensar en un fin común: que vivir era
encontrarse de nuevo donde no han estado nunca, otra vez, y otra, hasta
que se habituaran a faltar, a la ausencia, al primer paso que acabaron
de dar y que aún no han dado del todo.
Tres mundos: Fernando
González, Alberto Aguirre y Gonzalo Arango. Tres coincidencias que
juntaron tres eternidades. Mientras Alberto Aguirre daba libros de
Fernando González a Gonzalo Arango, éste se iba pensando que tal
escritor y formador de pensamiento debía estar muerto. Grata sorpresa se
llevó Arango cuando se dio cuenta de que González estaba a tan sólo 30
pesos de distancia suya, y sin más, fue a buscarlo, a reconocer el
rostro de las ideas que le daban vueltas en la cabeza.
“Reunirme
con Gonzalo fue bello porque fue como verme a mí mismo cuando tenía 27
años”, dijo el maestro Fernando González después del primer encuentro
con Arango. Así se inició una amistad que duraría para siempre entre
tres personajes que a pesar de sus diferencias lograron entender el
mundo con odio y con traición. Los tres en una búsqueda constante por el
bien espiritual y por la demanda en palabras. “Las palabras son muy
lindas y no permiten la impunidad. Destapan, con su sola presencia,
actitudes sórdidas e inconfesables”: Alberto Aguirre.
Ni Aguirre ni
González Ochoa fueron nadaístas, pero siempre hubo un pensamiento en
común que hizo a Arango sentirse con ellos entre los suyos. La primera
vez que Alberto Aguirre editó un libro fue el Libro de los viajes o de
las presencias, de Fernando González, el cual fue organizado y puesto en
limpio por Gonzalo Arango, según relata Gustavo Restrepo. La conexión
entre los tres iba más allá de ideologías, era un asunto de espíritus.
Adiós
Según
la historia, Gonzalo Arango renunció al Nadaísmo. Según la historia, él
pensaba que era una causa perdida sacar de la nada, nada; pero después
de tanto tiempo, tantos caminos y tanta vida no se puede quitar del alma
lo que la crea. Siempre seguiría siendo nadaísta, como lo son hoy
Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar, a quienes
les dedico este texto, a ellos y a todos esos seres que aún creen en las
causas perdidas, y en los descubrimientos en una noche, en un bus, en
una copia rota, que, como tesoros imprescindibles, duran para siempre.
Cada 18 de enero le deseamos en muchas partes del planeta un feliz y eterno cumpleaños a Gonzalo Arango y lo recordamos en palabras del poeta Armando Romero, porque el Nadaísmo podrá morir, pero sus gusanos son inmortales.