sábado, 14 de diciembre de 2013

Preguntas sin respuesta

La anécdota es ya célebre, pues Vargas Llosa la contó en público (aunque fuera un público tan reducido como el de la Real Academia Española) y desde entonces se ha reproducido un millón de veces


Portada La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa./elespectador.com


Parece que Roger Caillois, lector lúcido y defensor apasionado de la literatura latinoamericana en Francia, lo citó un día para elogiar La ciudad y los perros, que acababa de leer. Recordarán los lectores que la novela gira alrededor de un asesinato: el cadete Ricardo Arana muere de un balazo durante unas maniobras, y al final asistimos a una confesión: el Jaguar, un tipo que ejerce el liderazgo violento de los jóvenes del colegio Leoncio Prado, se declara culpable. A Caillois le pareció extraordinario que el Jaguar se atribuyera falsamente el crimen para afianzar su liderazgo en el grupo; Vargas Llosa le dijo que no, que no se estaba atribuyendo ninguna falsedad, que el Jaguar en realidad había matado a Ricardo Arana. Caillois, decepcionado, le soltó a Vargas Llosa un breve regaño: “Usted no ha entendido la novela”, le dijo. “¡Reflexione!”.

El crimen del cadete Arana ocupa el centro de la novela de Vargas Llosa, y desde allí nos ha interrogado durante medio siglo. Se trata de una pregunta sin respuesta; su resolución nos está vedada. Javier Cercas, que lleva varios años amenazando con escribir un libro sobre este tema, lo ha llamado “el punto ciego de la novela”, y ha sostenido que las mejores ficciones giran alrededor de estos lugares donde no sabemos nunca lo que en realidad ocurre. Y sus propias novelas suelen hacerlo: ¿Por qué le perdona la vida el soldado republicano a Rafael Sánchez Mazas en Soldados de Salamina? ¿Quién delata al Zarco en Las leyes de la frontera? Echando una mirada a mis ficciones predilectas, tiendo a darle la razón a Cercas: después de varias lecturas, todavía no puedo decir con certeza por qué Yago es tan malvado, por qué Raskolnikov acaba confesando, qué hizo realmente el pobre Joseph K. para provocar su arresto. Otelo, Crimen y Castigo y El proceso perderían para mí todo interés si me dejaran las cosas claras —las motivaciones, los hechos— a la manera de los misterios sin gracia de tantas novelas policiales: todo limpio y bien ordenado, no vaya a ser que uno se quede intranquilo.

¿Y qué sucede cuando la pregunta de una novela no está solamente en su centro, sino que se abre como un hoyo negro al terminarse la última página? Yo he conocido a muchos lectores a quienes molestan, irritan y a veces indignan los finales abiertos. A mí, en cambio, me producen una sensación de libertad que se me ha vuelto imprescindible, y que he llegado a identificar con las mejores virtudes de la literatura. En una conferencia que cité hace unas semanas, Amos Oz sugiere que el fanatismo es la incapacidad de aceptar situaciones sin solución clara. El problema árabe-israelí, dice Oz, es uno de ellos: un conflicto con más de una solución, todas ellas insatisfactorias. Y por eso escribe: “La habilidad de existir en situaciones con final abierto, incluso de aprender a disfrutar de dichas situaciones, de aprender a gozar de la diversidad, puede también ayudar”. Yo sigo visitando las mejores ficciones para existir, por espacio de unas páginas, en esas situaciones. No me parece el peor de los impulsos.